Samuel Langhorne Clemens (Florida, Misuri, 30 de noviembre de 1835 - Redding, Connecticut, 21 de abril de 1910), más conocido por su seudónimo Mark Twain, fue un escritor, orador y humorista estadounidense. Escribió obras de gran éxito y fama mundial como “El príncipe y el mendigo” o “Un yanqui en la corte del Rey Arturo”, pero es conocido sobre todo por su novela “Las aventuras de Tom Sawye” y su secuela “Las aventuras de Huckleberry Finn”.
Twain creció en Hannibal
(Misuri), lugar que utilizaría como escenario para las aventuras de Tom Sawyer
y Huckleberry Finn. Trabajó como aprendiz de un impresor y como cajista, y
participó en la redacción de artículos para el periódico de su hermano mayor
Orion. Después de trabajar como impresor en varias ciudades, se hizo piloto
navegante en el río Misisipi, trabajó con poco éxito en la minería del oro, y
retornó al periodismo. Twain nació durante una de las visitas a la Tierra del
cometa Halley y predijo que también «me iré con él»; murió al siguiente regreso
a la Tierra del cometa, 74 años después. William Faulkner calificó a Twain como
«el padre de la literatura norteamericana».
CÓMO LLEGUÉ A SER EDITOR
DE UN PERIÓDICO AGRÍCOLA
No sin cierto
recelo, acepté de forma temporal el puesto de editor de un diario agrícola. También
un terrateniente aceptaría con cierto recelo el mando de un buque. Sin embargo,
yo me encontraba en unas circunstancias que convertían el salario en una
necesidad. El editor habitual se iba de vacaciones, y yo acepté las condiciones
que me ofreció y ocupé su puesto.
La sensación de
volver a trabajar resultaba gozosa, y toda esa semana me entregué a la labor
con infatigable placer. Entró el número en la imprenta, y esperé durante todo
el día con cierta impaciencia para comprobar si mi esfuerzo había atraído la
atención de alguien.
Al anochecer,
cuando dejé la oficina, había un grupo de hombres y muchachos al pie de la escalera,
que se dispersaron como impulsados por un resorte para dejarme pasar. Oí a uno o
dos decir: «Es él». Naturalmente, el incidente me complació mucho. A la mañana siguiente
encontré a otro grupo similar también al pie de la escalera, así como a varios hombres,
en parejas o solos, diseminados aquí y allá a lo largo del camino, que me observaban
con interés. El grupo se apartó y retrocedió a medida que me acercaba, y oí decir
a uno de los hombres: «¡Miradlo a los ojos!». Fingí no reparar en la atención
que estaba despertando, pero secretamente experimenté un gran placer y me
propuse escribir a mi tía para explicárselo. Subí el corto tramo de escaleras
y, cuando llegaba a la puerta, oí alegres voces y risotadas estentóreas. La
abrí, y por unos instantes vislumbré a un par de jóvenes de aspecto rústico,
cuyos rostros palidecieron y se contrajeron al verme, y luego se tiraron por la
ventana entre un gran estrépito de cristales. Me quedé bastante sorprendido.
Al cabo de una
media hora, un anciano caballero, de tupida barba y rostro agradable, aunque
algo severo, entró en el despacho y, a invitación mía, tomó asiento. Parecía
tener alguna preocupación en mente. Se quitó el sombrero, lo dejó en el suelo y
sacó de él un pañuelo de seda rojo y un ejemplar de mi periódico.
Dejó el diario
sobre sus rodillas y, mientras limpiaba los cristales de sus lentes con el
pañuelo, preguntó:
—¿Es
usted el nuevo editor?
Le dije que así
era.
—¿Ha
dirigido algún periódico agrícola anteriormente?
—No
—dije—. Esta es mi primera tentativa.
—Eso
parece. ¿Y ha tenido alguna experiencia práctica en agricultura?
—No,
creo que no.
—Algo
así he creído intuir —repuso el anciano caballero, calándose las gafas y mirándome
por encima de ellas con aspereza, mientras doblaba el periódico para acomodarlo
a la lectura—. Quiero leerle el párrafo que me ha hecho intuirlo. Se trata del editorial.
Escúcheme, y dígame si ha sido usted quien lo ha escrito:
El nabo no debe
ser arrancado, ya que eso los perjudica. Es mucho mejor que un muchacho suba al
árbol para sacudir las ramas.
—Y
ahora, ¿qué piensa de esto? Porque supongo que fue usted quien lo escribió…
—¿Lo
que pienso? Pues pienso que está bien. Pienso que tiene sentido. No me cabe duda
de que todos los años millones de fanegas de nabos se estropean solo en este
distrito al ser arrancadas a mitad de sazón, cuando, si se hiciera subir a un
muchacho a sacudir las ramas…
—¡Sacuda
usted a su abuela! ¡Los nabos no crecen en los árboles!
—¿Ah,
no? ¿No crecen…? Bueno, ¿y quién ha dicho que lo hicieran? El lenguaje está empleado
en un sentido figurado, completamente figurado. Cualquiera que sepa un poco de
esto, comprenderá que lo que yo quería decir era que el muchacho tenía que
sacudir la parra.
Entonces el
anciano se puso en pie y rompió el periódico en trocitos minúsculos, que enseguida
pisoteó furiosamente; destrozó varias cosas con el bastón y me dijo que entendía
de todo aquello menos que una vaca; y luego se marchó dando un violento portazo.
En suma, considerando su comportamiento, me imaginé que algo le habría disgustado.
Pero, al no saber de qué podía tratarse, pensé que nada podía hacer por él.
Poco después, un
sujeto alto y cadavérico, con largos mechones de pelo lacio hasta los hombros y
un rostro con la barba hirsuta de una semana en los montes y los valles, cruzó el
umbral como una flecha y se detuvo en seco, inmóvil, con un dedo sobre los
labios e inclinando la cabeza y el cuerpo en actitud alerta. No se oía ningún
ruido. Aun así, siguió a la escucha. Silencio. Luego echó la llave a la puerta,
y de puntillas, con extrema cautela, se acercó hasta llegar cerca de mí, volvió
a detenerse y, tras escrutar mi rostro con gran intensidad durante un rato, se
sacó de la pechera un ejemplar doblado del periódico y dijo:
—Esto.
Usted escribió esto. Léamelo… ¡deprisa! Sáqueme de este infierno. Estoy
sufriendo.
Leí lo que sigue;
y a medida que las frases salían de mis labios, podía ver cómo el alivio se
apoderaba de aquel hombre, cómo se relajaban sus tensos músculos y cómo la angustia
se borraba de sus facciones, mientras la paz y la tranquilidad volvían a
reflejarse en su rostro como la piadosa luz de la luna sobre un paisaje
desolado:
El guano es un
pájaro excelente, pero es necesario tener mucho cuidado en su crianza. No tiene
que ser importado antes de junio ni después de septiembre. En invierno, debe mantenerse
en un lugar cálido, donde pueda empollar a sus crías. Es evidente que la
estación viene con retraso en lo referente al grano. Por consiguiente, los
granjeros harán bien empezando a arrancar los tallos de maíz y plantando sus
pasteles de trigo sarraceno en julio en vez de en agosto.
Con respecto a la
calabaza, esta baya es muy popular entre los nativos del interior de Nueva
Inglaterra, que la prefieren a la uva espinosa para hacer tartas de fruta, y
también a las frambuesas para alimentar a sus vacas, ya que es más nutritiva,
llena más y da mejor rendimiento. La calabaza es el único comestible de la
familia de la naranja que arraiga en el norte, a excepción de una o dos
variantes del calabacín. Pero la costumbre de plantarla en el patio delantero
junto con los demás arbustos está pasando rápidamente de moda, ya que por lo
general todo el mundo coincide en la inutilidad de la calabaza como árbol umbroso.
Ahora que se
acerca el tiempo cálido y los gansos empiezan a desovar…
El excitado oyente
se abalanzó hacia mí para estrecharme las manos y dijo:
—Eso
es, eso es; ya basta. Ahora sé que no estoy loco, porque usted lo ha leído exactamente
igual que yo, palabra por palabra. Pero le aseguro, forastero, que cuando esta mañana
lo leí por primera vez, me dije a mí mismo: «Nunca, nunca antes lo había
creído, a pesar de estar bajo la estricta vigilancia de mis amigos; pero ahora
sí lo creo, sí creo que estoy loco»; y entonces he lanzado un aullido que debe
de haberse oído a dos millas a la redonda y he salido disparado de mi casa para
matar a alguien, porque, ¿sabe usted?, sabía que esto tenía que pasar tarde o
temprano, así que daba igual que empezara cuanto antes. He vuelto a leer uno de
esos párrafos, para estar bien seguro, y luego he pegado fuego a mi casa y me
he echado a la calle. Les he dado una buena paliza a varias personas y he dejado
a un tipo encaramado a un árbol, donde le tengo a mi disposición. Pero entonces
he pensado que podía pasarme por aquí para asegurarme ya del todo, y ahora veo
que es de verdad, que está escrito así, y puedo decirle que es una suerte para
el tipo del árbol. Está claro que, al volver, lo habría matado. Adiós, señor,
adiós; me ha quitado usted un gran peso de encima. Mi pobre razón ha podido
aguantar la sacudida de uno de sus artículos agrícolas, y ahora ya sé que nada
podrá hacérmela perder. Muy buenos días, señor.
Me incomodó un
poco oír hablar de las palizas e incendios con que aquel sujeto se había estado
entreteniendo, porque me sentí remotamente partícipe de los mismos. Pero esos
pensamientos fueron rápidamente borrados cuando entró por la puerta nada menos que
el editor jefe del periódico. (Pensé para mis adentros: «¿Lo ves? Si te
hubieses marchado a Egipto, como te recomendé, habría tenido más tiempo para
hacerme cargo de todo; pero no me hiciste caso, y aquí estás otra vez. En
cierto modo, te esperaba»).
El director
presentaba un aspecto desolado, perplejo y abatido. Echó una mirada alrededor
para evaluar los destrozos provocados por el viejo alborotador y aquellos dos
jóvenes granjeros, y luego dijo:
—Este
es un asunto lamentable…, un asunto muy lamentable. La botella de mucílago, rota,
sin contar seis cristales de la ventana, una escupidera y dos candelabros. Pero
eso no es lo peor. La reputación del periódico ha quedado muy maltrecha, y me
temo que para siempre. Cierto es que nunca ha habido mayor demanda de
ejemplares, que nunca hemos vendido una edición tan grande y que nunca hemos alcanzado
tanta celebridad… Pero ¿acaso querría alguien hacerse famoso a costa de
locuras, o prosperar a expensas de la enfermedad mental? Amigo mío, tan cierto
como que soy un hombre honrado, vea a toda esa gente que se agolpa en la calle,
y a otros encaramados a la verja, esperando a poder verle aunque sea un
momento, porque piensan que está usted loco. Y no es de extrañar, leyendo sus
editoriales. Sus artículos son una desgracia para el periodismo. Porque, a ver,
¿quién le metió en la cabeza que podría dirigir un periódico de esta índole?
Usted ni siquiera parece conocer los rudimentos más básicos de la agricultura.
Habla de un surco y de un rastrillo como si fueran la misma cosa; habla de la
época de la muda de las vacas; y recomienda la domesticación del gato montés
porque es un animal muy juguetón y un gran cazador de ratones. Su comentario
acerca de que las almejas se quedarán quietas si se les toca un poco de música
es superflua, enteramente superflua. Nada perturba a las almejas. ¡Las almejas
siempre están quietas! La música les importa un bledo. ¡Ah, cielos y tierra,
amigo! Si del acopio de ignorancia hubiese hecho la carrera de su vida, le
aseguro que ahora podría graduarse con los más altos honores que cabría
imaginar. Nunca he visto nada igual. Su observación de que la castaña de Indias
se está ganando poco a poco el favor del público como artículo comercial me
parece sencillamente calculada para destruir este periódico. Presente ahora
mismo su dimisión y lárguese. No quiero más vacaciones…
¡No podría
disfrutarlas! Y menos sabiendo que ocupa usted mi puesto. No tendría ni un momento
de sosiego temiendo cuál sería su próxima recomendación. Me desquicio por completo
cuando pienso en sus observaciones sobre parques de ostras en la sección de «Jardinería
paisajística». Quiero que se vaya. Por nada del mundo lograrán convencerme de
que me tome otras vacaciones. ¡Oh! ¿Por qué no me dijo usted que no sabía nada
de agricultura?
—¿Decirle
a usted, pedazo de mazorca, calabaza, hijo de una coliflor? Es la primera vez
que escucho tan desconsiderados reproches. Lo que le diré es que llevo en el
negocio editorial catorce años, y es la primera vez que escucho que se tenga
que saber de algo para editar un periódico. ¡Pedazo de nabo! ¿Quién escribe la
crítica teatral en los diarios de segunda categoría? Pues un hatajo de
zapateros y mancebos de botica promocionados, que saben tanto de tablas como yo
de agricultura, y poco más. ¿Quién hace la reseña de los libros? Gente que
nunca ha escrito uno. ¿Quién elabora esos tostones sobre finanzas?
Tipos que han
desaprovechado cualquier oportunidad de aprender algo sobre el tema. ¿Quién
hace las críticas de las campañas contra los indios? Caballeros que nunca han
oído un grito de guerra, ni han visto un wigwam, ni han corrido nunca delante
de un tomahawk, ni han arrancado flechas a varios miembros de sus familias para
encender las fogatas de acampada. ¿Quién escribe esos llamamientos a la
templanza, quién clama contra los ponches y combinados? Individuos que solo
estarán sobrios cuando bajen a la tumba. Y dígame, boniato, ¿quién edita los
periódicos agrícolas? Hombres que, por regla general, fracasan como poetas,
como escritores de novelas de misterio o de dramas tremendistas, como
reporteros urbanos, y que finalmente se refugian en la agricultura, en compás
de espera, antes de entrar en el asilo para pobres. ¡Y quiere usted enseñarme
el negocio periodístico! ¡A mí! Señor, yo he ido desde Alfa hasta Omaha, y
puedo decirle que cuanto menos sabe un hombre, y cuanto más alboroto levanta,
mayor es el sueldo que cobra. Bien sabe Dios que, si en vez de ser un hombre
cultivado hubiese sido un ignorante, y si en vez de desconfiado hubiese sido un
imprudente, habría podido forjarme una gran reputación en este mundo frío y
egoísta. Me voy, señor. Ya que me trata usted como acaba de hacerlo, estoy
totalmente decidido a marcharme. Pero he cumplido con mi deber. He cumplido con
mi contrato en la medida en que se me ha permitido. Dije que podría hacer de su
periódico una publicación de interés para todas las clases sociales, y lo he
conseguido. Dije que podría aumentar la tirada hasta veinte mil ejemplares, y
si me hubiese concedido un par de semanas más, lo habría logrado. Le he dado a
usted la mejor clase de lectores que jamás tuvo un periódico agrícola: no solo
un granjero, un individuo capaz de distinguir un árbol de sandías de una parra
de melocotones, aunque le vaya la vida en ello.
Le aseguro que es usted
quien sale perdiendo con esta ruptura, no yo, ruibarbo. Adiós Y me marché.
1870
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