Wilhelm Albert Włodzimierz Apolinary de Kostrowicki (Roma, 26 de agosto de 1880 – París,9 de noviembre de 1918), conocido como Guillaume Apollinaire o, simplemente, Apollinaire, fue un poeta, novelista y ensayista francés.
Habiendo estado relacionado en una muy
trágica manera con esos acontecimientos considera necesario descargarme de un
secreto que me oprime.
Al abrir un día los periódicos, mi
atención fue atraída por la siguiente noticia, procedente de Colonia:
Las comunidades judías de la orilla
derecha del Rin, desde Ehrenbreitstein a Beuel, se hallan en un estado de
extrema agitación. Se dice que el Mesías está viviendo en una de ellas, en
Dollerndorf. También se dice que ha demostrado sus poderes realizando numerosos
milagros.
La perturbación causada por este asunto
ocasiona una considerable preocupación al gobierno provincial, el cual,
temiendo el fermento espiritual aparecido entre las citadas gentes, ha tomado
medidas para suprimir cualquier desorden que pudiera ocurrir.
No existe duda, en los altos círculos
del Gobierno, de que este Mesías, cuyo nombre se cree sea Aladavid, es un
impostor. El doctor Frohmann, el distinguido etnólogo danés actualmente huésped
de la universidad de Bonn, se personó por pura curiosidad en Dollendorf, y
afirma que Aldavid no es, como afirma, judío, sino más probablemente un francés
de la Saboya, en donde la raa de los Allobroges ha mantenido hasta ahora su
estado de pureza. En cualquier caso, las autoridades habrían expulsado de buena
gana a Aldavid, de haber sido posible tal cosa; pero el hombre al que los
judíos de la cuenca del Rin llaman El Salvador de Israel desaparece cuando lo
desea, como por arte de magia. Normalmente se le encuentra frente a la sinagoga
de Dollendorf, predicando la reconstrucción del reino de Judá en términos tan
violentos y apasionados que recuerdan la turbulenta elocuencia del profeta
Ezequiel. Allí pasa tres o cuatro horas dirias, y al atardecer desaparece, sin
que nadie pueda descubrir haca dónde.
Nadie sabe dónde vive o donde come. Se
espera que antes de que pase mucho más tiempo sea desenmascarado este falso
profeta, y que ni las autoridades ni los judíos de la cuenca del Rin sean ya
engañados por sus trucos. Cuando reconozcan su error, los mismos judíos serán
los primeros en desear ser desembarazados del aventurero, cuyas mentiras
tienden a crear entre ellos una penosa arrogancia hacia el resto de la
población, que muy bien pudiera provocar una explosión de antisemitismo durante
la cual ni siquiera las gentes razonables sentirían compasión por sus víctimas.
Debemos
añadir que Aldavid habla en perfecto alemán. También parece ser conocedor de
las costumbres judías, y conoce su dialecto.
Estas noticias, que excitaron con su
aparición la curiosidad pública, me llevaron a mí no sé por qué razón, a
lamentar la ausencia el barón dÓrmesan, del que no había oído hablar desde
hacía unos dos años.
Me dije a mi mismo: he aquí algo que
realmente atraería la curiosidad del Barón; no me cabe duda que podría contarme
numerosas otras historias de falsos Mesías.
Y, olvidando la sinagoga de
Dollendorf, comencé a pensar en mi desapareco amigo, cuya imaginación y cuyos
hábitos nunca dejaban de perturbarme, pero en el que, a pesar de todo, seguía
teniendo un vivo interés. Desde los tiempos escolares me había ligado a él un
gran afecto y luego, durante nuestros numerosos encuentros, había tenido
ocasión de apreciar su carácter especial, su falta de escrúpulos, su un tanto
desordenada erudición, y su amable y afectuosa disposición hacia mí: todo esto
eran otras razones que fomentaban mi deseo de verlo de nuevo.
Al día siguiente, los diarios traían
noticias del asunto de Dollendorf, todavía mas sensacionales que las del día
anterior.
Despachos fechados en Frankfurt,
Mainz, Leipzig, Estrasburgo, Hamburgo y Berlín, anunciaban simultáneamente la
presencia en sus ciudades de Alavid. Como en Dollendorf, había aparecido ante
la principal sinagoga de cada ciudad.
Las noticias se extendieron
rápidamente en cada caso; según las noticias, los judíos se habían reunido, y
el Mesías había predicado en idénticos términos en todos los lugares.
En Berlín, hacia las cinco, la
policía había tratado de detenerlo. Pero una multitud de judíos lo rodearon y
se opusieron a ello fuertemente, acompañándose con gritos y lamentaciones.
Incluso recurrieron a la violencia, y se efectuaron un gran número de arrestos.
El propio Aldavid había
desaparecido, como por un milagro…
Esta noticia me causó una gran
impresión, aunque no más que la que le hizo al público, el cual estaba
apasionadamente a favor de Aldavid. Ese mismo día, más tarde, aparecieron
ediciones especiales de los periódicos, una tras otra, anunciando la aparición
(ya no decían más la presencia) del Mesías en Praga, Cracovia, Amsterdam,
Viena, Leghorn, e incluso Roma.
Por todo el mundo, la conmoción
alcanzó un climax, y recordaremos que varios Gobiernos tuvieron reuniones
especiales, quedando en secreto las decisiones acordadas, y con buena razón, ya
que todas ellas se resumían en el reconocimiento del hecho de qe ya los poderes
de Aldavid parecían ser de un orden supernatural, o al menos inexplicables por
los medios normales a la disposición de la ciencia moderna, sería mejor
esperar, sin intervenir, el resultado de los acontecimientos que la policía
parecía ser incapaz, por varias razones, de controlar.
Al día siguiente, los mejores
diplomáticos intercambiados entre los gabinetes de los distintos Gobiernos
interesados ocasionaron la detención de los principales banqueros judíos de
cada nación.
Esta medida parecía vital. Porque,
si como parecía, los sermones de Aldavid iban encaminados a iniciar un nuevo
éxodo de los judíos a Palestina, podía ser predicho un éxodo de capital de
todos los países al mismo destino, y el desastre financiero que sería la
consecuencia de este acontecimiento debía ser evitado. También se creía, y con
razón, que este Mesías –cuya ubicuidad parecía incontestable, si no los otros
milagros que le eran atribuidos- podría
muy bien proveer, por medios supernaturales, al presupuesto para el nuevo Reino
de Judá, si se viera la necesidad. Así, los banqueros judíos, aunque tratados
con el mayor respeto, fueron puestos en prisión, lo cual no dejó de ocasionar un gran número de desastres
financieros: pánicos en la bolsa, quiebras y suicidios.
En todo este tiempo, la ubicuidad de
Aldavid se manifestaba por sí misma en Francia: Nimes, Avignon, Bordeaux y
Santerre; y un viernes, el hombre a quien los judíos aclamaban como La Estrella que había de venir de Jacob,
y a quien los cristianos llamaban nada menos que el Anticristo, apareció hacia
las tres de la tarde en París, ante la sinagoga en la rue de la Victoire.
Todos habían estado aguardando este
acontecimiento, y durante varios días la comunidad judía en París había estado
esperando en la sinagoga de la rue de la Victoire y en todas las calles
cercanas. La Ventanas de los edificios circundantes habían sido alquiladas por
enormes sumas de dinero por israelitas que deseaban ver al Mesías.
Cuando apareció, el escándalo fue
tremendo. Se pudo oír desde alturas de Montmartre hasta tan lejos como
L´Etoile. Yo estaba en los boulevards en este momento, y como todo el mundo me
apresuré a ir en la dirección de la Chausée d´Antin, pero no pude irm más lejos
que del cruce de la rue Lafayette, donde habían sido levantadas barricadas, con
hombres de paisano y policía montada.
Sólo por la tarde me enteré, a
través de los periódicos, de los nuevos aspectos del asunto que había surgido
durante esta aparición.
Desde el momento en que había cesado
de aparecer exclusivamente en los países de habla germánica, Aldavid hablaba
menos. Sus recientes sesiones duraban casi tanto como las primeras, pero
frecuentemente caía en silencio, orando en voz baja, y reemprendiendo después
su sermón en el idioma de la gente entre la que se encontraba. Esta facilidad
para los idiomas, que hacía de su vida un Pentecostés diario, no era menos
asombrosa que sus dotes de ubicuidad, y la facultad de desaparecer por sí mismo
cuando lo deseaba.
Durante uno de sus momentos de
silencio, cuando parecía estar orando profundamente ante una muchedumbre de
postrados y silenciosos judíos, una poderosa voz sonó súbitamente desde una de
las ventanas que daban a la sinagoga.
Levantando sus cabezas, la
congregación vio a un monje de calmada e inspirad faz de pie en la ventana. Con
su mano izquierda asía un crucifijo dirigido hacia Aldavid, mientras en su
derecha agitaba n aspersorio, y gotas de agua bendita cayeron sobre el
prodigioso hombre. Al mismo tiempo, el monje repitió la fórmula católica del
exorcismo, pero el efecto fue nulo. Aldavid ni siquiera miró hacia su
exorcista, el cual, cayendo sobre sus rodillas, volvió sus ojos hacia el cielo,
besó el crucifijo, y permaneció por largo tiempo en oración, cara a cara con el
hombre de quien la legión de Demonios había rehusado salir, y el cual, si era
el Anticristo, parecía estar tan seguro de sí mismo que ni siquiera el exorcismo
lo había inmutado en su oración.
El efecto de esta escena sobre la
multitud fue inmenso y, despreciativos y triunfantes, los judíos que habían
sido testigos se abstuvieron de insultar o burlarse del monje. Sus ardientes
ojos contemplaban a su Mesías; entonces, con exhaltados corazones, todos ellos,
hombres y mujeres y niños, se cogieron de las manos y empezaron a bailar en
apretadas filas, como David cuando viejo ante el arca, entonando Hossannas e
himnos de alegría.
El sábado, Aldavid apareció otra vez
en la rue de la Victoire, y en las otras ciudades donde ya habían aparecido. Su
presencia fue anunciada también en varios pueblos y ciudades de América y
Australia, en Túnez y Argel, Constantinopla, Tesalónica y Jerusalén, la ciudad
santa. Hubo noticias de actividad entre un gran número de judíos que estaban
preparando su marcha desde varios países hacia Palestina. En todos los lugares
la emoción era enorme. Los espíritus más escépticos se rendían a la evidencia,
admitiendo que Aldavid era ciertamente el Mesías que las antiguas profecías
habían prometido a los judíos. Los católicos esperaban ansiosamente una
declaración de Roma sobre esos acontecimientos, pero el Vaticano parecía pasar
por alto lo que estaba ocurriendo, y el mismo Papa, en su encíclica titulada Misericordiam, sobre la cuestión de
armamentos, que proclamó en este tiempo, no hizo alusión al Mesías que aparecía
cada día en Roma, al igual que en otros lugares.
El domingo, yo estaba sentado en mi
despacho, leyendo cuidadosamente los boletines, telegráficos de las noticias
previas del día, el pronunciamiento de Aldavid y el nuevo éxodo de los judíos,
los más pobres de los cuales se decía que estaban yendo a Palestina a pie.
Súbitamente,
oí ante mí mi nombre dicho en voz alta, lo que hizo que levantara la vista; y
allí, frente a mí, estaba el barón d´Ormesan.
-¡Aquí
estás! –grité-. Creí que ya no te volvería a ver nunca más. Has estado fuera
por lo menos dos años…¿Pero cómo has entrado? Probablemente habré dejado la
puerta abierta.
Me levanté, me acerqué al Barón y
nos estrechamos la mano.
-Siéntate
–le dije-. Y cuéntame de tus aventuras, porque no tengo duda de que te deben
haber ocurrido cosas extraordinarias desde que te vi por última vez.
-Ciertamente,
satisfaré tu curiosidad –me dijo-. Pero permíteme, si puedo, permanecer de pie,
apoyado contra la pared. No me encuentro como para sentarme.
-como
quieras –repliqué-. Pero primero dime de dónde has salido, viejo fantasma.
Contestó
sonriendo:
-¿No
será mejor que me preguntaras dónde estoy ahora?
-En
mi casa, desde luego –repliqué impacientemente-. No has cambiado, siempre el
hombre misterioso. Pero supongo que lo que has dicho es parte de tu historia.
Está bien, entonces: ¿dónde estás?
-He
estado, de hecho, en Australia por casi tres meses –replicó-, en un pequeño
lugar en Queensland, y me gusta mucho aquello. De todas maneras, no tardaré
mucho en embarcar hacia el Viejo Mundo, donde me reclaman asuntos importantes.
Lo
miré bastante sorprendido.
-Me
asombras –dije-. Pero me has acostumbrado a tantas cosas extrañas en lo que te
concierne que estoy dispuesto a creer lo que dices. Pero por favor, te suplico
que te expliques. Estás en mi casa, pero dices que estás en Queensland,
Australia. Admite que tengo razones para sentirme confuso.
Sonrió
otra vez y continuó:
-Estoy
de hecho en Australia, lo que no te impide verme en tu casa, lo mismo que otros
me están viendo en este mismo momento en Roma, Berlín, Leghorn y Praga, y en un
tan vasto número de otras ciudades que nombrarlas sería tedioso y…
-¿Es
que –grité interrumpiéndolo- acaso eres Aldavid?
-El
mismo –replicó el barón d´Ormensan-,
confío en que no dudarías más de mis palabras.
Me acerqué a él, lo toqué con mis
manos y lo miré. No había ninguna duda acerca de ello; estaba allí, apoyándose contra
la pared frente a mí. Me senté en un sillón y contemplé ansiosamente a ese
asombroso personaje, el cual, a pesar de que había estado varias veces en
prisión por robo, y era el perpetrador impune de una serie de crímenes
célebres, era también incuestionablemente el más milagroso hombre vivo. No me
atreví a decirle nada más, y fue él quien finalmente rompió el silencio.
-Sí
–dijo-, soy Aldavid, el Mesías de las profecías, el futuro Rey de Judá.
-Me
asombra –protesté-. Explícame cómo has conseguido realizar esos milagros que
han mantenido al mundo entero en suspenso.
Vaciló
un momento, y luego pareció llegar a una decisión:
-La
ciencia –dijo-, es la causa de los milagros alegados que he hecho. Eres la
única persona en quien puedo confiar, porque te he conocido desde hace tanto
tiempo, y sé también que nunca me traicionarás. Además, necesito un
confidente…Sabes que mi nombre real es Dormesan, y sabes también algunos de los
artísticos crímenes que he cometido y que son la alegría de mi vida. Tengo un
conocimiento científico tan vasto como mi conocimiento en literatura, el cual
no es cosa pequeña por cierto. Sé perfectamente un gran número de idiomas
extranjeros, y por lo tanto estoy familiarizado con todas las grandes
literaturas, antiguas y modernas. Todo esto me ha sido muy útil. Cierto que he
tenido mis altibajos, pero cualquier fortuna de las que he amasado y disipado,
bien sea en juego o en prodigalidades de todas clases, sería considerada una
suma respetable incluso en América… De todas maneras, cuando una pequeña
herencia de unos doscientos mil francos cayó en mis manos, por decirlo así,
hace cuatro años, empleé el dinero en experimentos científicos, y llevé a cabo
investigaciones en la radio y en radiotelegrafía, la transmisión de
fotografías, fotografía de color y fotografía en relieve, cinematografía, el
fonógrafo, etc. Estos experimentos me llevaron a ocuparme de un aspecto hasta
entonces olvidado por los científicos que habían mostrado interés en esos
problemas fascinantes: me refiero a la proyección remota. Y he terminado por
descubrir los principios de esta nueva ciencia.
Así como la voz humana puede ser
transmitida desde un punto hasta otro punto distante, así igualmente la
apariencia de un cuerpo, y esa solidez a través de la cual el ciego adquiere la
noción de la misma, puede ser transmitida sin ser necesario para el
experimentador estar conectado físicamente con el cuerpo que proyecta. Puedo
añadir que el nuevo cuerpo transmitido retiene enteramente sus facultades
humanas hasta los límites en que esas son ejercidas a través del transmisor por
el cuerpo real. Esos cuentos milagrosos, las populares historias de hadas, que
confieren a ciertos caracteres el don de la ubicuidad, demuestran que otros
hombres antes que yo han concebido el hecho de la proyección remota; sin
embargo, estos eran solamente trabajos imaginativos, sin ninguna importancia
particular. Recayó sobre mí el resolver el problema práctica y científicamente.
Naturalmente, dejé aparte esos
alegados fenómenos de naturaleza mediumnística sobre la duplicación de los
cuerpos; estos fenómenos, acerca de los cuales se conoce poco, no tienen, a mi
entender, nada que ver con mis propios experimentos, los cuales son
fructíferos.
Después de un número de ensayos
conseguí construir dos máquinas, una de las cuales quedó conmigo y la otra la
puse junto a un árbol al lado de un sendero, en el parque Monsouris. Mi
experimento fue un completo éxito y, operando ese transmisor que me había
costado tan duro trabajo y que llevo ahora conmigo todo el tiempo, fui capaz,
sin dejar el lugar donde estaba realmente, de aparecer al mismo tiempo en el
parque Monsouris, y si bien realmente no di un paseo allí, al menos vi, hablé,
toqué y fui tocado en dos lugares al mismo tiempo. Más tarde, instale otro de
mis receptores al lado de un árbol en los Campos Elíseos y anoté con alegría
que podías también estar en tres lugares al mismo tiempo. Desde entonces el
mundo fue mío. Podía haber conseguido inmensos beneficios con mi invención,
pero prefería guardármela para mi único y exclusivo uso. Mis receptores son
pequeños e insignificantes a la vista, y ninguno de ellos ha sido retirado del
lugar donde lo instale. Puse uno en tu casa hace dos años, mi querido amigo,
pero esta es la primera vez que lo he utilizado, y tú nunca te has dado cuenta
del mismo.
-Es
verdad, nunca lo he visto –dije.
-Estas
máquinas tienen la apariencia de un clavo ordinario –continuó-. Durante dos
años he estado viajando, clavando mis receptores en las fachadas de todas las
sinagogas.
Mi
proyecto era el de convertirme de Barón en Rey, y no podía esperar tener éxito
a no ser que fundara otra vez el Reino de Judá, por el restablecimiento del
cual han estado esperando tanto tiempo los judíos.
Viajé sucesivamente por los cinco
continentes, manteniendo siempre contacto, gracias a mi ubicuidad, con mi casa
en París. En cuanto a lo que a ocurrido desde entonces… lo sabes tan bien como
yo.
-Sé
todo lo que ha ocurrido –contesté-, pero debo reprochártelo severamente. No
creo que tengas las cualidades requeridas para fundar un Imperio y mucho menos
las de un monarca. Tus propensiones criminales trabajarán en contra tuya, y un
día tu imaginación llevará a tu pueblo a la ruina. Como un hombre de ciencia,
como un hombre hábil en las artes, a pesar de tus crímenes, mereces la
indulgencia y tal vez incluso la admiración de gente educada y de buen sentido.
¡Pero como Rey! ¡No tienes derecho a serlo! Nunca sabrás cómo promulgar leyes
justas, y tus súbditos serán meramente los juguetes de tus caprichos. Abandona
este loco sueño de un trono del cual no eres digno. Centenares de personas han
iniciado una marcha a pie, creyendo que tú eres un personaje sagrado que
volverá a reconstruir el Templo de Jerusalén. Un gran número de ellos ya han
muerto por ti, que eres un miserable impostor. Deja de proclamar que eres el
Mesías, lo cual no eres; de lo contrario te denunciaré.
-Te
tomarán por loco –dijo el falso Mesías despectivamente-. ¿Crees que soy tan
estúpido como para haberte dado suficiente información como para permitirte que
me dañes destruyendo mi máquina? ¡No te engañes!
La
ira me cegó, y ya no supe lo que estaba haciendo. Cogí de mi mesa un revólver
que siempre tengo conmigo, y disparé los seis cartuchos contra el falso pero
aparentemente sólido cuerpo del falso Mesías, el cual se derrumbó con un grito
de dolor. Me adelanté para sostenerlo; el cuerpo estaba allí realmente. Había
matado a mi amigo Dormesan, un criminal, pero un compañero tan agradable. No
sabía qué hacer.
-Me
engañó –me dije a mi mismo-. Fue uno de sus trucos. Vino aquí sin avisarme y
entró en mi casa sin que o lo oyera, porque seguramente la puerta estaba
abierta. Entonces me mintió, pretendiendo se Aldavid, lo cual era fantástico y
encantador. Me dejé embaucar, y ahora lo he matado…¡ay! ¿Qué será de mí?
Permanecí sólo con mis pensamientos por unos instantes, al lado del sangrante
cuerpo de mi amigo…
Entonces, repentinamente, fui
sobresaltado por una extraordinaria algarabía. Otra de las apariciones de Aldavid,
me dije a mí mismo. Supongo que está anunciando su coronación. ¿Puedo haberlo
matado y aún así tener a mi amigo Dormesan conmigo?
Abrí la ventana para averiguar qué
nuevas maravillas había realizado el hacedor de milagros, y vi a un enjambre de
nuevos vendedores de varios periódicos, los cuales a pesar de una orden
policial prohibiendo divulgar la noticia, estaban corriendo tan rápido como se
lo permitían sus piernas, gritando: ¡Muerte
del Mesías. Extraños detalles del repentino final!
Mi sangre pareció helarse en mis
venas y me desvanecí.
Volví en mí hacia la una de la
madrugada, y me estremecí al tocar el cadáver que yacía a mi lado. Me incorporé
en seguida y, levantándolo del suelo, apelé a todas mis fuerzas y tiré el
cuerpo por la ventana.
Pasé el resto de la noche limpiando
las manchas de sangre del suelo, y entonces salí a comprar los periódicos para
leer lo que todo el mundo sabe ya ahora; la repentina muerte de Aldavid, en
ochocientas cuarenta ciudades al mismo tiempo y en cinco continentes de la
Tierra.
El hombre que llamaban el Mesías
parecía haber estado orando por más de una hora cuando, súbitamente, dio un
enorme grito y seis agujeros, exactamente iguales a agujeros de bala de
revólver, aparecieron en él, cerca de su corazón. Cayó y murió al mismo tiempo
por todo el mundo, a pesar de los cuidados que le fueron prodigados.
Esta profusión de cadáveres
pertenecientes a un solo hombre –había exactament ochocientos cuarenta y uno de
ellos, porque por alguna extraña razón dos de los cadáveres fueron hallados en
París-. No asombró grandemente al público, a quien Aldavid había dado tantas
otras ocasiones de sorpresa.
En todos los lugares, los judíos le
hicieron unos imponentes funerales. A duras penas podían creer que estaba
muerto, e insistieron en que se levantaría de entre los muertos a su debido
tiempo. Pero esperaron en vano, y la reconstrucción del Reino de Judá fue
dejada para otra ocasión.
Examiné cuidadosamente la pared
donde Dormesan se me había aparecido ppor primera vez. Ciertamente encontré un
clavo allí, pero era tan igual a otro clavos con los que lo comparé, que me
parecía imposible que pudiera ser una de sus máquinas.
Después de todo, ¿no me había dicho
él mismo que me había ocultado los más particulares y esenciales detalles de
sus aparatos para hacer que falsos cuerpos aparecieran a sus deseos, por
mediación de su descubrimiento, de la ley que gobierna la proyección remota?
Así, soy incapaz de proveer ninguna
información más sobre esta prodigiosa invención del barón d´Ormesan, cuyas
aventuras, asombrosas o divertidas, me habían complacido por tanto tiempo.
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