Howard Phillips Lovecraft (Providence, Rhode Island; 20 de agosto de 1890-Providence; 15 de marzo de 1937), más conocido como H. P. Lovecraft, fue un escritor estadounidense, autor de novelas y relatos de terror y ciencia ficción.
Se le considera un gran innovador del cuento de terror, al que aportó una mitología propia —los Mitos de Cthulhu—, desarrollada en colaboración con otros autores, actualmente en vigencia. Su obra constituye un clásico del horror cósmico, una línea narrativa que se aparta de las tradicionales historias de terror sobrenatural —satanismo, fantasmas—, incluyendo elementos de ciencia ficción como, por ejemplo, razas alienígenas, viajes en el tiempo o existencia de otras dimensiones
La
llamada de Cthulhu
H.
P. Lovecraft
Es imposible que tales potencias o
seres hayan sobrevivido... hayan sobrevivido a una época infinitamente remota
donde... la conciencia se manifestaba, quizá, bajo cuerpos y formas que ya hace
tiempo se retiraron ante la marea de la ascendiente humanidad... formas de las
que sólo la poesía y la leyenda han conservado un fugaz recuerdo con el nombre
de dioses, monstruos, seres míticos de toda clase y especie...
Algernon
Blackwood
1.
El bajorrelieve de arcilla
No
hay en el mundo fortuna mayor, creo, que la incapacidad de la mente humana para
relacionar entre sí todo lo que hay en ella. Vivimos en una isla de plácida
ignorancia, rodeados por los negros mares de lo infinito, y no es nuestro
destino emprender largos viajes. Las ciencias, que siguen sus caminos propios,
no han causado mucho daño hasta ahora; pero algún día la unión de esos
disociados conocimientos nos abrirá a la realidad, y a la endeble posición que
en ella ocupamos, perspectivas tan terribles que enloqueceremos ante la
revelación, o huiremos de esa funesta luz, refugiándonos en la seguridad y la
paz de una nueva edad de las tinieblas. Algunos teósofos han sospechado la
majestuosa grandeza del ciclo cósmico del que nuestro mundo y nuestra raza no
son más que fugaces incidentes. Han señalado extrañas supervivencias en
términos que nos helarían la sangre si no estuviesen disfrazados por un blando
optimismo. Pero no son ellos los que me han dado el fugaz visón de esos dones
prohibidos, que me estremecen cuando pienso en ellos, y me enloquecen cuando
sueño con ellos. Esa visión, como toda temible visión de la verdad, surgió de
una unión casual de elementos diversos; en este caso, el artículo de un viejo
periódico y las notas de un profesor ya fallecido. Espero que ningún otro logre
llevar a cabo esta unión; yo, por cierto, si vivo, no añadiré voluntariamente
un sólo eslabón a tan espantosa cadena. Creo, por otra parte, que el profesor
había decidido, también, no revelar lo que sabía, y que, si no hubiese muerto
repentinamente, hubiera destruido sus notas.
Tuve
por primera vez conocimiento de este asunto en el invierno de 1926-1927, a la
muerte de mi tío abuelo, George Gammel Angell, profesor honorario de lenguas
semíticas de la Universidad de Brown, Povidence, Rhode Island. El profesor
Angell era una autoridad vastamente conocida en materia de antiguas
inscripciones y a él habían recurrido con frecuencia los conservadores de los
más importantes museos. Muchos deben por lo tanto recordar su desaparición, acaecida
a la edad de noventa y dos años. Las oscuras razones de su muerte aumentaron
aún más el interés local. El profesor había muerto mientras volvía del barco de
Newport, y, según afirman los testigos, luego de recibir el empellón de un
marinero negro. Éste había surgido de uno de los curiosos y sombríos pasajes
situados en la falda abrupta de la colina que une los muelles a la casa del
muerto, en la Calle Williams. Los médicos, incapaces de descubrir algún
desorden orgánico, concluyeron, luego de un perplejo cambio de opiniones, que
la muerte debía atribuirse a una oscura lesión del corazón, determinada por el
rápido ascenso de una cuesta excesivamente empinada para un hombre de tantos
años. En ese entonces no vi ningún motivo para disentir de ese diagnóstico,
pero hoy tengo mis dudas… y algo más que dudas.
Como
heredero y ejecutor de mi tío abuelo, viudo y sin hijos, era de esperar que yo
examinara sus papeles con cierta atención. Trasladé con ese propósito todos sus
archivos y cajas a mi casa de Boston. El material ordenado por mí será
publicado en su mayor parte por la Sociedad Norteamericana de Arqueología; pero
había una caja que me pareció sumamente enigmática, y sentí siempre repugnancia
a mostrársela a otros. Estaba cerrada, y no encontré la llave hasta que se me
ocurrió examinar el llavero que el profesor llevaba siempre consigo. Logré
abrirla entonces, pero me encontré con otro obstáculo mayor y aún más
impenetrable. ¿Qué significado podían tener ese curioso bajorrelieve de
arcilla, y esas notas, fragmentos y recortes de viejos periódicos? ¿Se había
convertido mi tío, en sus últimos años, en un devoto de las más superficiales
imposturas? Resolví buscar al excéntrico escultor que había alterado la paz
mental del anciano.
El
bajorrelieve era un rectángulo tosco de dos centímetros de espesor y de unos
treinta o cuarenta centímetros cuadrados de superficie; indudablemente de
origen moderno. Los dibujos, sin embargo, no eran nada modernos, ni por su
atmósfera ni por su sugestión; pues, aunque las rarezas del cubismo y el
futurismo sean numerosas y extravagantes, no suelen reproducir esa críptica
regularidad de la escritura prehistórica. Y la mayor parte de los dibujos
parecía ser ciertamente alguna especie de escritura. A pesar de mi familiaridad
con los papeles y colecciones de mi tío, no logré identificarla, ni sospechar
siquiera alguna remota relación.
Sobre
esos supuestos jeroglíficos había una figura de carácter evidentemente
representativo, aunque la ejecución impresionista impedía comprender su naturaleza.
Parecía una especie de monstruo, o el símbolo de un monstruo, o una forma que
sólo una fantasía enfermiza hubiese podido concebir. Si digo que mi
imaginación, algo extravagante, se representó a la vez un pulpo, un dragón y la
caricatura de un ser humano, no traicionaré el espíritu del dibujo. Sobre un
cuerpo escamoso y grotesco, provisto de alas rudimentarias, se alzaba una
cabeza pulposa y coronada de tentáculos; pero era el contorno general lo que la
hacía más particularmente horrible. Detrás de la figura se embozaba una
arquitectura ciclópea.
Las
notas que acompañaban a este curioso objeto, además de unos recortes de
periódicos, habían sido escritas por el profesor mismo y no tenían pretensiones
literarias. El documento en apariencia más importante estaba encabezado por las
palabras EL CULTO DE CTHULHU, escritas cuidadosamente en caracteres de imprenta
para evitar todo error en la lectura de un nombre tan desconocido. El
manuscrito se dividía en dos secciones: la primera tenía el siguiente título:
“1925, Sueño y obra onírica de H. A. Wilcox, Calle Thomas 7, Providence, R.I.”,
y la segunda: “Informe del inspector John R. Legrasse. Calle Bienville 121,
Nueva Orleáns, a la Sociedad Norteamericana de Arqueología, 1928. Notas del
mismo y del profesor Webb”. Las otras notas manuscritas eran todas muy breves:
relatos de sueños curiosos de diferentes personas, o citas de libros y revistas
teosóficos (principalmente La Atántida y la Lemuria perdida de W.
Scott-Elliot), y el resto comentarios acerca de la supervivencia de las
sociedades y cultos secretos, con referencia a pasajes de tratados mitológicos
y antropológicos como la La rama dorada de Frazer, y El culto de las brujas en
Europa Occidental de la señorita Murray. Los recortes de periódicos aludían principalmente
a casos de alienación mental y a crisis de demencia colectiva en la primavera
de 1925.
La
primera parte del manuscrito principal relataba una historia muy curiosa.
Parece que el 1° de marzo de 1925 un joven delgado, moreno, de aspecto neurótico
y presa de gran excitación, había visitado al profesor Angell con el singular
bajorrelieve de arcilla, entonces todavía fresco y húmedo. En su tarjeta se
leía el nombre de Henry Anthony Wilcox, y mi tío había reconocido en él al hijo
menor de una excelente familia, con la que estaba ligeramente relacionado.
Wilcox, que desde hacía un tiempo estudiaba dibujo en la Escuela de Bellas
Artes de Rhode Island, y que vivía en el hotel Fleur de Lys muy cerca de esta
institución, era un joven precoz de genio indudable, pero muy excéntrico. Desde
su infancia había llamado la atención por las historias y sueños extraños que
se complacía en relatar. Se denominaba a sí mismo “físicamente hipersensitivo”;
pero la gente seria de la vieja ciudad comercial lo consideraba simplemente
“raro”. No había frecuentado nunca a los de su propia clase y poco a poco había
ido retirándose de toda actividad social. Actualmente sólo era conocido por
algunos estetas de otras ciudades. La Asociación Artística de Providence,
deseosa de preservar su conservadorismo, lo había desahuciado.
En
aquella visita, decía el manuscrito, el escultor había pedido bruscamente la
ayuda de los conocimientos arqueológicos de su huésped para identificar los
jeroglíficos. El joven hablaba de un modo pomposo y descuidado que impedía
simpatizar con él. Mi tío le respondió con sequedad, pues la evidente edad de
la tableta excluía toda posible relación con las ciencias arqueológicas. La
réplica del joven Wilcox, que impresionó bastante a mi tío como para que la reprodujera
palabra por palabra, tuvo ese énfasis poético que caracterizaba sin duda su
conversación habitual.
-Es
nueva, es cierto -le dijo-, pues la hice anoche mientras soñaba con extrañas
ciudades; y los sueños son más viejos que la cavilosa Tiro, la contemplativa
Esfinge o Babilonia, guarnecida de jardines.
Y
comenzó a narrar una historia desordenada que, de pronto, despertó en mi tío un
recuerdo. El anciano se mostró febrilmente interesado. La noche anterior había
habido un leve temblor de tierra -el más violento de los que habían sacudido
Nueva Inglaterra en esos últimos años- que había afectado terriblemente la
imaginación de Wilcox. Ya en cama, y por primera vez en su vida, había visto en
sueños unas ciudades ciclópeas de enormes bloques de piedra y gigantescos y
siniestros monolitos de un horror latente, que exudaban un limo verdoso. Muros
y pilares estaban cubiertos de jeroglíficos, y de las profundidades de la
tierra, de algún punto indeterminado, venía una voz que no era una voz, sino
más bien una sensación confusa que sólo la fantasía podía traducir en esta
unión de letras casi imposibles: Cthulhu fhtagn.
Esta
mezcla de letras fue la llave del recuerdo que excitó y perturbó al profesor
Angell. Interrogó al escultor con minuciosidad científica, y estudió con
intensidad casi frenética el bajorrelieve que el joven había estado esculpiendo
en sueños, vestido sólo con su ropa de dormir, y temblando de frío. Mi tío
culpó a su avanzada edad, dijo Wilcox más tarde, el no reconocer con rapidez
los jeroglíficos y el dibujo. Muchas de sus preguntas le parecieron un poco
fuera de lugar a su visitante, especialmente aquellas que trataban de
relacionar a este último con sociedades y cultos extraños; y Wilcox no pudo
entender por qué mi tío le prometió repetidamente guardar silencio si admitía
ser miembro de una de las tan innumerables sectas paganas o místicas. Cuando el
profesor quedó al fin convencido de que Wilcox ignoraba de verdad toda doctrina
o cultos secretos, le suplicó que no dejara de informarle acerca de sus sueños.
Este pedido dio sus frutos, pues a partir de esa primera entrevista el
manuscrito menciona las visitas diarias del joven y la descripción de
sorprendentes visiones nocturnas cuyo tema principal era siempre unas
construcciones ciclópeas de piedra, húmedas y oscuras, y una voz o inteligencia
subterránea que gritaba una y otra vez, en enigmáticos y sensibles impactos,
algo indescriptible. Los dos sonidos que se repetían con más frecuencia eran
los representados por las palabras Cthulhu y R’lyeh.
El
23 de marzo, continuaba el manuscrito, Wilcox faltó a la cita. Una
investigación realizada en el hotel reveló que había sido atacado por una
fiebre de origen desconocido y que lo habían llevado a la casa de sus padres,
en la Calle Waterman. Se había puesto a gritar en medio de la noche,
despertando a varios artistas que vivían en el mismo hotel, y desde entonces
había pasado alternativamente de la inconsciencia al delirio. Mi tío telefoneó
en seguida a la familia, y desde ese momento siguió de cerca el caso, yendo a
menudo a la oficina del doctor Tobey, en Thayer Street, médico de cabecera del
joven. La mente febril de Wilcox alimentaba, aparentemente, extrañas imágenes;
el doctor se estremeció al recordarlas. No sólo incluían una repetición de los
sueños anteriores, sino también una criatura gigantesca “de varios kilómetros
de altura” que caminaba o se movía pesadamente. Wilcox nunca lo describía en
todos sus detalles, pero las pocas e incoherentes palabras que recordaba el
doctor Tobey convencieron al profesor de que aquél era el monstruo que el joven
había intentado representar. Cuando Wilcox se refería a su obra, añadió el
doctor, caía en seguida, invariablemente, en una especie de letargo. Cosa rara,
su temperatura no estaba nunca por encima de lo normal; sin embargo, su estado
se parecía más al de una fiebre violenta que al de un desorden del cerebro.
El
2 de abril a las tres de la tarde, la enfermedad cesó de pronto. Wilcox se
sentó en la cama, asombrado de encontrarse en la casa de sus padres, e
ignorando totalmente lo que había ocurrido en sus sueños o en la realidad desde
el 22 de marzo. Como el médico declarara que estaba curado, a los tres días
volvió a su hotel. Pero ya no le fue de ninguna utilidad al profesor Angell.
Junto con su enfermedad se habían desvanecido todos aquellos sueños, y luego de
oír durante una semana los relatos inútiles e irrelevantes de unas muy comunes
visiones, mi tío dejó de anotar los pensamientos nocturnos del artista.
Aquí
terminaba la primera parte del manuscrito, pero las abundantes notas invitaban
de veras a la reflexión. Sólo el escepticismo inveterado que informaba entonces
mi filosofía puede explicar mi persistente desconfianza. Las notas describían
lo que habían soñado diversas personas en el mismo período en que el joven
Wilcox había tenido sus extrañas revelaciones. Mi tío, parecía, había
organizado rápidamente una vasta encuesta entre casi todos aquellos a quienes
podía interrogar sin parecer impertinente, pidiendo que le contaran sus sueños
y le comunicaran las fechas de todas sus visiones notables. Las reacciones
habían sido variadas; pero el profesor recibió más respuestas que las que
hubiese obtenido cualquier otro hombre sin la ayuda de un secretario. Aunque no
conservó la correspondencia original, las notas formaban un completo y muy
significativo resumen. La aristocracia y los hombres de negocios -la tradicional
“sal de la tierra” de Nueva Inglaterra- dieron un resultado casi completamente
negativo, aunque hubo algunos pocos casos de informes de impresiones nocturnas,
siempre entre el 13 de marzo y el 2 de abril, período de delirio de joven
escultor. Los hombres de ciencia no fueron tampoco muy afectados, aunque por lo
menos cuatro vagas descripciones sugerían la visión fugaz de extraños paisajes,
y uno de ellos hablaba del temor a algo anormal.
Las
respuestas más pertinentes procedían de artistas y poetas, que si hubieran
podido comparar sus notas hubieran sido presas del pánico. Ante la falta de las
cartas originales, llegué a sospechar que el compilador había estado haciendo
preguntas insidiosas o había deformado el texto de la correspondencia para
corroborar lo que había resuelto ver. Por eso persistí en la creencia de que
Wilcox, conociendo de algún modo los viejos documentos reunidos por mi tío,
había estado engañándolo. Estas respuestas de los artistas narraban una
perturbadora historia. Entre el 28 de febrero y 2 de abril gran parte de ellos
había tenido sueños muy curiosos, alcanzando su máxima intensidad en el tiempo
del delirio del escultor. Una cuarta parte hablaba de escenas y sonidos
semejantes a los descritos por Wilcox y algunos confesaban su terror ante una
criatura gigantesca y sin nombre. Un caso, que las notas describían con
énfasis, era particularmente triste. El sujeto, un arquitecto muy conocido,
algo inclinado al ocultismo y la teosofía, se volvió completamente loco la
noche que llevaron al joven Wilcox a la casa de sus padres, y murió meses
después gritando que lo salvaran de algún escapado habitante del infierno. Si
mi tío hubiese conservado los nombres de estos casos, en vez de reducirlos a
números, yo hubiera podido hacer alguna investigación personal. Pero, como
estaban las cosas, sólo pude encontrar a unos pocos. Todos, sin embargo,
confirmaron las notas. Me pregunté a menudo si aquellos a quienes había
interrogado el profesor Angell se habían sentido tan intrigados como este
grupo. Nunca les di explicaciones, y es mejor así.
Los
recortes de prensa, como ya he dicho, trataban de casos de pánico, manía y
excentricidad, siempre en el mismo período. El profesor Angell debió de haber
empleado una agenda de recortes, pues el número de estos extractos era
prodigioso, y además procedían de todos los rincones del mundo. Uno describía
un suicidio nocturno en Londres: un hombre había saltado por una ventana luego
de lanzar un grito horrible. En una confusa carta al editor de un periódico
sudamericano un fanático anunciaba, apoyándose en sus visiones, un futuro
siniestro. Un despacho de California relataba que una colonia teosófica había
comenzado a usar vestiduras blancas ante la proximidad de un “glorioso
acontecimiento”, que no llegaba nunca, mientras las noticias de la India se
referían cautelosamente a una seria agitación de los nativos, producida a fines
de marzo. Las orgías vudúes se habían multiplicado en Haití, y en África se
había hablado de unos cantos misteriosos. Los oficiales norteamericanos
radicados en Filipinas habían tenido ciertas dificultades con algunas tribus, y
en la noche de 22 de marzo los policías de Nueva York habían sido molestados
por levantinos histéricos. Confusos rumores recorrieron también el oeste de
Irlanda, y un pintor llamado Ardois-Bonnot exhibió en 1926, en el salón de
primavera de París, un blasfemo Paisaje de Sueño. En los asilos de alienados
los desórdenes fueron tan numerosos que sólo un milagro logró impedir que el
cuerpo médico advirtiera curiosas semejanzas y sacara apresuradas conclusiones.
Una rara colección de recortes, de veras; apenas concibo hoy el crudo
racionalismo con que los hice a un lado. Pero quedé convencido de que el joven
Wilcox había tenido noticias de unos sucesos anteriores mencionados por el
profesor.
2.
El informe del inspector Legrasse
Los
sucesos anteriores por los que mi tío diera tanta importancia al sueño del
escultor y al bajorrelieve eran el tema de la segunda mitad del largo
manuscrito. Ya una vez, parecía, el profesor Angell había visto los odiosos
contornos del monstruo anónimo, había meditado sobre los desconocidos
jeroglíficos, y había oído las sílabas que sólo la palabra Cthulhu podía
traducir… Todo esto en circunstancias tan sobrecogedoras que no es raro que
persiguiese al joven Wilcox con preguntas y ruegos. Esta experiencia anterior
había ocurrido diecisiete años antes, en 1908, mientras la Sociedad
Norteamericana de Arqueología celebraba su consejo anual, en Saint-Louis. El
profesor Angell, por su autoridad y sus méritos, había desempeñado un papel
importante en todas las deliberaciones, y a él se acercaron varios profanos que
aprovechaban la oportunidad de la convocatoria para hacer preguntas y plantear
problemas.
El
jefe de ese grupo no tardó en convertirse en centro de atracción de todo el
congreso. Era un hombre de aspecto muy común, mediana edad, y que había hecho
el viaje de Nueva Orleáns a Saint-Louis en busca de cierta información que no
había podido obtener en su distrito. Se llamaba John Raymond Legrasse y era
inspector de policía. Traía consigo el objeto de su viaje: una estatuita de
piedra, repugnante y grotesca, muy antigua aparentemente, cuyo origen no había
logrado determinar.
No
debe creerse que el inspector Legrasse se interesara por la arqueología. Todo
lo contrario; su deseo de instruirse tenía como único origen razones puramente
profesionales. La estatuita, ídolo, fetiche o lo que fuese, había sido
capturada meses antes en los pantanos boscosos del sur de Nueva Orleáns, en el
curso de una expedición contra una presunta ceremonia vudú. Tan singulares y
odiosos eran los ritos, que la policía comprendió que se hallaba ante un culto
totalmente ignorado, e infinitamente más diabólico que los del vudú. Los
confusos e increíbles relatos arrancados por la fuerza a los prisioneros nada
informaron sobre su posible origen. De ahí el deseo de la policía de consultar
a alguna autoridad para identificar así el horrible símbolo, y seguir las
huellas del culto hasta sus fuentes.
El
inspector Legrasse no había esperado que su pedido convocara una impresión
semejante. La aparición de la curiosa estatuita bastó para excitar a los
hombres de ciencia, y pronto todos rodearon al inspector para contemplar de
cerca la diminuta figura cuya rareza y aspecto de genuina y abismal antigüedad
abrían perspectivas tan misteriosas y arcaicas. Nadie reconoció la escuela
escultórica de la que había nacido la estatua, y sin embargo centenares y hasta
miles de años parecían haberse posado en la oscura y verdosa superficie de
aquella piedra desconocida.
La
figura, que los miembros del congreso pasaron de mano en mano para estudiarla
con más minuciosidad, medía de unos veinte a veinticinco centímetros de altura
y estaba finamente labrada. Representaba un monstruo de contornos vagamente
antropoides, pero con una cabeza de pulpo cuyo rostro era una masa de
tentáculos, un cuerpo escamoso que sugería cierta elasticidad, cuatro
extremidades dotadas de garras enormes, y un par de alas largas y estrechas en
la espalda. Esta criatura, que exhalaba una malignidad antinatural, parecía ser
de una pesada corpulencia, y estaba sentada en un pedestal o bloque
rectangular, cubierto de indescriptibles caracteres. Las puntas de las alas
rozaban el borde posterior del bloque, el asiento ocupaba el centro, mientras
que las garras largas y curvas de las plegadas extremidades asían el borde
anterior y descendían hasta un cuarto de la altura del pedestal. La cabeza de
cefalópodo se inclinaba hacia el dorso de las garras enormes que apretaban las
elevadas rodillas. El conjunto daba una impresión de vida anormal, más
sutilmente terrorífico a causa de la imposibilidad de establecer su origen. Su
vasta, pavorosa e incalculable edad era innegable; sin embargo, nada permitía
relacionarlo con algún tipo de arte de los comienzos de la civilización.
El
material de la estatua encerraba otro misterio. No había nada parecido, en la
geología o la mineralogía, a aquella pieza jabonosa, verdinegra, de estrías
doradas o iridiscentes. Los caracteres de la base eran igualmente
desconcertantes, y ninguno de los miembros del congreso, a pesar de que
representaban a la mitad de las autoridades mundiales en esta esfera, pudo
descubrir el más remoto parentesco lingüístico. Tanto la figura como el
material pertenecían a algo increíblemente lejano, totalmente distinto de la
humanidad que conocemos: algo sugería, de un modo terrible, antiguos y profanos
ciclos en los que nuestro mundo y nuestras concepciones no habían participado.
Y,
sin embargo, mientras los miembros del congreso sacudían la cabeza y se
confesaban incapaces de resolver el misterio, uno de ellos creyó descubrir algo
raramente familiar en la efigie y los jeroglíficos, y al fin, no sin
reticencia, confesó lo que sabía. Este hombre era el hoy desaparecido William
Channing Webb, profesor de antropología en la Universidad de Princeton y
explorador de bastante renombre.
Cuarenta
y ocho años antes el profesor Webb había recorrido Groenlandia e Islandia en
busca de ciertas inscripciones rúnicas que hasta ese entonces no había podido descubrir.
En la costa occidental de Groenlandia se había encontrado con una tribu
degenerada de esquimales, cuya religión, un culto demoníaco curioso, lo había
impresionado sobremanera por su faz deliberadamente sanguinaria y repulsiva.
Era aquella una fe que los otros esquimales ignoraban casi del todo, y a la que
se referían estremeciéndose. Databa, decían, de épocas muy antiguas, anteriores
al nacimiento del mundo. Junto a ritos anónimos y sacrificios humanos había
invocaciones de origen tradicional dirigidas a un demonio supremo o tornasuk.
El profesor Webb había oído esa invocación en boca de un viejo angekok, o brujo
sacerdote, y la había transcrito fonéticamente, hasta donde era posible, en
caracteres romanos. Pero lo que ahora parecía importante era el fetiche adorado
en ese culto, y alrededor del cual bailaban los esquimales cuando la aurora
boreal brillaba muy por encima de los acantilados de hielo. Era, declaró el
profesor, un tosco bajorrelieve de piedra con una figura horrible y algunos
caracteres misteriosos. Creía recordar que se parecía, por lo menos en todos
los rasgos esenciales, a la criatura bestial que ahora estaban examinando.
Este
relato, recibido con asombro y sorpresa por los miembros del congreso, pareció
excitar al inspector Legrasse, que abrumó al profesor a preguntas. Habiendo
copiado una invocación recitada por uno de los oficiantes del pantano, rogó al
profesor Webb que tratase de recordar las sílabas recogidas en Groenlandia.
Siguió una comparación exhaustiva de todos los detalles y un instante de
sombrío silencio cuando el profesor y el detective convinieron en la virtual
identidad de las frases. He aquí, en sustancia (la división de las palabras fue
establecida de acuerdo con las pausas tradicionales observadas por los oficiantes),
lo que el brujo esquimal y los sacerdotes de Luisiana habían cantado a sus
ídolos:
Ph’nglui
mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah’nagl fhtagn.
Legrasse
había tenido más suerte que el profesor Webb, pues varios prisioneros le habían
revelado el sentido de esas palabras. Era algo así:
En
su casa de R’lyeh el fallecido Cthulhu espera soñando.
Y
entonces, respondiendo a un ruego general, el inspector relató minuciosamente
su experiencia con los fieles del pantano; veo ahora que mi tío dio gran
importancia a esa historia. Tenía cierto parecido con las ensoñaciones más
extravagantes de los teósofos y los creadores de mitos, y revelaba una
asombrosa imaginación de carácter cósmico que nadie hubiese esperado entre
parias y vagabundos.
El
1° de noviembre de 1907 la policía de Nueva Orleáns había recibido un alarmado
mensaje de la región pantanosa del Sur. Los colonos, gente primitiva, pero de
buen natural, descendientes en su mayor parte de Laffite, eran presas del
pánico a causa de algo desconocido que había invadido la región durante la
noche. Se trataba en apariencia de un culto vudú, pero de una especie más
terrible que todo lo que ellos conocían. Desde que el malévolo tamtam había
comenzado a sonar incesantemente en aquellos bosques oscuros donde nadie osaba aventurarse,
habían desaparecido varias mujeres y niños. Se habían oído gritos irracionales,
chillidos desgarradores y cantos lúgubres, y unas llamas diabólicas habían
bailado en la espesura. Los vecinos, añadía el aterrorizado mensajero, no
podían soportarlo.
En
las primeras horas de la tarde veinte policías partieron en dos carricoches y
un automóvil, guiados por el tembloroso colono. Cuando el camino se hizo
intransitable abandonaron los vehículos y durante varios kilómetros chapotearon
en silencio a través de los espesos bosques de cipreses donde nunca penetraba
la luz del día. Raíces tortuosas y nudos malignos de musgo español retardaban
la marcha, y de vez en cuando una pila de piedras húmedas o los fragmentos de
una pared en ruinas hacían más depresiva aquella atmósfera que los árboles
deformados y las colonias de hongos contribuían a crear. Al fin apareció un
miserable conjunto de chozas, y los histéricos colonos corrieron a agruparse
alrededor de las vacilantes linternas. El apagado golpear de los tamtams se oía
débilmente a lo lejos, la brisa traía muy de cuando en cuando un chillido que
helaba la sangre. Un resplandor rojizo parecía filtrarse por entre el follaje
pálido, más allá de las interminables avenidas de la noche selvática. A pesar
de su repugnancia a quedarse nuevamente solos, todos los habitantes del lugar
se negaron a avanzar un solo paso hacia la escena del culto maldito, de modo
que el inspector Legrasse y sus diecinueve colegas tuvieron que aventurarse sin
guías por aquellas negras arcadas de horror donde ninguno de ellos había puesto
el pie.
La
región en que ahora entraba la policía tenía tradicionalmente muy mala fama, y
en su mayor parte no había sido explorada por hombres blancos. Algunas leyendas
se referían a un lago secreto en que vivía una colosal e informe criatura, algo
parecida a un pólipo y de ojos fosforescentes, y, según los colonos, unos
demonios de alas de murciélago salían a medianoche de sus cavernas para adorar
al monstruo. Afirmaban que éste estaba allí desde antes que La Salle, de los
indios, y aun de las bestias y pájaros del bosque. Era una verdadera pesadilla,
y verlo significaba la muerte. Pero se aparecía en sueños a los hombres, y eso
bastaba para que éstos se mantuviesen alejados. La orgía vudú se desarrollaba en
los límites extremos del área aborrecida, pero aun así el emplazamiento era
bastante malo, y eso quizá había aterrorizado a los colonos más que los
chillidos o incidentes.
Sólo
la poesía o la locura podían haber reproducido los ruidos que oyeron los hombres
de Legrasse mientras atravesaban lentamente el sombrío pantano, acercándose a
la luz rojiza y a los apagados tamtams. Hay una cualidad vocal propia de las
bestias; y nada más terrible que oír una de ellas cuando el órgano de donde
proviene debería emitir otra. Una furia animal y una licencia orgiástica se
exacerbaban allí hasta alcanzar alturas demoníacas con gritos y aullidos
extáticos que reverberaban en los bosques tenebrosos como ráfagas pestilentes
surgidas de los abismos del infierno. De vez en cuando cesaban los gritos y lo
que parecía un coro de voces roncas entonaba la odiosa melopea1:
Ph’nglui
mglw’nafh Cthulhu R’lyeh wgah’nagl fhtagn.
Por
fin los hombres llegaron a un sitio donde el bosque era menos denso, y se
encontraron de pronto en el lugar mismo de la escena. Cuatro trastabillaron, un
quinto perdió el conocimiento, y otros dos lanzaron un grito de horror que, por
suerte, fue apagado por el tumulto salvaje de la orgía. Legrasse roció con agua
pantanosa el rostro del hombre desvanecido, y luego todos contemplaron el
espectáculo fascinados por el horror.
En
un claro natural del pantano se alzaba una isla verde de tal vez un acre de
extensión, desprovista de árboles y bastante seca. Allí saltaba y se retorcía
una horda de anormalidades humanas más indescriptibles que cualquiera de las
que hubiese podido pintar un Sime o un Angarola. Sin ropas, esta híbrida
muchedumbre bramaba, rugía y se contorsionaba alrededor de una hoguera
circular. De vez en cuando se abrían las cortinas de fuego y se podía
distinguir en el centro un bloque de granito de unos dos metros y medio de
alto, en cuya cima, incongruente por su pequeñez, se alzaba la funesta
estatuita. En diez cadalsos instalados a intervalos regulares en un ancho
círculo que rodeaba la hoguera, con el monolito como centro, colgaban con la
cabeza hacia abajo los cuerpos extrañamente mutilados de los desaparecidos
colonos. Dentro de este círculo saltaba y rugía el anillo de fieles, moviéndose
de izquierda a derecha en una bacanal interminable entre el círculo de
cadáveres y el círculo de fuego.
Pudo
haber sido sólo la imaginación o pudo haber sido un simple eco, pero uno de los
hombres, un impresionable español, creyó oír que las invocaciones eran seguidas
por unas respuestas antifonales que procedían de un lejano y sombrío lugar,
situado en lo más profundo de aquel bosque de leyenda. Este hombre, Joseph D.
Gálvez, a quien más tarde encontré e interrogué, era desbordantemente
imaginativo. Llegó a decir que había oído el débil golpear de unas grandes alas
y que había vislumbrado unos ojos luminosos y una enorme masa blanca detrás de
los árboles más lejanos. Pero creo que estaba demasiado influido por las
supersticiones locales.
La
inactividad de los hombres paralizados fue comparativamente de poca duración.
El deber venció pronto todas las dudas, y aunque los celebrantes debían de
llegar al centenar, la policía, confiada en sus armas de fuego, irrumpió en
medio de la horda. Durante cinco minutos el caos y el tumulto fueron indescriptibles.
Hubo furiosos golpes, disparos y huidas. Pero finalmente Legrasse pudo contar
cuarenta y siete prisioneros, a los que obligó a vestirse rápidamente, y que
rodeó de policías. Cinco de los celebrantes habían muerto, y otros dos, muy
malheridos, fueron transportados por sus cómplices en improvisadas parihuelas.
La imagen del monolito fue sacada con todo cuidado y llevada por Legrasse.
Examinados
en el cuartel de la policía, luego de un viaje agotador, los prisioneros
resultaron ser mestizos de muy baja ralea, y mentalmente débiles. Eran en su
mayor parte marineros, y había algunos negros y mulatos, procedentes casi todos
de las islas de Cabo Verde, que daban un cierto matiz vudú a aquel culto
heterogéneo. Pero no se necesitaron muchas preguntas para comprobar que se
trataba de algo más antiguo y profundo que un fetichismo africano. Aunque
degradados e ignorantes, los prisioneros se mantuvieron fieles, con
sorprendente consistencia, a la idea central de su aborrecible culto.
Adoraban,
dijeron, a los Grandes Antiguos que eran muy anteriores al hombre y que habían
llegado al joven mundo desde el cielo. Esos Antiguos se habían retirado ahora
al interior de la tierra y al fondo del mar, pero sus cadáveres se habían
comunicado en sueños con el primer hombre, quien inventó un culto que nunca
había muerto. Este era ese culto, y los prisioneros dijeron que había existido
siempre y que siempre existiría, ocultándose en lejanías desiertas y lugares
retirados hasta que el gran sacerdote Cthulhu saliese de su sombría morada en
la ciudad submarina de R’lyeh para reinar otra vez sobre la Tierra. Algún día
vendría, cuando los astros ocuparan una determinada posición; y el culto
secreto estaría allí, esperándolo.
Mientras
tanto no podían decir nada más. Se trataba de un secreto que ni la tortura
podría arrancarles. La humanidad no era lo único consciente en la Tierra, pues
había unas formas que emergían de la sombra para visitar a sus escasos fieles.
Pero éstas no eran los Grandes Antiguos. Ningún ser humano había visto a los
Antiguos. El ídolo de piedra representaba al gran Cthulhu, pero nadie podía
decir si los otros eran o no como él. Nadie era capaz de descifrar ahora la
antigua escritura; muchas cosas se transmitían oralmente. La invocación ritual
no era el secreto. Éste no se comunicaba nunca en voz alta. El canto
significaba: “En su casa de R’lyeh el fallecido Cthulhu espera soñando”.
Sólo
dos de los prisioneros fueron juzgados bastante cuerdos y se les ahorcó; el
resto fue enviado a diversas instituciones. Todos negaron haber participado en
los crímenes rituales, y afirmaron que los culpables de aquellas muertes eran
los Alas-Negras que habían venido hasta ellos desde su refugio inmemorial en el
bosque encantado. Pero nada coherente se pudo saber de aquellos aliados
misteriosos. Lo que la policía logró obtener salió en su mayor parte de un
viejísimo mestizo llamado Castro, quien pretendía haber tocado puertos
distantes y hablado con los jefes inmortales del culto en las montañas de
China.
El
viejo Castro recordaba fragmentos de odiosas leyendas que empequeñecían las
especulaciones de los teósofos y hacían de nuestro mundo algo reciente y fugaz.
En ciclos muy lejanos otros seres habían gobernado la Tierra. Habían vivido en
grandes ciudades, y sus vestigios podían encontrarse aún -le habían dicho a
Castro los inmortales de China- en unas piedras ciclópeas de algunas islas del
Pacífico. Habían muerto muchísimo antes de la aparición del hombre, pero había
artes que podrían revivirlos cuando los astros volvieran a ocupar su justa
posición en los cielos de la eternidad. Estos seres, indudablemente, procedían
de las estrellas y habían traído sus imágenes con ellos.
Estos
Grandes Antiguos, continuó Castro, no eran de carne y hueso. Tenían forma -¿no
lo probaba acaso esta imagen estelar?-, pero esa forma no era material. Cuando
las estrellas eran propicias iban de mundo en mundo a través del cielo; pero
cuando eran desfavorables, no podían vivir. Pero aunque ya no viviesen, no
habían muerto en realidad. Yacían todos en casas de piedra en la gran ciudad de
R’lyeh, preservada por los sortilegios del gran Cthulhu para el día que las
estrellas y la Tierra pudiesen recibir su gloriosa resurrección. Pero en esa
época alguna fuerza exterior debía ayudar a la liberación de sus cuerpos. Los
conjuros que impedían que se descompusieran impedían también que se moviesen, y
los Antiguos tenían que contentarse con yacer y pensar en la oscuridad mientras
transcurrían millones de años. Conocían todo lo que ocurría en el mundo, pues
su lenguaje consistía en la transmisión del pensamiento. En ese mismo instante
hablaban en sus tumbas. Cuando, luego de un caos infinito, aparecieron los
primeros hombres, los Grandes Antiguos hablaron a los más sensibles
moldeándoles los sueños.
Aquellos
primeros hombres, murmuró Castro, establecieron el culto con que se adoraba a
los ídolos de los Grandes Antiguos; ídolos traídos de estrellas oscuras en una
época infinitamente lejana. Ese culto no moriría hasta que las estrellas
volvieran a ser favorables. Los sacerdotes sacarían entonces al gran Cthulhu de
su tumba para que reviviese a sus vasallos y volviera a asumir su reinado en la
Tierra. Ese tiempo sería fácil de conocer, pues entonces la humanidad se
parecería a los Grandes Antiguos: salvaje y libre, más allá del bien y del mal,
sin moral y sin ley. Y todos los hombres gritarían y matarían, y gozarían
alegremente. Los Antiguos, liberados, enseñarían nuevos modos de gritar y matar
y gozar, y el mundo entero ardería en un holocausto de libertad y éxtasis. Mientras
tanto, el culto, con apropiados ritos, debía conservar el recuerdo de aquellos
días antiguos y presagiar su retorno.
En
los primeros tiempos algunos hombres escogidos habían hablado en sueños con
aquellos seres, pero luego algo había pasado. La gran ciudad de piedra de
R’lyeh, con sus monolitos y sepulcros, se había hundido bajo las olas, y las
aguas de los abismos, con ese misterio primigenio en que nadie había pensado ni
siquiera en penetrar, habían interrumpido esas citas espectrales. Pero los recuerdos
no morían, y los altos sacerdotes afirmaban que cuando los astros fuesen
favorables la ciudad volvería a la superficie. Entonces los viejos espíritus de
la Tierra, mohosos y sombríos, saldrían de sus subterráneos y propagarían los
rumores recogidos allá, en olvidados fondos del océano. Pero de ellos el viejo
Castro no se atrevía a hablar. Se interrumpió de pronto y ni la persuasión ni
las sutilezas pudieron arrancarle otras informaciones. Tampoco quiso mencionar,
curiosamente, el tamaño de los Antiguos. En cuanto al culto, afirmó que su
centro debía encontrarse en los desiertos intransitados de Arabia, donde Irem,
la ciudad de los Pilares, sueña aún intacta y secreta. No tenía relación alguna
con la brujería europea y sólo era conocido por sus miembros. Ningún libro
aludía a él, aunque los chinos inmortales decían que en el Necronomicón del
árabe loco Abdul Alhazred había un sentido oculto que el iniciado podía
interpretar de muy diversas maneras, especialmente en el tan discutido dístico:
No
está muerto quien puede yacer eternamente, y en épocas extrañas hasta la muerte
puede morir.
Legrasse,
profundamente impresionado, y no poco intrigado, había buscado sin éxito las
filiaciones históricas del culto. Castro, aparentemente, había dicho la verdad
al afirmar que era un secreto. Las autoridades de la Universidad de Tulane no
pudieron arrojar luz alguna sobre el culto o la imagen, y ahora recurría a las
mayores autoridades y se encontraba nada menos que con el episodio de
Groenlandia del profesor Webb.
El
ferviente interés que despertó el relato de Legrasse, corroborado por la
presencia de la estatuita, tuvo algún eco en las cartas que intercambiaron
luego los miembros del congreso; pero apenas hay alguna mención en el informe
oficial. La prudencia es preocupación primordial de aquellos que se enfrentan a
menudo a la charlatanería y la impostura. Legrasse prestó durante un tiempo la
estatua al profesor Webb, pero a la muerte de este último le fue devuelta, y
está desde entonces en su casa. Allí la he visto no hace mucho tiempo. Es de
veras algo estremecedor, e indiscutiblemente parecida a la escultura labrada en
sueños por el joven Wilcox.
No
me asombró que mi tío se hubiese excitado con el relato del joven. ¿Qué pudo
pensar al saber, ya enterado de la información recogía por Legrasse, que un
joven sensible no sólo había soñado la figura y los jeroglíficos de las
imágenes del pantano y de Groenlandia, sino que también había oído en sueños
tres de las palabras de la fórmula repetida por los maestros de Luisiana y los
diabólicos esquimales? Era natural que el profesor Angell hubiese iniciado
instantáneamente una minuciosa investigación, aunque yo en mi fuero interno
sospechaba que el joven Wilcox había oído hablar del culto, y había inventado
una serie de sueños para acrecentar el misterio ante los ojos de mi tío. El
relato de los otros sueños y los recortes coleccionados por el profesor
parecían corroborar la historia del joven; pero mi bien fundado racionalismo y
la total extravagancia del asunto me llevaron a adoptar las conclusiones que
estimé más razonables. De modo que luego de estudiar otra vez el manuscrito y
comparar las notas teosóficas y antropológicas con la descripción del culto que
había hecho Legrasse, viajé a Providence para ver al escultor e increparle el
haberse burlado de tal modo de un sabio anciano.
Wilcox
vivía aún, solo, en el Fleur de Lys de la Calle Thomas, desagradable imitación
victoriana de la arquitectura bretona del siglo XVII. La fachada de estuco del
hotel lucía ostentosamente entre las encantadoras casas coloniales y a la
sombra del más hermoso campanario georgiano que pudiera verse en Norteamérica.
Encontré a Wilcox en sus habitaciones, sumido en su labor, y comprendí en
seguida, por las piezas que lo rodeaban, que su genio era profundo y auténtico.
Creo
que durante un tiempo Wilcox figurará entre los grandes decadentes; pues ha
cristalizado en arcilla, y reflejará un día en el mármol, esas pesadillas y
fantasías evocadas en prosa por Arthur Machen y que Clark Ashton Smith ha hecho
visibles en versos y pinturas.
Moreno,
frágil y de aspecto un poco descuidado, Wilcox se volvió lánguidamente y sin
dejar su silla me preguntó qué deseaba. Cuando le dije quién era, manifestó
cierto interés, pues mi tío había excitado su curiosidad al examinar sus raros
sueños, aunque sin expresar las razones de ese examen. Sin sacarlo de su
ignorancia, traté prudentemente de hacerlo hablar.
Poco
tiempo me bastó para convencerme de que era absolutamente sincero; hablaba de
sus sueños de un modo inequívoco. Esos sueños, y su residuo subconsciente,
habían influido profundamente en su arte, y me mostró una estatua mórbida cuyo
modelado me estremeció, casi, por la fuerza de su oscura sugestión. No
recordaba haber visto el original excepto en el bajorrelieve creado durante un
sueño, pero los contornos se habían formado insensiblemente bajo sus manos.
Era, sin duda, la forma gigantesca de la que había hablado en su delirio.
Comprobé muy pronto que no sabía nada del culto, salvo lo que el constante
interrogatorio de mi tío había dejado escapar, y traté otra vez de concebir de
qué modo podía haber recibido esas impresiones sobrenaturales.
Hablaba
de sus sueños de un modo extrañamente poético, haciéndome ver con terrible
claridad la ciudad ciclópea de piedra verde y musgosa -cuya geometría, añadió
curiosamente, era totalmente errónea-, y oí otra vez con un temor expectante el
subterráneo llamado mental: Cthulhu fhtagn, Cthulhu fhtagn.
Esas
palabras figuraban en la temible invocación que evocaba el sueño-vigilia de
Cthulhu en su bóveda de piedra de R’lyeh, y a pesar de mis racionales ideas me
sentí profundamente perturbado. Wilcox, era indudable, había oído hablar
casualmente del culto, y lo había olvidado en seguida en la masa de las
lecturas y concepciones igualmente fantásticas. Más tarde, en virtud de su
impresionable carácter, el culto había encontrado un modo de expresión
subconsciente en los sueños, el bajorrelieve de arcilla y la estatua que yo
estaba ahora contemplando. De modo que la superchería había sido involuntaria.
El joven tenía unos modales un poco afectados, y un poco vulgares, que me
desagradaban de veras; pero yo ya estaba dispuesto a admitir tanto su genio
como su honestidad. Me despedí amablemente, y le deseé todo el éxito que su
talento prometía.
El
asunto del culto continuó fascinándome y a veces imaginaba poder adquirir un
gran renombre investigando su origen y relaciones. Visité Nueva Orleáns, hablé
con Legrasse y otros de los que habían participado en aquella vieja expedición,
examiné la estatuita y hasta interrogué a los prisioneros que todavía vivían.
El viejo Castro, por desgracia, había muerto hacía varios años. Lo que escuché
entonces de viva voz, aunque no fue más que una confirmación detallada de los
escritos de mi tío, acrecentó mi interés, y tuve la seguridad de estar sobre la
pista de una religión muy antigua y secreta cuyo descubrimiento me convertiría
en un antropólogo famoso. Mi actitud era aún entonces absolutamente
materialista, como aún quisiera que lo fuese, y por una inexplicable
perversidad mental rechacé la coincidencia de los sueños y los recortes
coleccionados por el profesor Angell.
Hubo
algo, sin embargo, que comencé a sospechar y que ahora creo saber: la muerte de
mi tío no fue nada natural. Cayó al suelo en la colina, en una de las estrechas
callejuelas que partían de unos muelles donde abundaban los mestizos
extranjeros, luego del descuidado empujón de un marinero de tez oscura. Yo no
había olvidado que los oficiales de Luisiana se distinguían por la mezcla de sangres
y sus intereses marinos, y no me hubiera sorprendido conocer la existencia de
agujas venenosas y métodos criminales secretos tan faltos de piedad como
aquellas creencias y ritos misteriosos. Legrasse y sus hombres, es cierto, no
habían sido molestados; pero en Noruega acaba de morir un marino que veía
cosas. ¿No pudieron haber llegado a oídos siniestros las investigaciones
realizadas por mi tío luego de encontrarse con el escultor? Creo hoy que el
profesor Angell murió porque sabía o quería saber demasiado. Es posible que me
espere un fin semejante, pues yo también he aprendido mucho.
3.
La locura del mar
Si
el cielo decidiese algún día acordarme un insigne favor, borraría totalmente de
mi memoria el descubrimiento que hice, por simple casualidad, al echar una
ojeada a una hoja de periódico que recubría un estante. Era un viejo número del
Boletín de Sidney del 18 de abril de 1925, con el cual no hubiese podido dar en
mi vida cotidiana. Había pasado inadvertido hasta para la agencia de recortes
que había estado coleccionando ávidamente durante esa época materiales para mi
tío. Había yo casi abandonado mis investigaciones cerca de lo que el profesor
llamaba el “culto de Cthulhu” y me encontraba de visita en casa de un docto
amigo de Patterson, Nueva Jersey, conservador del museo local y mineralogista
de renombre. Examinando un día los ejemplares de reserva, amontonados en
desorden en los estantes de una de las salas del fondo del museo, mi mirada se
detuvo en la rara ilustración de uno de los periódicos extendido bajo las
piedras. Era el Boletín de Sidney que he mencionado. Mi amigo tenía
corresponsales en todos los países extranjeros imaginables. La imagen era una
fotografía en sepia de una odiosa estatuita de piedra casi igual a la que
Legrasse había encontrado en el pantano.
Despojé
vivamente a la hoja de su precioso contenido, leí el artículo con cuidado y
lamenté su brevedad. Lo que sugería, sin embargo, era de suma importancia para
mi ya vacilante búsqueda. Arranqué cuidadosamente la noticia con el propósito
de ponerme en seguida en acción. He aquí el contenido:
Misterioso
barco a la deriva rescatado en alta mar
El
Vigilant arribó remolcando a un yate neozelandés armado. Un muerto y un
sobreviviente a bordo. Relatan combates furiosos y muertes en alta mar.
Marinero rescatado se niega a dar detalles de la misteriosa experiencia. Ídolo
extraño hallado en su poder. Se iniciará una investigación.
El
carguero Vigilant de la compañía Morrison, procedente de Valparaíso, arribó
esta mañana a su puesto de amarre en la Bahía de Darling remolcando al yate
Alert de Dunedin N.2 con serias averías, pero dotado aún de un poderoso
armamento. El yate fue avistado el 12 de abril a los 34°21′ de latitud sur, y a
los 152°17′ longitud oeste, con un muerto y un sobreviviente a bordo.
El
Vigilant dejó Valparaíso el 25 de marzo, y el 2 de abril fue alejado
considerablemente de su curso, en dirección sur, por excepcionales tormentas y
enormes olas. El 12 de abril avistó el buque a la deriva. En apariencia había
sido abandonado, pero luego descubrió que llevaba un sobreviviente en estado de
delirio, y un hombre muerto por lo menos desde hacía una semana.
El
sobreviviente apretaba entre sus manos una piedra horrible de origen
desconocido, de unos treinta centímetros de alto, cuyo origen los profesores de
la Universidad de Sidney, la Sociedad Real y el museo de la Calle College no
pudieron determinar, y que el hombre afirmaba haber descubierto en la cabina
del yate, en un altarcito rudimentario.
Este
hombre, ya recobrado, relató una historia de piratería y violencia sumamente
extraña. Se trata de un noruego llamado Gustaf Johansen, de cierta cultura,
segundo oficial en la goleta Emma de Auckland, que partió para el Callao el 20
de febrero, con una tripulación de 20 hombres.
El
Emma, dijo, fue retrasado y alejado considerablemente de su ruta por la
tormenta del 1° de marzo, y el 22 del mismo mes a los 49°51′ de latitud sur y a
los 128°54′ de longitud este encontró al Alert conducido por una tripulación de
canacos2 y mestizos de aspecto patibulario. El capitán Collins no obedeció la
orden de virar, y la tripulación del yate abrió fuego sin aviso con una batería
de cañones de bronce particularmente pesada.
Los
marineros del Emma, dijo el sobreviviente, se resistieron con valentía, y
aunque la goleta comenzó a hundirse, pues varios proyectiles habían alcanzado
la línea de flotación, lograron acercarse al enemigo y lo abordaron poniéndose
a luchar en cubierta. Como los tripulantes del yate combatían de un modo torpe y
cruel, tuvieron que matarlos a todos.
Tres
de los hombres del Emma, incluso el capitán Collins y el primer oficial Gree,
murieron; y los ocho restantes, bajo el mando del segundo oficial, Johansen, se
pusieron a navegar en la dirección seguida originalmente por el yate, a fin de
descubrir por qué motivo se les había ordenado cambiar de rumbo.
Al
día siguiente desembarcaron en una islita que no figuraba en ningún mapa. Seis
de los hombres murieron allí, aunque Johansen se mostró particularmente
reticente a este respecto y dijo que habían caído en una grieta entre las
rocas.
Más
tarde, parece, Johansen y sus compañeros volvieron al yate y trataron de
hacerlo navegar, pero fueron vencidos por la tormenta del 2 de abril.
Desde
ese día hasta el 12 de abril, fecha en que fue recogido por el Vigilant,
Johansen no recuerda nada, ni siquiera cuándo murió su compañero William
Briden. La muerte no se debió aparentemente a otra causa que a privaciones.
Cables
procedentes de Dunedin informan que el Alert era muy conocido como barco de
carga y tenía muy mala reputación. Pertenecía a un curioso grupo de mestizos
cuyas frecuentes incursiones nocturnas a los bosques atraían no poca
curiosidad. Luego de la tormenta y los temblores de tierra del 1° de marzo se
había hecho apresuradamente a la vela.
Nuestro
corresponsal en Auckland afirma que el Emma y sus tripulantes gozaban de una
excelente reputación y que Johansen es un hombre digno de toda confianza.
El
almirantazgo va a iniciar una investigación sobre este asunto, durante la cual
se tratará de convencer a Johansen para que hable más libremente.
Esto
era todo, además de la diabólica imagen, ¡pero qué pensamientos despertó en mi
mente! Estas nuevas y preciosas noticias acerca del culto de Cthulhu probaban
que éste tenía fieles seguidores tanto en el mar como en la tierra. ¿Qué motivo
había impulsado a la híbrida tripulación a ordenar el regreso del Emma mientras
navegaban con su ídolo? ¿Qué isla desconocida era aquella en que habían muerto
seis de los tripulantes, acerca de la cual el contramaestre Johansen se
mostraba tan reticente? ¿Qué resultado había tenido la investigación del
almirantazgo y qué se sabía del odioso culto en Dunedin? Y lo más
extraordinario, ¿qué profunda y natural relación de hechos era esta que daba
una significación maligna e innegable a los sucesos tan cuidadosamente anotados
por mi tío?
El
1° de marzo -el 28 de febrero de acuerdo con el huso horario internacional- se
habían producido una tormenta y un terremoto. El Alert y su malencarada
tripulación habían dejado rápidamente Dunedin como obedeciendo un imperioso
llamado, y en el otro extremo de la Tierra poetas y artistas habían comenzado a
soñar con una ciclópea ciudad submarina mientras un joven escultor modelaba, en
sueños, la forma del terrible Cthulhu. El 23 de marzo la tripulación del Emma
desembarcaba en una isla desconocida, perdiendo allí seis hombres; y en esa
misma fecha los sueños de algunas personas alcanzaron su mayor intensidad y se
oscurecieron con el terror de un monstruo maligno y gigantesco, mientras un
arquitecto se volvía loco y un escultor caía presa del delirio. ¿Y qué pensar
de esa tormenta del 2 de abril, fecha en que cesaron todos los sueños de la
ciudad sumergida, y Wilcox salió indemne de aquella fiebre extraña? ¿Qué pensar
igualmente de aquellas alusiones del viejo Castro a los Antiguos venidos de las
estrellas y a su reino próximo, y a su culto, y a su gobierno de los sueños?
¿Estaba balanceándome en el borde de un abismo de horrores cósmicos,
insoportables para un ser humano? En todo caso no afectaron sino a la mente,
pues el 2 de abril puso término de algún modo a la monstruosa amenaza que había
sitiado el alma de los hombres.
Aquella
tarde, luego de haber pasado el día enviando telegramas y haciendo urgentes
preparativos, me despedí de mi huésped y tomé un tren para San Francisco. En
menos de un mes llegué a Dunedin, donde, sin embargo, descubrí que se sabía muy
poco de los extraños miembros del culto que habían vivido en las posadas
marineras. El vagabundeo en los muelles era asunto demasiado común, y no valía
la pena mencionarlo; pero algo oí a propósito de una expedición terrestre
realizada por estos mestizos durante la cual se escuchó el débil golpear de
unos tambores y se vio un fuego rojo en las colinas lejanas.
En
Auckland me enteré de que Johansen había vuelto a Sidney, donde acababa de
sometérsele a un inútil interrogatorio, con el pelo totalmente cano, y que
luego de vender su casita de la Calle West había regresado con su mujer a su
viejo hogar, en Oslo. De su aventura no dijo a sus amigos más de lo que ya
sabían los oficiales del almirantazgo, y todo lo que pudieron hacer fue darme
su nueva dirección.
Volví
entonces a Sidney y hablé sin éxito con gente de mar y miembros de la corte. Vi
el Alert en Circular Quay, en la bahía de Sidney, pero nada me reveló su casco.
La imagen en cuclillas, de cabeza de pulpo, cuerpo de dragón, alas escamosas y
pedestal con jeroglíficos, se conservaba en el museo de Hyde Park. La examiné
con cuidado y descubrí que estaba exquisitamente labrada, y tenía el mismo
profundo misterio, terrible antigüedad y sobrenatural rareza de material que el
ejemplar más pequeño de Legrasse. Para los geólogos, me dijo el conservador del
museo, la estatua era un enigma monstruoso, y juraban que no había en el mundo
una roca parecida. Recordé, estremeciéndome, lo que había dicho el viejo Castro
a Legrasse a propósito de los primeros Grandes Antiguos: “Vinieron de las
estrellas y trajeron consigo sus imágenes”.
Profundamente
perturbado resolví visitar al oficial Johansen en Oslo. Llegué a Londres, me
reembarqué en seguida para la capital de Noruega, y un día de otoño eché pie a
tierra en un limpio desembarcadero, a la sombra del Egeberg.
La
casa de Johansen, descubrí, estaba situada en la Ciudad Vieja del rey Harold
Haardrada, que había conservado el nombre de Oslo durante los siglos en que la
ciudad principal adoptara el nombre de Cristianía. Hice el corto viaje en un
taxi y golpeé con el corazón tembloroso la puerta de una casa vieja y limpia de
frente enyesado. Salió a recibirme una mujer de cara triste, vestida de negro,
quien me comunicó en un inglés vacilante que Gustav Johansen no era ya de este
mundo.
No
había sobrevivido mucho a su regreso, pues su aventura marina de 1925 le había
destrozado la salud. La mujer no sabía más que el público, pero Johansen había
dejado un largo manuscrito, que trataba “asuntos técnicos”, escrito en inglés
con la intención manifiesta de que su esposa no lo entendiese. Mientras paseaba
por una callejuela, cerca del muelle de Gothenburg, un atado de viejos
periódicos, salido de la ventana de un altillo, lo golpeó y lo hizo caer. Dos
marineros indios lo ayudaron en seguida a levantarse, pero el hombre murió
antes de que llegase la ambulancia. Los médicos, incapaces de precisar la causa
del deceso, lo habían atribuido a un malestar del corazón y a un debilitamiento
general.
Sentí
entonces que un oscuro terror, que no me abandonaría hasta que a mí también me
fuese acordado el eterno reposo, “accidentalmente” o por otro motivo, me
traspasaba los huesos. Habiendo persuadido a la viuda de que mi conocimiento de
esos “asuntos técnicos” me autorizaba a poseer el manuscrito, me llevé el
documento y comencé a leerlo en el barco que me conducía a Londres.
Era
un relato simple, desordenado; un diario de mar redactado de memoria en que se
intentaba recoger día a día aquel último y terrible viaje. No lo transcribiré
literalmente a causa de sus oscuridades y redundancias, pero mi resumen bastará
para explicar por qué el rumor de las aguas contra los costados del buque se me
hizo tan intolerable que tuve que taponarme los oídos.
Johansen,
gracias a Dios, no lo sabía todo, aunque vio la ciudad y el monstruo; pero yo
ya no podré dormir en paz mientras recuerde el horror que espera emboscado del
otro lado de la vida, en el tiempo y el espacio, y aquellas malditas criaturas
que vinieron de los astros más antiguos y que sueñan en las profundidades del
mar, conocidas y favorecidas por un culto de pesadilla decidido a lanzarlas sobre
nuestro planeta cada vez que algún terremoto vuelva a elevar la monstruosa
ciudad de piedra al aire y la luz del sol.
El
viaje de Johansen había comenzado tal como lo declarara él mismo ante el
almirantazgo. El Emma había dejado Auckland en lastre el 20 de febrero, y
sintió todo el impacto de esa tempestad consecutiva al terremoto que arrancó a
los abismos marinos el horror que pobló los sueños de los hombres. Recobrado el
gobierno, el buque navegó favorablemente hasta encontrarse con el Alert el 22
de marzo (y sentí la pena del oficial al describir el bombardeo y el
hundimiento de su nave). De los mestizos del yate, Johansen hablaba con un
horror realmente significativo. Había algo abominable en ellos que hacía que su
destrucción pareciese casi un deber, y Johansen se sorprende ante la acusación
de crueldad que contra él y sus compañeros hizo la corte. Ya en el yate
capturado, Johansen y sus hombres, impulsados por la curiosidad, prosiguen
viaje hasta avistar una alta columna de piedra que emerge del océano, y a los
49°9′ de latitud oeste, y 126°43′ de longitud sur, se encuentran ante una costa
barrosa, y una albañilería ciclópea cubierta de algas que no puede ser sino la
sustancia tangible del terror supremo del universo: la ciudad muerta de R’lyeh,
construida hace millones de años, antes de los comienzos de nuestra historia,
por las enormes y espantosas criaturas que descendieron desde unos astros
desconocidos. Allí yacen el gran Cthulhu y sus compañeros, ocultos en unas
bóvedas verdes y húmedas desde donde envían, luego de incalculables ciclos,
pensamientos que aterrorizan a los hombres sensibles y reclaman imperiosamente
a los fieles del culto que inicien el peregrinaje de la liberación y la
restauración. El oficial Johansen ignoraba todo esto, ¡pero Dios sabe bien que
había visto bastante!
Creo
que emergió de las aguas sólo la cima de la ciudadela, coronada por un enorme
monolito, donde yace el gran Cthulhu. Cuando imagino el tamaño de todo lo que
puede esconder el fondo del océano, siento deseos de morir sin esperar ya más.
Johansen y sus hombres se sintieron aterrados ante la majestad cósmica de esta
húmeda Babilonia habitada por demonios, y debieron sospechar, instintivamente,
que no pertenecía ni a éste ni a ningún otro planeta similar. En todas las líneas
de la estremecida descripción de Johansen se advierte el mismo pavor; ante el
tamaño indescriptible de los bloques de piedra verde, ante la altura
vertiginosa del monolito labrado, ante la asombrosa identidad de esas colosales
estatuas y bajorrelieves con la rara imagen encontrada en la sentina del Alert.
Sin
conocer el futurismo, Johansen describe, al hablar de la ciudad, algo muy
parecido a una obra futurista. En vez de referirse a una estructura definida,
algún edificio, se reduce a hablar de vastos ángulos y superficies pétreas…
superficies demasiado grandes para ser de este mundo, y cubiertas por
jeroglíficos e imágenes horribles. Menciono estos ángulos pues me recuerdan los
sueños que me relató Wilcox. El joven escultor afirmó que la geometría de la
ciudad de sus sueños era anormal, no euclidiana, y que sugería esferas y
dimensiones distintas de las nuestras. Ahora un marino ilustrado tenía ante la
terrible realidad la misma impresión.
Johansen
y sus hombres desembarcaron en la playa de esta monstruosa acrópolis y se
treparon, resbalando, por los titánicos y musgosos escalones que ningún ser
humano hubiera podido edificar. El sol mismo parecía deformado cuando se lo
miraba a través de las miasmas polarizadas que emanaban de esta perversión submarina;
una amenaza tortuosa acechaba en esos ángulos desconcertantes donde una segunda
mirada descubría una concavidad donde se había creído ver la convexidad.
Todos
los exploradores, aun antes de ver algo definido (salvo las rocas, los musgos y
las algas) se sintieron presas de un indefinible terror. Todos habrían escapado
si no hubiesen temido la burla de los otros, y sólo de mala gana se decidieron
a buscar -vanamente, como comprendieron más tarde- algo que sirviese de
recuerdo.
Rodríguez,
el portugués, fue el primero en llegar a la base del monolito y les gritó a los
otros lo que acababa de descubrir. Poco más tarde los hombres contemplaron
curiosamente una enorme puerta de piedra labrada con el ya familiar
bajorrelieve del pulpo-dragón. Se parecía, dice Johansen, a la enorme puerta de
un granero. Todos vieron allí una puerta, ya que estaba encuadrada en un
umbral, un dintel y dos montantes, pero nadie pudo decidir si estaba situada
horizontalmente, como la puerta de una trampa, o algo inclinada, como la puerta
exterior de un altillo. Como lo hubiese dicho Wilcox, la geometría del lugar
era errónea. Uno no podía estar seguro de que el mar y el suelo fueran
horizontales, de modo que la posición relativa de todo el resto parecía variar
fantásticamente.
Briden
presionó sobre la piedra en diversos sitios sin resultado. Luego Donovan palpó
con delicadeza los bordes, apretando separadamente cada punto. Subió con
lentitud a lo largo de la grotesca moldura de piedra -puede decirse que subió
si se admite que la puerta no era al fin y al cabo horizontal-, y los hombres
se preguntaron cómo una puerta podía ser tan enorme. Al fin, muy suavemente,
muy lentamente, la parte superior del panel comenzó a inclinarse hacia adentro,
y todos vieron que la piedra se balanceaba.
Donovan
se deslizó o trepó de algún modo a lo largo de uno de los montantes, y los
hombres se pusieron a observar el curioso retroceso de la puerta monstruosa. En
este fantástico mundo de deformaciones prismáticas, la piedra se desplazaba
anormalmente en diagonal, despreciando todas las leyes de la materia y la
perspectiva.
La
abertura mostraba una oscuridad casi material. Estas tinieblas tenían realmente
una cualidad positiva, pues ocultaban algunas partes de las paredes interiores
que debían ser visibles. Al fin surgió de aquella cárcel milenaria algo así
como una humareda que oscureció la luz del sol mientras se elevaba hacia el
cielo, empequeñecido y arrogado, con la ayuda de sus alas membranosas. El olor
que salía de aquellos abismos recién abiertos era insoportable, y Hawkins, que
tenía el oído fino, creyó oír allá abajo un sonido chapoteante e inmundo. Todos
escucharon, y todos escuchaban aún cuando el monstruo se hizo visible, babeando
y apretando su inmensidad verde y gelatinosa a través de la tenebrosa abertura
hasta elevarse pesadamente en el aire corrompido de aquella ciudad de
pesadilla.
La
letra del pobre Johansen es apenas inteligible en esta parte. De los seis
hombres que nunca llegaron al barco, cree que dos murieron simplemente de miedo
en aquel instante maldito. El monstruo está más allá de toda posible
descripción. No hay lenguaje aplicable a ese abismo de horror inmemorial, a esa
pavorosa contradicción de todas las leyes de la materia, la fuerza y el orden
cósmicos. Una montaña que caminaba. ¡Dios! ¿Puede extrañar que en el otro lado
de la Tierra enloqueciese un gran arquitecto, y que en aquel telepático
instante la fiebre devorara al pobre Wilcox? El monstruo de los ídolos, el
verde y viscoso demonio venido de otros astros, había despertado para reclamar
sus derechos. Las estrellas eran otra vez favorables, y lo que un viejo culto
no había podido lograr por su voluntad, un puñado de inocentes marineros lo
hacía por accidente. Luego de millones y millones de años el gran Cthulhu era
libre otra vez.
Tres
hombres fueron barridos por aquellas patas membranosas antes que nadie tuviese
tiempo de volverse. Que descansen en paz, si hay algún descanso en el universo.
Eran Donovan, Guerrera y Angstrom. Parker resbaló mientras los otros tres
sobrevivientes se precipitaban frenéticamente en un escenario infinito de rocas
verdosas. Johansen jura que fue absorbido hacia arriba por un ángulo que no
debía estar allí; un ángulo agudo que se había comportado como si fuese obtuso.
De modo que sólo Briden y Johansen llegaron al bote, y se dirigieron
desesperadamente hasta el Alert mientras la montañosa monstruosidad descendía
por los escalones de piedra resbaladiza y se detenía, titubeando, a orillas del
agua.
Las
calderas habían quedado funcionando a pesar de que todos habían bajado a
tierra, y bastaron unos pocos segundos de frenéticas corridas entre ruedas y
motores para poner en marcha el Alert. Lentamente, entre los horrores
distorsionados de esa escena indescriptible, la hélice comenzó a golpear las aguas.
Mientras tanto, en la costa mortal, sobre aquellas construcciones que no eran
de este mundo, el monstruo gigantesco venido de las estrellas emitía unos
gritos inarticulados, como Polifemo al maldecir el veloz navío de Ulises. En
seguida, con más audacia que los cíclopes de la leyenda, el gran Cthulhu
penetró en las aguas e inició la persecución con golpes que levantaron enormes
olas. Briden volvió la vista y enloqueció. Desde entonces rió a intervalos
hasta que la muerte lo alcanzó en su cabina mientras Johansen vagaba delirando
de un lado a otro.
Pero
Johansen no había abandonado la partida. Comprendiendo que el monstruo
alcanzaría seguramente el Alert antes de que la presión llegase al máximo,
resolvió intentar algo desesperado, y, acelerando los motores, subió
rápidamente a la cubierta e hizo girar el timón. En la superficie de las aguas
hubo un remolino espumoso, y mientras crecía la presión del vapor, el valiente
noruego dirigió el navío contra aquella montaña gelatinosa que se alzaba sobre
las sucias espumas como la popa de un galeón demoníaco. La horrible cabeza de
pulpo, envuelta en tentáculos, llegaba casi hasta la punta del bauprés 3; pero
Johansen no retrocedió.
Hubo
un estallido como el de un globo que se desinfla, un líquido inmundo como el que
surge de un hendido pez luna, una hediondez que el cronista no se atrevió a
describir. Durante un instante una nube verde, acre y enceguecedora, envolvió
al buque, y un hervor maligno quedó a popa, donde -Dios del cielo- la esparcida
plasticidad de aquella entidad celeste estaba recombinándose y recobrando su
forma primitiva, mientras el Alert se alejaba más y más, y ganaba velocidad.
Eso
fue todo. Desde ese momento Johansen se contentó con meditar sombríamente sobre
el ídolo de la cabina y preparar unas pocas comidas para él y su enloquecido
compañero, que reía a carcajadas. No trató de dirigir el navío; después de
aquel incidente quedaba un gran vacío en su alma. Luego sobrevino la tormenta
del 2 de abril, que terminó de nublar su conciencia. Recordaba confusamente
infinitos abismos líquidos de espectrales paredes giratorias, vertiginosos
desplazamientos por mundos huidizos en la cola de un cometa y saltos
convulsivos de las profundidades del mar hasta la luna y luego otra vez hasta
el mar, todo envuelto en el coro de carcajadas de las antiguas divinidades y de
los verdes demonios del Tártaro, de alas de murciélago.
Luego
de esas pesadillas vino el rescate, el Vigilant, el tribunal del almirantazgo,
las calles de Dunedin y el largo viaje de retorno a la casa natal, junto al
Egeberg. Nada podía contar; pasaría por loco. Lo escribiría todo antes de
morir, pero su mujer no debería sospechar nada. La muerte sería para él
beneficiosa sólo si borraba los recuerdos.
Tal
era el documento que leí. Lo he guardado en la caja de lata junto con el
bajorrelieve de arcilla y los papeles del profesor Angell. Incluiré este
relato, esta prueba de mi propia cordura donde se ha unido lo que espero que
nunca volverá a unirse. He contemplado todo lo que en el universo puede haber
de horroroso, y aun los cielos de la primavera y las flores del verano me
parecerán desde ahora impregnados de veneno. Pero no creo que viva mucho. Como
desaparecieron mi tío y el pobre Johansen, así desapareceré yo. Conozco
demasiado y el culto todavía existe.
Cthulhu
existe también, supongo, en ese refugio de piedra que le sirve de abrigo desde
que el sol era joven. Su ciudad maldita se ha hundido otra vez, pues el
Vigilant navegó por aquel lugar después de la tormenta de abril; pero sus
ministros en la Tierra bailan aún, y cantan y matan en lugares aislados,
alrededor de monolitos de piedra coronados de imágenes. Cthulhu tuvo que haber
sido atrapado por los abismos submarinos pues si no el mundo gritaría ahora de
horror. ¿Quién conoce el fin? Lo que ha surgido ahora puede hundirse y lo que
se ha hundido puede surgir. La abominación espera y sueña en las profundidades
del mar, y sobre las vacilantes ciudades de los hombres flota la destrucción.
Llegará el día… ¡pero no debo ni puedo pensarlo! Ruego que, si no sobrevivo a
este manuscrito, mis ejecutores testamentarios cuiden de que la prudencia sea
mayor que la audacia e impidan que caiga bajo otros ojos.
1.
Melopea: Canto monótono.
2.
Canaco o kanak: pueblo que vive principalmente en Nueva Caledonia, pero también
en Vanuatu, Australia, Papúa y Nueva Guinea.
3.
Bauprés: Palo grueso colocado oblicuamente en la proa de un navío.
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