

La especie
John Shirley y William Gibson
Pudo haber sido en el Club Justine, o en Jimbo’s, o en el Sad
Jack’s, o en el Rafters; Coretti nunca estuvo seguro de dónde la vio por
primera vez. Ella podría haber estado en cualquier momento en cualquiera de
esos bares. Buceaba entre la submarina semivida de las botellas y las copas y
las lentas volutas del humo de tabaco… se movía en su elemento natural, bar
tras bar.
Ahora, Coretti recordaba el primer encuentro como si lo viese por
el lado equivocado de un potente telescopio: pequeño, nítido y muy lejano.
Se había fijado en ella por primera vez en el Salón Clandestino.
Se llamaba Clandestino porque se entraba por un angosto callejón trasero. Las
paredes del callejón estaban atiborradas de graffiti; las luces enrejaladas
salpicadas de mariposas nocturnas. Bajo los pies crujían las escamas de pintura
que se desprendían de los ladrillos pintados de blanco. Y luego se entraba en
un sombrío espacio habitado por una impresión ligeramente desorientadora de la
media docena de bares diferentes que, en el mismo local y bajo distintas
administraciones, habían probado suerte y habían fracasado. Coretti iba a veces
porque le agradaba la cansada sonrisa del barman negro, y porque los escasos
clientes rara vez trataban de ponerse sociables.
No era muy buen conversador frente a desconocidos, ni en fiestas
ni en bares.
Era muy bueno en el colegio local, donde enseñaba introducción a
la lingüística; podía hablar con el jefe del departamento sobre
secuencialización y opciones en aperturas de diálogos. Pero nunca podía hablar
con extraños en bares o en fiestas. No iba a muchas fiestas. Iba a muchos
bares.
Coretti no sabía vestirse. La ropa era un lenguaje y Coretti un
tartamudo de la indumentaria, incapaz de formular esa especie de enunciado
básico, coherente y con estilo que transmite comodidad a los desconocidos. Su
ex esposa solía decirle que se vestía como un marciano; que su aspecto era el
de alguien que no pertenecía a ninguna parte de la ciudad. Nunca le había
gustado oírlo, porque era cierto.
Nunca había conocido a una chica como la que estaba sentada con el
dorso ligeramente arqueado a la luz suboceánica que se derramaba por la barra
del Clandestino. La misma luz que se atornillaba en las lentes de las gafas del
camarero, que se enroscaba en los cuellos de las botellas, que salpicaba
opacamente el espejo. En aquella luz el vestido de la chica tenía el verde de las
mazorcas jóvenes, como el de una vaina a medio pelar que mostraba la espalda,
el valle de los senos, y gran parte de los muslos por los cortes laterales. Esa
noche el pelo de ella era cobrizo. Y esa noche, los ojos de ella eran verdes.
Coretti avanzó resueltamente entre las desiertas mesas de cromo y
formica hasta que llegó a la barra, donde pidió un bourbon puro. Se quitó el
abrigo de tres cuartos con capuchón y lo recogió en el regazo para sentarse a
un taburete de ella. Estupendo, gritó para sus adentros, pensará que estás
escondiendo una erección. Y se sorprendió al advertir que tenía una erección
que esconder. Se estudió en el espejo que había tras el mostrador: un hombre de
unos treinta años, de pelo oscuro y menguante, con un rostro estrecho sobre un
pescuezo largo, demasiado largo para el cuello abierto de una camisa de nailon
estampada con dibujos de automóviles de 1910 en tres vivos colores. Llevaba una
corbata de anchas diagonales marrones y negras, demasiado estrecha, supuso,
para las puntas del cuello, que ahora le parecían grotescamente largas. O no
combinaba el color. Algo pasaba.
Junto a él, en la oscura claridad del espejo, la mujer de ojos
verdes parecía Irma La Douce. Pero mirando más de cerca, estudiando ese rostro,
se estremeció. La cara de la chica era como la de un animal. Una cara hermosa,
pero simple, astuta, bidimensional. Cuando sienta que la estás mirando, pensó
Coretti, te brindará la sonrisa, la mueca desdeñosa, o lo que sea que esperas.
Impulsivamente, Coretti dijo:
—¿Puedo, eh…, invitarte a una copa?
En momentos como ése, Coretti se veía poseído por un agónico y
rígido tic lingüístico. Ah. Dio un respingo. Ah.
—¿Quieres, ah… invitarme a una copa? Pues, qué amable de tu parte
—dijo ella, desconcertándolo—. Eso estaría muy bien. —Muy de lejos, Coretti
notó que esa respuesta había sido tan formal e insegura como su invitación. La
chica agregó—: Un Tom Collins sería perfecto para esta ocasión.
¿Para esta ocasión? ¿Perfecto? Azorado, Coretti pidió dos tragos y
pagó.
Una mujer grande con tejanos y una camisa vaquera con encajes se
apoyó a su lado en la barra y pidió cambio al barman.
—Vaya, vaya —dijo. Luego caminó ampulosamente hasta la máquina de
discos y tecleó la de Conway y Loretta: «Tú eres la razón de que nuestros hijos
sean feos». Coretti se volvió hacia la mujer de verde y murmuró,
atropelladamente:
—¿Te gusta la música country? ¿Te gusta…? —Se hizo un reproche
secreto por haber formulado así las cosas, y trató de sonreír.
—Sí, mucho —respondió ella, con un levísimo timbre en la voz—. Me
gusta mucho.
La vaquera se sentó junto a él y le preguntó a chica:
—¿Te está molestando el monstruito éste?
Y la mujer de verde y ojos de animal replicó:
—Oh, qué va, cielo, me gusta. —Y se rio. La risa estrictamente
necesaria. El dialectólogo que había en Coretti se movió incómodamente: un
cambio de expresión e inflexión demasiado perfecto. ¿Una actriz? ¿Una mimo con
talento? La palabra mimético le vino de golpe a la mente, pero la dejó a un lado
para estudiar el reflejo de la mujer en el espejo; las hileras de botellas le
ocluían los senos como una túnica de vidrio.
—Me llamo Coretti —dijo él, mientras el duende verbal lo llevaba
bruscamente a un estilo de tipo rudo nada convincente—. Michael Coretti.
—Encantada —dijo ella, con voz demasiado baja para que la otra
mujer la oyese, y cayendo, una vez más, en una mediocre parodia de Emily Post.
—Conway y Loretta —dijo la vaquera a nadie en particular.
—Antoniette —dijo la mujer de verde, e inclinó la cabeza. Terminó
el trago, fingió mirar un reloj, dijo gracias-por-la-copa con excesiva cortesía
y se marchó.
Diez minutos después, Coretti la seguía por la Tercera Avenida.
Nunca en su vida había seguido a nadie, y aquello lo aterraba y excitaba al
mismo tiempo. Doce metros le parecían una distancia discreta, pero ¿qué haría
si ella miraba hacia atrás?
La Tercera Avenida no es una calle oscura, y fue allí, a la luz de
un poste, como la de un reflector de teatro, donde ella empezó a cambiar. La calle
estaba desierta.
Ella estaba cruzando la calle. Bajó de la acera y empezó. Comenzó
con tonos en el pelo; al principio Coretti pensó que serían reflejos de luz.
Pero allí no había neón que proyectase las manchas de color que aparecieron;
colores que se deslizaban y se fundían como manchas de aceite. Luego, los
colores se disolvieron y a los tres segundos era rubia albina. Pensó otra vez
que se trataba de un juego de la luz hasta que el vestido comenzó a retorcerse,
arrugándose sobre el cuerpo como un plástico ajustable. Una parte cayó por
completo y quedó en la calzada como un jirón rizado, extendida como la piel de
un animal fabuloso. Cuando Coretti pasó al lado, era una chisporroteante espuma
verde que se disolvía, consumiéndose. Cuando volvió a mirarla, el vestido de la
chica era otro, un raso verde de reflejos cambiantes. También los zapatos
habían cambiado. Tenía los hombros descubiertos salvo por delgadas cintas que
le cruzaban la parte más estrecha de la espalda. El pelo era ahora corto,
erizado.
Descubrió que estaba apoyado en la vitrina ahumada de una joyería;
que el aliento le salía entrecortado y áspero en la humedad de esa noche de
otoño. Oyó los latidos de la discoteca, a dos calles de distancia. Los
movimientos de ella adoptaron sutilmente un nuevo ritmo: un cambio de énfasis
en el balanceo de las caderas, en el modo en que apoyaba los tacones en el
pavimento. El portero la dejó pasar con una vaga inclinación de cabeza. Detuvo
a Coretti, examinó su licencia de conducir y frunció el ceño al verle el abrigo
de capucha. Ansioso, Coretti rastreó con los ojos el aluvión de luces en lo
alto de la lechosa escalera de plástico que había detrás del portero. Allí
había desaparecido ella, entre los destellos robóticos y el estruendo
redundante.
El hombre lo dejó pasar de mala gana; Coretti subió a trancos la
escalera, haciendo temblar las luces bajo los translúcidos escalones de
plástico.
Nunca había estado en una discoteca; se encontró en un entorno
diseñado para la satisfacción total por medio de la distracción. Nervioso, se
abrió paso entre el movimiento y los estilos y los mecánicos cantos urbanos que
estallaban en los altavoces. La buscó casi a ciegas por la pista de baile
atiborrada de figuras inmóviles en la luz estroboscópica.
Y la encontró en la barra, bebiendo un trago en un vaso alto y
extravagante y escuchando a un joven vestido con una holgada camisa de seda
clara y pantalones negros muy ceñidos. Ella asentía a intervalos que Coretti
consideró apropiados. Coretti pidió una botella de bourbon. La chica bebió
cinco de esos tragos largos y luego siguió al joven hasta la pista de baile.
Se movía en perfecta armonía con la música, mostrando una serie de
poses; ejecutó toda la secuencia prescrita, con gracia pero sin arte,
acoplándose perfectamente. Siempre, siempre acoplándose a la perfección. Su
compañero bailaba de modo mecánico, haciendo con esfuerzo los movimientos del
ritual.
Terminado el baile, la chica se volvió abruptamente y se perdió
entre la gente. La masa movediza se cerró sobre ella como si se hubiera
derretido.
Coretti se zambulló tras ella, sin quitarle los ojos de encima, y
fue el único que advirtió el
cambio. Cuando llegó a la escalera, la chica tenía el pelo castaño rojizo y
llevaba un vestido largo de color azul. Una flor blanca le asomaba entre el
pelo, detrás de la oreja izquierda; el pelo era ahora más largo y liso. Los
pechos se le habían agrandado un poco, y las caderas eran un tanto más pesadas.
Subió las escaleras de dos en dos, y Coretti empezó a temer por ella. Todos
esos tragos.
Pero el alcohol no parecía hacerle ningún efecto.
Coretti la siguió sin perderla de vista ni un instante, con el
corazón latiéndole más rápido que las disco-pulsaciones que dejaba a sus
espaldas, convencido de que en cualquier momento ella se volvería, lo miraría
furibunda, pediría auxilio.
Recorridas dos manzanas de la Tercera Avenida, dobló hacia
Lothario’s. Ahora tenía algo distinto en el modo de andar. Lothario’s era un
tranquilo conjunto de salas decoradas con helechos y espejos Art Deco. Del
techo colgaban lámparas imitación Tiffany que se alternaban con ventiladores de
aspas de madera cuya rotación era demasiado lenta para agitar las volutas de
humo que flotaban a la deriva entre el zumbido conscientemente leve de las
conversaciones. Después de la ruidosa discoteca, Lothario’s resultaba familiar
y reconfortante. Un pianista de jazz en mangas de camisa de rayas finas y
corbata de nudo holgado competía suavemente con las charlas y las risas de una
docena de mesas.
La chica estaba en la barra; sólo la mitad de los taburetes
estaban ocupados, pero Coretti se decidió por una mesa junto a la pared, a la
sombra de una palmera enana, y pidió un bourbon.
Se tomó el bourbon y pidió otro. Esta noche no sentía mucho el
alcohol.
La chica estaba sentada junto a un joven, otro joven con el
acostumbrado conjunto de facciones blandas y regulares. Ella le rozaba apenas
el muslo con el suyo. No parecían estar hablando, pero Coretti tuvo la
impresión de que se comunicaban de algún modo. Se inclinaban el uno hacia el
otro, ligera, silenciosamente. Coretti se sintió incómodo. Fue a los lavabos y
se mojó la cara. De regreso, se las arregló para pasar a menos de un metro de
ellos. Los labios de ellos no se movieron hasta que él estuvo cerca.
Se turnaban para musitar palabras realistas:
—… vi sus primeras películas, pero…
—Pero él es bastante inmoderado, ¿no te parece?
—Claro, pero en el sentido de que…
Y por primera vez, Coretti supo lo que eran, lo que debían ser.
Eran de la especie que se ve en los bares, que parecen genuinamente cómodos
allí. No son borrachos, sino artefactos
humanos. Parte de la instalación. Pertenecen a ese sitio.
Algo en él ansiaba un enfrentamiento. Llegó a su mesa, pero
descubrió que no podía sentarse. Dio media vuelta, tomó aliento y caminó
rígidamente hacia la barra. Quería darle a la chica un golpecito en el sedoso
hombro y preguntarle quién era, y qué era exactamente, y señalar la fría ironía
del hecho de que fuese él, Coretti, el que se vestía como un marciano, el que
espiaba conversaciones, el forastero, el de la ropa y la conversación que nunca
encajaban, quien había por fin adivinado su secreto.
Pero no se atrevió, y no hizo más que sentarse junto a ella y
pedir un bourbon.
—Pero ¿no crees —preguntó ella a su compañero— que todo eso es
relativo?
Los dos taburetes detrás del acompañante fueron rápidamente
ocupados por una pareja que hablaba de política. Antoinette y Camisa de Golf
entraron en el tema político como si nada, reciclando, levantando el volumen de
la voz lo estrictamente necesario para ser escuchados. El rostro de ella, al
hablar, no mostraba ninguna expresión. Era un pájaro gorjeando en una rama.
Estaba tan cómodamente sentada en el taburete que parecía
instalada en un nido. Camisa de Golf pagaba los tragos. Siempre tenía la
cantidad exacta, a menos que quisiera dejar una propina. Coretti los vio
consumir metódicamente seis cócteles cada uno, como insectos chupando néctar.
Pero en ningún momento subieron la voz, ni se les enrojecieron las mejillas, y
cuando al fin se levantaron, lo hicieron moviéndose sin la menor huella de
ebriedad: un defecto, pensó Coretti, un punto débil de su camuflaje.
No le prestaron la más mínima atención mientras los seguía a tres
bares sucesivos.
Al entrar en el Waylon’s, pasaron por una metamorfosis tan rápida que
a Coretti le costó seguir las fases del cambio. Era uno de esos sitios donde en
las puertas de los lavabos hay placas que dicen «Pointers» y «Setters», y una
plaquita en imitación de madera de pino en los recipientes de charqui y
salchichas en salmuera: Tenemos
un trato con el banco. Ellos no sirven cerveza y nosotros no aceptamos cheques.
En el Waylon’s era gorda y con ojeras oscuras. Tenía manchas de
café en el conjunto de poliéster. El hombre que la acompañaba vestía tejanos y
camiseta, y llevaba una gorra roja de béisbol con un parche rojo y blanco de
Peterbilt. Coretti casi los perdió mientras pasaba un frenético minuto en el
«Pointers», parpadeando desconcertado frente a un letrero de cartón escrito a
mano que decía: Apuntamos al
buen servicio; apunte usted también al servicio, por favor.
La Tercera Avenida se perdía cerca de los muelles en una
petrificada maraña de ladrillos. En la última manzana, la calzada estaba
marcada a intervalos por vómitos brillantes; un anciano dormitaba frente a
televisores en blanco y negro, sellados para siempre
tras los turbios ventanales ahumados de hoteles decadentes.
El bar que allí encontraron no tenía nombre. Un as de diamantes se
desmoronaba poco a poco en la ventana sin lavar; el barman tenía cara de puño
cerrado. Un transistor FM de marfil plástico ofrecía rock suave a las
irregulares filas de mesas desiertas. Bebieron cerveza y aguardiente. Eran
viejos ahora, dos nulidades que bebían y fumaban a la luz de bombillas
desnudas, tosiendo frente a un paquete de arrugados Camel que ella sacó del
bolsillo de un mugriento impermeable marrón.
A las dos y veinticinco de la mañana estaban en la terraza del
nuevo hotel que se alzaba sobre el muelle. Ella llevaba un vestido de noche y
él iba de traje oscuro. Bebían coñac y fingían admirar las luces de la ciudad
mientras Coretti los observaba tras dos onzas de Wild Turkey servido en un vaso
de cristal Waterford.
Bebieron hasta la hora de cerrar. Coretti entró con ellos en el
ascensor. Sonrieron por cortesía, pero aparte de eso no le hicieron caso. Había
dos taxis frente al hotel; ellos tomaron uno, Coretti el otro.
—Siga a ese taxi —dijo Coretti atropelladamente mientras enseñaba
los últimos veinte dólares al avejentado conductor hippie.
—Claro que sí, hermano, claro que sí… —El taxista siguió al otro
taxi durante seis manzanas hasta llegar a otro hotel, éste más modesto. Ellos
bajaron y entraron. Coretti bajó despacio del taxi, respirando ruidosamente.
Estaba muerto de envidia: por la personificación de la
conformidad, esa mujer que no era una mujer, ese empapelado humano. Coretti
miró hacia el hotel, y perdió la calma. Dio media vuelta.
Caminó hasta su casa. Dieciséis manzanas. En un momento dado
advirtió que no estaba borracho. Nada borracho.
Por la mañana
llamó para suspender su clase de primera hora. Pero la resaca no llegaba. No
tenía la boca reseca, y al mirarse en el espejo del baño vio que no tenía los
ojos enrojecidos.
Por la tarde durmió, y soñó con gente de caras ovinas, reflejadas
en espejos detrás de hileras de botellas.
Esa noche salió
a cenar, solo, y no comió nada. La comida le devolvía la mirada, de alguna
forma. La revolvió en el plato para que pareciera que había comido un poco, pagó y se fue a un bar. Y a
otro. Y a otro bar, buscándola. Ahora usaba la tarjeta de crédito, si bien ya
tenía la Visa muy sobrecargada. Si vio a la chica, no la reconoció.
A veces vigilaba el hotel donde la había visto entrar. Observaba
detalladamente a cada pareja que llegaba y salía. No porque pudiese reconocerla
tan sólo por el aspecto, pero tenía que haber una sensación, una especie de
reconocimiento intuitivo. Observaba a las parejas y nunca estaba seguro.
Durante las semanas siguientes visitó de manera sistemática hasta
el último agujero de la ciudad donde sirvieran alcohol. Armado al principio con
un plano y cinco Páginas Amarillas arrancadas, fue avanzando hasta los locales
más tenebrosos, sitios con números telefónicos que no aparecían en las listas.
Algunos ni siquiera tenían teléfono. Se hizo socio de dudosos clubs privados, descubrió
refugios que funcionaban fuera de horario y sin licencia, a los que había que
llevar la propia consumición, y se sentaba nerviosamente en oscuras salas
dedicadas a espacios de sexualidad marginal cuya existencia desconocía.
Pero continuó en lo que había de convertirse en su circuito de
todas las noches. Comenzaba siempre por el Clandestino. Ella nunca estaba allí,
ni en el sitio siguiente, ni el siguiente. Los camareros lo conocían, y les
agradaba verlo llegar, porque consumía continuamente y no parecía emborracharse
nunca. Tal vez miraba a los demás clientes con algo de insistencia, ¿y qué?
Coretti perdió el empleo.
Había faltado demasiadas veces a clase. Le había dado por vigilar
el hotel cada vez que tenía tiempo, hasta de día. Lo habían visto en demasiados
bares. No parecía mudar nunca de ropa. Rechazaba clases nocturnas. Interrumpía
una clase por la mitad para quedarse mirando distraídamente por la ventana.
Se sintió secretamente contento por el despido. En el restaurante
universitario lo miraban con extrañeza al ver que no podía comer. Y ahora
disponía de más tiempo para la búsqueda.
Coretti la encontró a las dos y cuarto de la madrugada de un
miércoles en un bar gay llamado El Establo. El local, de paredes cubiertas con
planchas de madera rústica decoradas con cabestros y oxidados implementos
agrícolas, era una estridencia de perfumes, risas y cerveza. Ella era la
compañera de risas de todo el mundo, con un vestido azul de lentejuelas, una
pluma verde en el peinado marrón. Con una avasallante sensación de alivio casi
celular, Coretti tomo conciencia de una suerte de admiración, un extraño
orgullo que ahora sentía por ella, y por la especie de ella. También pertenecía a ese sitio. Era
representativa, una mariquita que no planteaba ninguna amenaza para los maricas
ni para sus machos. El hombre que la acompañaba se había convertido en un
hombre sin edad, de cejas meticulosamente platinadas, jersey de angora y
trinchera.
Bebieron y bebieron, y salieron riendo —con la clase de risa
exactamente adecuada— a la lluvia. Un taxi esperaba, con los limpiaparabrisas
que imitaban el ritmo del corazón de Coretti.
Maniobrando torpemente por la acera mojada, Coretti se escabulló
en el taxi, temiendo la reacción de ellos.
Coretti estaba en el asiento trasero, al lado de ella.
El hombre de sienes plateadas habló con el conductor. El taxista
murmuró algo al micrófono, soltó el embrague y se alejaron bajo la lluvia, por
las calles oscurecidas. El paisaje urbano no impresionaba a Coretti que,
mirando dentro de él mismo, veía que el taxista detenía el coche, que el hombre
gris y a la mujer risueña lo empujaban hacia afuera y señalaban, sonrientes, la
puerta de un hospital psiquiátrico. O: el taxi que se detenía, la pareja que le
daba la espalda y meneaba apenada la cabeza. Y una docena de veces tuvo la
impresión de ver que el taxi paraba en una desierta calle lateral donde
metódicamente lo estrangulaban. Coretti muerto, abandonado bajo la lluvia.
Porque era un extraño.
Pero llegaron al hotel de Coretti.
Bajo el débil resplandor de la luz interior del taxi, observó
atentamente cómo el hombre metía la mano en el abrigo para sacar el dinero del
viaje. Coretti vio claramente el forro del abrigo, que hacía una sola pieza con
el jersey de angora. Ningún abultamiento de billetera, ningún bolsillo. Pero se
abrió una especie de ranura. Se abrió cuando el hombre la tocó con los dedos, y
la ranura vomitó dinero. Tres billetes doblados fueron suavemente extraídos de
la ranura. Estaban algo húmedos. Se secaron mientras el hombre los desdoblaba,
como las alas de una mariposa que se asoma por primera vez a la luz.
—Quédese con el cambio —dijo el hombre, saliendo del taxi.
Antoinette se deslizó hacia afuera y Coretti la siguió mientras su mente sólo
veía la ranura. La ranura húmeda, bordeada de rojo, como una agalla.
El vestíbulo estaba desierto y el recepcionista inclinado sobre un
crucigrama. La pareja cruzó el vestíbulo silenciosamente hasta el ascensor;
Coretti los siguió de cerca. En un momento trató de capturar la mirada de ella,
pero ella no le hizo caso. Y una vez, mientras el ascensor subía siete pisos
por encima del de Coretti, la mujer se dobló hacia
adelante y olfateó el cenicero mural de cromo, como un perro que husmea la
tierra.
Los hoteles, muy avanzada la noche, nunca están en calma. Los
pasillos nunca están en completo silencio. Hay innumerables suspiros que apenas
se oyen, crujidos de sábanas, y voces apagadas que recitan fragmentos de
sueños. Pero en el pasillo del noveno piso, Coretti tuvo la sensación de
moverse en un vacío perfecto, silencioso; sus zapatos no hacían ningún ruido
sobre la moqueta incolora, y hasta el latido de su corazón de extraño se
ahogaba en el vago diseño que decoraba el empapelado.
Trató de contar los pequeños óvalos de plástico atornillados en
las puertas, cada uno con sus tres cifras, pero el pasillo parecía extenderse
sin cesar. Por fin el hombre se detuvo frente a una puerta, una puerta
revestida como todas las demás con una plancha en imitación de palo de rosa, y
puso la mano en la cerradura, aplanando la palma sobre el metal. Se oyó un leve
roce, luego un clic del mecanismo, y la puerta se abrió por completo. Cuando el
hombre apartó la mano, Coretti vio una astilla de hueso, rosa grisácea y con
forma de llave, que se replegaba húmedamente en la carne pálida.
No había luces encendidas en aquella habitación, pero la tenue
aura de neón de la ciudad se filtraba por las celosías y le permitió ver las
caras de una docena o más de personas, sentadas en la cama y en el sofá y en
los sillones y en los taburetes de la pequeña cocina. Al principio creyó que
tenían los ojos abiertos, pero entonces se dio cuenta de que las opacas pupilas
estaban ocultas tras una membrana nictitante, un tercer párpado que reflejaba
las tenues sombras de neón de la ciudad. Vestían lo que el último bar que
habían visitado requería; amorfos abrigos del Ejército de Salvación compartían
asiento con prendas informales suburbanas de vivos colores, batas de noche
junto a polvorientos uniformes de fábrica, cuero de motociclista junto a un
afelpado tweed Harris. Con el sueño, toda falsa
humanidad había desaparecido.
Eran pájaros pasando la noche en su árbol.
Su pareja fue a sentarse junto a los demás en el borde del
mostrador de formica de la kitchenette, y Coretti vaciló en medio de la moqueta
vacía. Años luz de aquella alfombra parecían distanciarlo de los otros, pero
algo lo llamaba desde lejos, prometiéndole paz y descanso. A pesar de eso,
vaciló, estremeciéndose con una indecisión que parecía surgir del núcleo
genético de cada célula de su cuerpo.
Hasta que abrieron los ojos, todos simultáneamente; las membranas
se deslizaron hacia los lados y mostraron la extraña calma de los habitantes de
la más oscura fosa oceánica.
Coretti gritó, y salió corriendo, y corrió por pasillos y
resonantes escaleras de hormigón
hasta la lluvia fría y las calles casi vacías.
Coretti nunca regresó a su habitación del tercer piso de aquel
hotel. Un flemático detective doméstico recogió los textos de lingüística, la
única maleta de ropa, todo lo cual terminó por venderse en subasta. Coretti
alquiló un cuarto en una pensión administrada por una ceñuda abstemia bautista
que hacía rezar a sus inquilinos antes de cada una de las recalentadas cenas.
No le molestaba que Coretti nunca se sumase a aquellas comidas; él le explicó
que en el trabajo le daban de comer gratis. Coretti mentía libre y hábilmente.
Nunca bebía en la pensión, y nunca volvía borracho. El señor Coretti era un
poco raro, pero siempre pagaba puntualmente el alquiler. Y era muy tranquilo.
Coretti dejó de buscarla. Dejó de ir a los bares. Bebía de una
bolsa de papel mientras iba y venía del trabajo en el depósito de una editorial,
en una zona en la que por ser industrial se permitían pocos bares.
Trabajaba por la noche.
A veces, al amanecer, sentado al borde de la cama sin hacer,
abandonándose al sueño —ahora nunca dormía acostado—, pensaba en ella.
Antoinette. Y en ellos. La especie. A veces hacía adormiladas elucubraciones…
Quizás eran como los ratones de las casas, la especie de animal pequeño que ha
evolucionado para vivir sólo en estructuras hechas por el hombre.
Una especie de animal que vive sólo de bebidas alcohólicas. Con
peculiares metabolismos que convierten el alcohol y las diversas proteínas de
las bebidas, del vino y de la cerveza, en todo cuanto necesitan. Y pueden
cambiar por fuera, como los camaleones o las escorpinas, para protegerse. Para
poder vivir entre nosotros. Y tal vez, pensaba Coretti, crecieran por etapas.
En las primeras fases parecerían humanos, comerían lo que los humanos comen, y
percibirían que eran diferentes sólo como un vago desasosiego.
Una especie de animal con su propia astucia, con su propio
conjunto de instintos urbanos. Y la capacidad de reconocer a los de su propia
especie cuando están cerca. Tal vez.
Y tal vez no.
Coretti se hundió en el sueño.
Un miércoles, pasadas después de tres semanas en el nuevo empleo,
la patrona abrió su puerta —nunca golpeaba— y le dijo que lo llamaban al
teléfono. Tenía la voz tensa por la habitual desconfianza, pero Coretti la
siguió por el oscuro corredor hasta la sala de estar del segundo piso, donde
estaba el teléfono.
Al llevarse el anticuado artefacto negro al oído, lo primero que
oyó al principio fue sólo música, y luego una especie de ruido que se fue
disolviendo en una fragmentada amalgama de conversaciones. Risas. Nadie se
impuso al ruido del bar para hablarle, pero la canción de fondo era «Tú eres la
razón de que nuestros hijos sean feos».
Y luego el tono de marcar, cuando la persona que llamaba colgó.
Más tarde, solo
en su habitación, escuchando los firmes pasos de la patrona en la sala de
abajo, Coretti se dio cuenta de que no había necesidad de permanecer donde
estaba. El llamamiento había llegado. Pero la patrona exigía que quien quisiese
marcharse le avisara con tres semanas de anticipación. Eso significaba que le
debía dinero. El instinto le dijo que se lo dejara.
Un obrero cristiano de la habitación vecina tosió dormido cuando
Coretti se levantó y bajó al teléfono de la sala. Coretti le dijo al capataz
del turno de noche que renunciaba a su empleo. Colgó y volvió a su habitación,
cerró la puerta y se quitó la ropa lentamente hasta quedar desnudo frente a la
chillona litografía enmarcada de Jesús que había encima del escritorio marrón
de metal.
Contó nueve billetes de diez. Los puso cuidadosamente junto las
manos rezadoras que decoraban la tapa del escritorio.
Era dinero de aspecto agradable. Era dinero perfectamente bueno.
El mismo lo había hecho.
Esta vez no
estaba para trivialidades. Ella bebía un margarita, y él pidió lo mismo. Ella
pagó, sacándose el dinero de entre los senos, que se agitaban bajo un vestido
escotado, con un diestro movimiento de la mano. Coretti alcanzó a ver la agalla
que se cerraba allí. Se sintió excitado, pero por algún motivo esta vez no tuvo
una erección.
Tras el tercer margarita las caderas de los dos se tocaron, y algo
empezó a propagarse por el cuerpo de él en lentas ondas orgásmicas. El punto de
contacto era pegajoso; una zona del tamaño de la yema del pulgar en el sitio
donde se abría el vestido de ella. Coretti era dos hombres: el de adentro,
fundiéndose con ella en total comunión celular, y la cáscara, sentada con
naturalidad en un taburete del bar, con los codos flanqueando el trago, los
dedos jugando con una paletilla de agitar cócteles. Sonriendo afablemente al vacío.
Tranquilo en la fría penumbra.
Y una vez, pero sólo una vez, una preocupada y distante parte de
Coretti le hizo bajar la mirada hacia donde latían unos tubos de color rubí, y
donde se movían, entre los dos, unos zarcillos que remataban en labios
afilados. Como los tentáculos entrelazados de dos extrañas anémonas.
Estaban copulando, y nadie lo sabía.
Y el barman, cuando les trajo la nueva copa, les ofreció su
sonrisa cansada y dijo:
—Sigue lloviendo, ¿verdad? No va a parar nunca.
—Ha llovido así toda la condenada semana —respondió Coretti—. Ha
llovido hasta en los tragos.
Y lo dijo bien. Como un verdadero ser humano.
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