Philip Kindred Dick (1928-1982), más conocido como Philip K.
Dick, fue un prolífico escritor y novelista estadounidense de ciencia ficción,
que influyó notablemente en dicho género. Trató temas como la sociología, la
política y la metafísica en sus primeras novelas, donde predominaban las
empresas monopolísticas, los gobiernos autoritarios y los estados alterados de
conciencia.
ALGUNAS
PECULIARIDADES DE LOS OJOS
Philip K.
Dick
Descubrí
por puro accidente que la Tierra había sido invadida por una forma de vida
procedente de otro planeta. Sin embargo, aún no he hecho nada al respecto; no
se me ocurre qué. Escribí al gobierno, y en respuesta me enviaron un folleto
sobre la reparación y mantenimiento de las casas de madera. En cualquier caso,
es de conocimiento general; no soy el primero que lo ha descubierto. Hasta es
posible que la situación esté controlada. Estaba sentado en mi butaca, pasando
las páginas de un libro de bolsillo que alguien había olvidado en el autobús,
cuando topé con la referencia que me puso en la pista. Por un momento, no
reaccioné. Tardé un rato en comprender su importancia. Cuando la asimilé, me
pareció extraño que no hubiera reparado en ella de inmediato. Era una clara
referencia a una especie no humana, extraterrestre, de increíbles
características. Una especie, me apresuro a señalar, que adopta el aspecto de
seres humanos normales. Sin embargo, las siguientes observaciones del autor no
tardaron en desenmascarar su auténtica naturaleza. Comprendí enseguida que el
autor lo sabía todo. Lo sabía todo, pero se lo tomaba con extraordinaria
tranquilidad. La frase (aún tiemblo al recordarla) decía:
… sus ojos
pasearon lentamente por la habitación.
Vagos
escalofríos me asaltaron. Intenté imaginarme los ojos. ¿Rodaban como monedas?
El fragmento indicaba que no; daba la impresión que se movían por el aire, no
sobre la superficie. En apariencia, con cierta rapidez. Ningún personaje del
relato se mostraba sorprendido. Eso es lo que más me intrigó. Ni la menor señal
de estupor ante algo tan atroz. Después, los detalles se ampliaban.
… sus ojos
se movieron de una persona a otra.
Lacónico,
pero definitivo. Los ojos se habían separado del cuerpo y tenían autonomía
propia. Mi corazón latió con violencia y me quedé sin aliento. Había
descubierto por casualidad la mención a una raza desconocida. Extraterrestre,
desde luego. No obstante, todo resultaba perfectamente natural a los personajes
del libro, lo cual sugería que pertenecían a la misma especie. ¿Y el autor? Una
sospecha empezó a formarse en mi mente. El autor se lo tomaba con demasiada
tranquilidad. Era evidente que lo consideraba de lo más normal. En ningún
momento intentaba ocultar lo que sabía. El relato proseguía:
… a
continuación, sus ojos acariciaron a Julia.
Julia, por
ser una dama, tuvo el mínimo decoro de experimentar indignación. La descripción
revelaba que enrojecía y arqueaba las cejas en señal de irritación. Suspiré
aliviado. No todos eran extraterrestres. La narración continuaba:
… sus ojos,
con toda parsimonia, examinaron cada centímetro de la joven.
¡Santo
Dios! En este punto, por suerte, la chica daba media vuelta y se largaba,
poniendo fin a la situación. Me recliné en la butaca, horrorizado. Mi esposa y
mi familia me miraron, asombrados.
–¿Qué pasa, querido? –preguntó mi mujer.
No podía
decírselo. Revelaciones como ésta serían demasiado para una persona corriente.
Debía guardar el secreto.
–Nada –respondí, con voz estrangulada.
Me levanté,
cerré el libro de golpe y salí de la sala a toda prisa. Seguí leyendo en el
garaje. Había más. Leí el siguiente párrafo, temblando de pies a cabeza:
… su brazo
rodeó a Julia. Al instante, ella pidió que se lo quitara, cosa a la que él
accedió de inmediato, sonriente.
No consta
qué fue del brazo después de que el tipo se lo quitara. Quizá se quedó apoyado
en la pared, o lo tiró a la basura. Da igual, en cualquier caso, el significado
era diáfano. Era una raza de seres capaces de quitarse partes de su anatomía a
voluntad. Ojos, brazos…, y tal vez más. Sin pestañear. En este punto, mis
conocimientos de biología me resultaron muy útiles. Era obvio que se trataba de
seres simples, unicelulares, una especie de seres primitivos compuestos por una
sola célula. Seres no más desarrollados que una estrella de mar. Estos
animalitos pueden hacer lo mismo. Seguí con mi lectura. Y entonces topé con
esta increíble revelación, expuesta con toda frialdad por el autor, sin que su
mano temblara lo más mínimo:
…nos
dividimos ante el cine. Una parte entró, y la otra se dirigió al restaurante
para cenar.
Fisión
binaria, sin duda. Se dividían por la mitad y formaban dos entidades. Existía
la posibilidad que las partes inferiores fueran al restaurante, pues estaba más
lejos, y las superiores al cine. Continué leyendo, con manos temblorosas. Había
descubierto algo importante. Mi mente vaciló cuando leí este párrafo:
… temo que
no hay duda. El pobre Bibney ha vuelto a perder la cabeza.
Al cual
seguía:
… y Bob
dice que no tiene entrañas.
Pero Bibney
se las ingeniaba tan bien como el siguiente personaje. Éste, no obstante, era
igual de extraño. No tarda en ser descrito como:
… carente
por completo de cerebro.
El siguiente
párrafo despejaba toda duda. Julia, que hasta el momento me había parecido una
persona normal se revela también como una forma de vida extraterrestre, similar
al resto:
… con toda
deliberación, Julia había entregado su corazón al joven.
No descubrí
a qué fin había sido destinado el órgano, pero daba igual. Resultaba evidente
que Julia se había decidido a vivir a su manera habitual, como los demás
personajes del libro. Sin corazón, brazos, ojos, cerebro, vísceras,
dividiéndose en dos cuando la situación lo requería. Sin escrúpulos.
… a
continuación le dio la mano.
Me
horroricé. El muy canalla no se conformaba con su corazón, también se quedaba
con su mano. Me estremezco al pensar en lo que habrá hecho con ambos, a estas
alturas.
… tomó su
brazo.
Sin reparo
ni consideración, había pasado a la acción y procedía a desmembrarla sin más.
Rojo como un tomate, cerré el libro y me levanté, pero no a tiempo de soslayar
la última referencia a esos fragmentos de anatomía tan despreocupados, cuyos
viajes me habían puesto en la pista desde un principio:
… sus ojos
le siguieron por la carretera y mientras cruzaba el prado.
Salí como
un rayo del garaje y me metí en la bien caldeada casa, como si aquellas
detestables cosas me persiguieran. Mi mujer y mis hijos jugaban al monopolio en
la cocina. Me uní a la partida y jugué con frenético entusiasmo. Me sentía
febril y los dientes me castañeteaban. Ya había tenido bastante. No quiero
saber nada más de eso. Que vengan. Que invadan la Tierra. No quiero mezclarme
en ese asunto. No tengo estómago para esas cosas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario