Hernando
Téllez (Bogotá, 22 de marzo de 1908 - 1966) fue
un ensayista, narrador, periodista, político, diplomático y crítico literario
colombiano.
Escribió y
desempeñó diversas labores en algunos de los más relevantes periódicos y
revistas de Colombia todos hispánicos: la Revista Universidad de Germán
Arciniegas, El Nacional de Caracas, la revista Mito de Bogotá. Trabajó en la
redacción de El Tiempo, donde precisamente se inició como periodista y accedió
a columnista con la serie "leones de los días. De la misma manera y un
tiempo más tarde, escribió otras columnas para la revista El Liberal, en su
sección Hoy; también comentarios y anotaciones bajo el título de Márgenes, en
la revista La Semana. Téllez ejerció como cónsul en Marsella llegando a ser
senador en su país. Es sobre todo conocido como escritor gracias a su colección
de historias cortas publicadas en 1950 con el título de Cenizas para el viento
y otras historias, habiendo ya cumplido los cuarenta años de edad. Buena parte
de su obra es de publicación póstuma.
“Espuma y nada más”
Hernando Téllez (Colombia,
1908-1966)
No saludó al
entrar. Yo estaba repasando sobre una badana la mejor de mis navajas. Y cuando
lo reconocí me puse a temblar. Pero él no se dio cuenta. Para disimular
continué repasando la hoja. La probé luego sobre la yema del dedo gordo y volví
a mirarla contra la luz. En ese instante se quitaba el cinturón ribeteado de
balas de donde pendía la funda de la pistola. Lo colgó de uno de los clavos del
ropero y encima colocó el kepis. Volvió completamente el cuerpo para hablarme
y, deshaciendo el nudo de la corbata, me dijo: “Hace un calor de todos los
demonios. Aféiteme”. Y se sentó en la silla. le calculé cuatro días de barba.
Los cuatro días de la última excursión en busca de los nuestros. El rostro
aparecía quemado, curtido por el sol. Me puse a preparar minuciosamente el
jabón. Corté unas rebanadas de la pasta, dejándolas caer en el recipiente,
mezclé un poco de agua tibia y con la brocha empecé a revolver. Pronto subió la
espuma “Los muchachos de la tropa debe tener tanta barba como yo”. Seguí
batiendo la espuma. “Pero nos fue bien, ¿sabe? Pescamos a los principales. Unos
vienen muertos y otros todavía viven. Pero pronto estarán todos muertos”.
“¿Cuántos cogieron?” pregunté. “Catorce. Tuvimos que internarnos bastante para
dar con ellos. Pero ya la están pagando. Y no se salvará ni uno, ni uno”. Se
echó para atrás en la silla al verme la brocha en la mano, rebosante de espuma
Faltaba ponerle la sábana. Ciertamente yo estaba aturdido. Extraje del cajón
una sábana y la anudé al cuello de mi cliente. El no cesaba de hablar. Suponía
que yo era uno de los partidarios del orden. “El pueblo habrá escarmentado con
lo del otro día”, dijo. “Sí”, repuse mientras concluía de hacer el nudo sobre
la oscura nuca, olorosa a sudor. “¿Estuvo bueno, verdad?” “Muy bueno”, contesté
mientras regresaba a la brocha. El hombre cerró los ojos con un gesto de fatiga
y esperó así la fresca caricia del jabón. Jamás lo había tenido tan cerca de
mí. El día en que ordenó que el pueblo desfilara por el patio de la escuela
para ver a los cuatro rebeldes allí colgados, me crucé con él un instante. Pero
el espectáculo de los cuerpos mutilados me impedía fijarme en el rostro del
hombre que lo dirigía todo y que ahora iba a tomar en mis manos. No era un
rostro desagradable, ciertamente. Y la barba, envejeciéndolo un poco, no le
caía mal. Se llamaba Torres. El capitán Torres. Un hombre con imaginación,
porque ¿a quién se le había ocurrido antes colgar a los rebeldes desnudos y
luego ensayar sobre determinados sitios del cuerpo una mutilación a bala? Empecé
a extender la primera capa de jabón. El seguía con los ojos cerrados. “De buena
gana me iría a dormir un poco”, dijo, “pero esta tarde hay mucho qué hacer”.
Retiré la brocha y pregunté con aire falsamente desinteresado: “¿Fusilamiento?”
“Algo por el estilo, pero más lento”, respondió. “¿Todos?” “No. Unos cuantos
apenas”. Reanudé de nuevo la tarea de enjabonarle la barba. Otra vez me
temblaban las manos. El hombre no podía darse cuenta de ello y ésa era mi
ventaja. Pero yo hubiera querido que él no viniera. Probablemente muchos de los
nuestros lo habrían visto entrar. Y el enemigo en la casa impone condiciones.
Yo tendría que afeitar esa barba como cualquiera otra, con cuidado, con esmero,
como la de un buen parroquiano, cuidando de que ni por un solo poro fuese a
brotar una gota de sangre. Cuidando de que en los pequeños remolinos no se
desviara la hoja. Cuidando de que la piel, quedara limpia, templada, pulida, y
de que, al pasar el dorso de mi mano por ella, sintiera la superficie sin un
pelo. Sí. Yo era un revolucionario clandestino, pero era también un barbero de
conciencia, orgulloso de la pulcritud en su oficio. Y esa barba de cuatro días
se prestaba para una buena faena.
Tomé la navaja,
levanté en ángulo oblicuo las dos cachas, dejé libre la hoja y empecé la tarea,
de una de las patillas hacia abajo. La hoja respondía a la perfección. El pelo
se presentaba indócil y duro, no muy crecido, pero compacto. La piel iba
apareciendo poco a poco. Sonaba la hoja con su ruido característico, y sobre
ella crecían los grumos de jabón mezclados con trocitos de pelo. Hice una pausa
para limpiarla, tomé la badana, de nuevo yo me puse a asentar el acero, porque
soy un barbero que hace bien sus cosas. El hombre que había mantenido los ojos
cerrados, los abrió, sacó una de las manos por encima de la sábana, se palpó la
zona del rostro que empezaba a quedar libre de jabón, y me dijo: “Venga usted a
las seis, esta tarde, a la Escuela”. “¿Lo mismo del otro día?”, le pregunté
horrorizado. “Puede que resulte mejor”, respondió. “¿Qué piensa usted hacer?”
“No sé todavía. Pero nos divertiremos”. Otra vez se echó hacia atrás y cerró
los ojos. Yo me acerqué con la navaja en alto. “¿Piensa castigarlos a todos?”,
aventuré tímidamente. “A todos”. El jabón se secaba sobre la cara. Debía
apresurarme. Por el espejo, miré hacia la calle. Lo mismo de siempre: la tienda
de víveres y en ella dos o tres compradores. Luego miré el reloj: las dos
veinte de la tarde. La navaja seguía descendiendo. Ahora de la otra patilla
hacia abajo. Una barba azul, cerrada. Debía dejársela crecer como algunos
poetas o como algunos sacerdotes. Le quedaría bien. Muchos no lo reconocerían.
Y mejor para él, pensé, mientras trataba de pulir suavemente todo el sector del
cuello. Porque allí sí que debía manejar con habilidad la hoja, pues el pelo,
aunque es agraz, se enredaba en pequeños remolinos. Una barba crespa. Los poros
podían abrirse, diminutos, y soltar su perla de sangre. Un buen barbero como yo
finca su orgullo en que eso no ocurra a ningún cliente. Y éste era un cliente
de calidad. ¿A cuántos de los nuestros había ordenado matar? ¿A cuántos de los
nuestros había ordenado que los mutilaran? … Mejor no pensarlo. Torres no sabía
que yo era un enemigo. No lo sabía él ni lo sabían los demás. Se trataba de un secreto
entre muy pocos, precisamente para que yo pudiese informar a los
revolucionarios de lo que Torres estaba haciendo en el pueblo y de lo que
proyectaba hacer cada vez que emprendía una excursión para cazar
revolucionarios. Iba a ser, pues, muy difícil explicar que yo lo tuve entre mis
manos y lo dejé ir tranquilamente, vivo y afeitado.
La barba le había
desaparecido casi completamente. Parecía más joven, con menos años de los que
llevaba a cuestas cuando entró. Yo supongo que eso ocurre siempre con los
hombres que entran y salen de las peluquerías. Bajo el golpe de mi navaja
Torres rejuvenecía, sí; porque yo soy un buen barbero, el mejor de este pueblo,
lo digo sin vanidad. Un poco más de jabón, aquí, bajo la barbilla, sobre la
manzana, sobre esta gran vena. ¡Qué calor! Torres debe estar sudando como yo.
Pero él no tiene miedo. Es un hombre sereno que ni siquiera piensa en lo que ha
de hacer esta tarde con los prisioneros. En cambio, yo, con esta navaja entre
las manos, puliendo y puliendo esta piel, evitando que brote sangre de estos
poros, cuidando todo golpe, no puedo pensar serenamente. Maldita la hora en que
vino, porque yo soy un revolucionario, pero no soy un asesino. Y tan fácil como
resultaría matarlo. Y lo merece. ¿Lo merece? No, ¡qué diablos! Nadie merece que
los demás hagan el sacrificio de convertirse en asesinos. ¿Qué se gana con
ello? Pues nada. Vienen otros y otros y los primeros matan a los segundos y
éstos a los terceros y siguen y siguen hasta que todo es un mar de sangre. Yo
podría cortar este cuello, así, ¡zas! No le daría tiempo de quejarse y como
tiene los ojos cerrados no vería ni el brillo de la navaja ni el brillo de mis
ojos. Pero estoy temblando como un verdadero asesino. De ese cuello brotaría un
chorro de sangre sobre la sábana, sobre la silla, sobre mis manos, sobre el
suelo. Tendría que cerrar la puerta. Y la sangre seguiría corriendo por el
piso, tibia, imborrable, incontenible, hasta la calle, como un pequeño arroyo
escarlata. Estoy seguro de que un golpe fuerte, una honda incisión, le evitaría
todo dolor. No sufriría. ¿Y qué hacer con el cuerpo? ¿Dónde ocultarlo? Yo
tendría que huir, dejar estas cosas, refugiarme lejos, bien lejos. Pero me
perseguirían hasta dar conmigo. “El asesino del Capitán Torres. Lo degolló
mientras le afeitaba la barba. Una cobardía”. Y por otro lado: “El vengador de
los nuestros. Un nombre para recordar (aquí mi nombre). Era el barbero del
pueblo. Nadie sabía que él defendía nuestra causa…” ¿Y qué? ¿Asesino o héroe?
Del filo de esta navaja depende mi destino. Puedo inclinar un poco más la mano,
apoyar un poco más la hoja, y hundirla. La piel cederá como la seda, como el
caucho, como la badana. No hay nada más tierno que la piel del hombre y la
sangre siempre está ahí, lista a brotar. Una navaja como ésta no traiciona. Es
la mejor de mis navajas. Pero yo no quiero ser un asesino, no señor. Usted vino
para que yo lo afeitara. Y yo cumplo honradamente con mi trabajo… No quiero
mancharme de sangre. De espuma y nada más. Usted es un verdugo y yo no soy más
que un barbero. Y cada cual en su puesto. Eso es. Cada cual en su puesto.
La barba había
quedado limpia, pulida y templada. El hombre se incorporó para mirarse en el
espejo. Se pasó las manos por la piel y la sintió fresca y nuevecita.
“Gracias”, dijo.
Se dirigió al ropero en busca del cinturón, de la pistola y del kepis. Yo debía
estar muy pálido y sentía la camisa empapada. Torres concluyó de ajustar la
hebilla, rectificó la posición de la pistola en la funda y, luego de alisarse
maquinalmente los cabellos, se puso el kepis. Del bolsillo del pantalón extrajo
unas monedas para pagarme el importe del servicio. Y empezó a caminar hacia la
puerta. En el umbral se detuvo un segundo y volviéndose me dijo:
“Me
habían dicho que usted me mataría. Vine para comprobarlo. Pero matar no es
fácil. Yo sé por qué se lo digo”. Y siguió calle abajo
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