El hombre musgo_¡Mira nena, tienes todo el puto mundo!_Cangrejos no por favor_Vinson City-Ville_Mónica Marchesky



MÓNICA MARCHESKY

Seudónimo registrado de Mónica Suárez Marchesky, nació en Salto, Uruguay, el 27 de Abril de 1959. Escritora de ciencia ficción y fantástico, Poeta y promotora cultural.

Co-fundadora del Grupo Fantástico de Montevideo. Un cuento gótico se su autoría fue publicado en: III Premi Literari de Constantí – Narrativa Breu. (Tarragona- España). Participó en el festival de cuento breve del Centro Toluqueño de Escritores y varios de sus trabajos fueron recogidos en la antología: “Los mil y un insomnios” (Toluca – México). Publicación del poema “A veces cuando llueve” en revista Vericuetos edición 2014 París-Francia. Publicación de libro de cuentos “Cabezas mojadas”. Co-Directora de Ruido Blanco, publicación de cuentos de ciencia ficción uruguaya. Participa de Ruido blanco desde el 2013 a la fecha con cuentos de ciencia ficción, Ciberpunk y steampunk. Directora de MMEdiciones. Fundadora de 11/12/13 Grupo Surrealista de Uruguay. Integra varias comisiones de culturas de Montevideo y Canelones. Anima y coordina talleres literarios desde hace varios años en dos lugares emblemáticos de Montevideo: Castillo Pittamiglio y Palacio Salvo. Sus trabajos fueron estudiados en: Configuraciones del Desvío (estudio sobre lo fantástico en la literatura latinoamericana). Territorios virtuales femeninos en “Blondine” y “La tía Eulalia” de Mónica Marchesky por Virginia Frade, Magister en Ciencias Humanas y Consejo de formación en educación



EL HOMBRE MUSGO

Primer Premio en concurso literario nacional.

Mónica Marchesky

 

Gerardo entró corriendo a la Urgencia del Hospital.

 

—¡Doctor Machado! –le gritó la enfermera de turno, haciendo ademanes— ¡apresúrese!

 

Supo que era realmente urgente. Las corridas se multiplicaban y el caos parecía reinar en la Sala de Urgencias... El caso demandó de toda su habilidad. Durante un lapso de tiempo, que a él le pareció muy largo, hubo una febril actividad, hasta que, casi de golpe, todo quedó en un silencio sostenido, para luego volver a empezar, como un mecanismo donde todas las piezas encajan perfectamente. Apoyó las manos en las puertas de vaivén, tomando fuerzas para lo que venía después.  Enfrentarse con las caras ansiosas de los familiares y darles la mala noticia era para él cuestión de todos los días, pero aún lo afectaba. Respiró hondo y empujó la puerta. Lo abrasó el calor de la sala de espera. Miró a ambos lados y no vio a nadie. El silencio conspiró con el calor y lo atacaron hasta hacerlo retroceder. Volvió a entrar empapado en sudor. Una mano le tocó el hombro a la vez que le decía.

—Doctor. ¿Se encuentra bien?

—Si Claudia, pero hace mucho calor ahí afuera ¿Podrías averiguar dónde están los familiares? Yo... yo quedé muy cansado y...

—¡Familiares de Martha Filomeno! – reclamó la enfermera a viva voz, mientras se asomaba a la sala de espera, pero nadie contestó. Otro caso de suicidio pensó Gerardo, mientras daba las órdenes para que retiraran el cuerpo y siguieran con los trámites correspondientes. Se quitó la indumentaria como si todo fuera una segunda piel; se duchó y mientras se peinaba frente al espejo trató de limpiarse una pequeña mancha verdosa que tenía a un lado del bigote. Más tarde, al entrar en la cafetería del Hospital, la cacofonía indescifrable de voces, unido al ruido de cubiertos, vajilla y vasos, lo distrajo de sus pensamientos y comenzó a observar a la gente. Una risa espontánea y le recordó la de ella. Buscó a su dueña esperando encontrarla, pero no fue así. Hacía ya cuatro años que lo había abandonado por un...

—¡Doctor Machado! –anunció una voz femenina por el altavoz— ¡presentarse en Urgencia a la brevedad.! ¡Doctor Machado! –repitió la voz.

Gerardo se levantó de la silla;  y con algo de resignación se encaminó a responder el llamado, pensando en la larga jornada que aún tenía por delante. Cuando llegó a su apartamento ya era de noche y comenzaba a hacer frío. Se frotó las manos con vigor, al tiempo que abría el grifo de la ducha. El agua tibia y jabonosa le recorrió el cuerpo. Sintiendo un gran placer, se quedó un rato más debajo de la lluvia. Al apoyar una de sus manos en los azulejos, notó que una manchita verdosa le cubría el dedo anular. La frotó con fuerza con la esponja hasta hacerla desaparecer. La ducha logró relajarlo. Después de un día agitado en la Urgencia atendiendo distintos casos, estaba muy cansado.

Era ya tarde cuando encendió el televisor mientras apuraba una cena desabrida; sentía muchísima sed y, casi sin darse cuenta, se había bebido más de la mitad de la botella de agua. En la pantalla del televisor vio la imagen del informativista del Noticiero de la Noche: “Joven mujer se arrojó a las aguas del lago del Parque. Su deceso se confirmó en la Urgencia del Hospital General. Luego de innumerables esfuerzos por parte de los médicos por salvarle la vida...” 

Gerardo se derrumbó en la cama. Luego de una mala noche con pesadillas, donde se confundían la cara de la mujer ahogada con animales grotescos que reían y gritaban en una nebulosa de algas, despertó sobresaltado por la estridente campanilla del reloj. Eran las seis de la mañana de un día otoñal que anunciaba el ya próximo invierno. Entreabrió los ojos y pensó en quedarse un poco más en la cama acurrucándose entre las sábanas, cuando el despertador sonó nuevamente.

Mientras se afeitaba, notó que la manchita en el bigote que había descubierto el día anterior, aún seguía ahí y la del dedo anular también. Se buscó más manchas por si acaso y notó que en el lóbulo de la oreja relucía otra; verde y brillante. Nunca, en sus años de medicina había visto algo semejante. Pensó que iría a ver a Nacho en el correr de la mañana ya que, además de un muy buen amigo, era Dermatólogo.

—Bueno –dijo Nacho revisando minuciosamente la piel de Gerardo –si había algo acá ya no está. Pudo haber sido algún reflejo o algo que comiste, o los mismos nervios de atender la Urgencia. Y agregó con énfasis –también..., te tocan cada caso a vos... Realmente no quisiera estar en tu piel. Tranquilizate y tratá de descansar un poco que te hace falta. Cualquier cosa me llamás a casa a la hora que sea.

Luego, como todos los días, se encaminó a atender su trabajo en la Urgencia. Pero, a diferencia de otros días, se impuso a sí mismo no pensar en ella. Hoy la dejaría allá atrás en el tiempo. La dejaría en aquel mismo día, ese terrible día en el que había llegado a su casa y se había encontrado con el vacío de sus cosas, con aquel mensaje en el contestador telefónico aún resonando en su oído. Ni siquiera se lo había dicho personalmente. Su voz, aquella voz otrora cristalina, y que ahora sonaba entrecortada, como dudando o pidiendo disculpas que le decía que lo dejaba, que se iba del país con alguien que...  Después de esos años juntos, Gerardo se quedó solo con su recuerdo; apuró sus pasos hacia la Urgencia.

Abrió la puerta de su apartamento. Encendió la luz y se miró instintivamente la mano mientras colgaba las llaves detrás de la puerta de entrada. Con asombro vio que la mancha en el dedo anular había vuelto. Corrió hacia el baño tirando frenético su gabardina y el maletín. Unos papeles volaron por el aire marcando su loca carrera. Se paró frente al espejo a oscuras; esperaba que no fuera realidad, pero, al encender la luz descubrió con horror que las manchas habían regresado.

Aterrado y con desesperación comenzó a sacarse la ropa inspeccionándose el cuerpo. Con algo cercano al horror, descubrió que su torso estaba impregnado de manchas verdes que subían casi hasta su cuello. Obedeciendo a una repentina ansiedad de beber agua a grandes tragos y queriendo eliminar esas horrendas manchas, se metió debajo de la ducha helada. Queriendo saciar esa incontrolable sed, elevó su cabeza al chorro, bebiendo con ansiedad casi animal, sin entender bien por qué lo hacía. Al mirarse nuevamente el pecho, creyó morir. Se envolvió en la toalla y corrió al teléfono. Con dedos temblorosos no sólo por el frío, sino por la ansiedad, marcó el número de su amigo. Trató de controlar la desesperación de su voz para no alarmarlo y dijo:

— ¿Nacho? Gerardo. Peerdoná la hora, peeeero, ¿¡podés venir!? Mmmm!!!... lo más rápido que puedas.

Su amigo llegó sin aliento. Gerardo, después de abrirle la puerta, corrió a refugiarse en el sillón en el cual lo había estado esperando envuelto por completo en su bata de baño y temblando de frío.

—¿Qué te pasa? –preguntó Nacho.

—¡Han vuelto! Nacho –le dijo con desesperación— ¿Qué es esto que me está pasando? Vos tenés que saber qué es. Yo nunca vi nada igual...

—A ver, déjame ver. Esto es muy raro; hoy no tenías nada –dijo a la vez que le quitaba la toalla con la que Gerardo se cubría el rostro.

–Pero ¿de qué me estás hablando? ¿Te volviste loco? No tenés nada –le dijo casi con enojo. ¿Qué decís? ¿Dónde tenés esas famosas manchas que no las veo?

Gerardo se lo quedó mirando con la boca abierta, sin dar crédito a lo que oía.

–Vos estás chiflado –dijo Nacho tirándole la toalla por la cabeza— tenés que ir a ver a un Psiquiatra.

—Pero te juro que estaban ahí –dijo Gerardo desconcertado y corrió al baño a mirarse una vez más.

El espejo le devolvió una imagen desconocida. Su cara y cabello estaban casi cubiertos por manchas verdes; se sintió grotesco, fantasmal, casi monstruoso. Podía sentir como la piel se le desprendía como una costra pegajosa y chorreante. Con horror comprendió que su amigo no podía ver lo mismo que él y fue entonces cuando comenzó a preocuparse. Se lavó la cara en un vano intento de borrar aquellas huellas inmundas. Necesitaba decirle algo a Nacho y rápidamente improvisó una disculpa para tratar de justificar la “falsa alarma”

Salió del baño secándose la cara y haciendo un esfuerzo por sonreír le dijo a su amigo que todo había sido una excusa para que lo acompañara a cenar.

— ¡Ché, parece mentira! –dijo Gerardo— trabajamos todo el día a un piso de distancia y casi no nos vemos. ¿Te acordás cuando estudiábamos que siempre nos hacíamos un tiempito para reunirnos y compartir un café? ¡Dale!, quedate a cenar.

La cena resultó una tortura para Gerardo. No venía la hora de que Nacho se fuera y así poder meterse debajo del agua nuevamente. Al despedirse, Nacho le dijo:

—¡Cómo me engañaste!  Pero para la próxima, no seas tan dramático. ¡No sabés el susto que me diste!

A pesar de las palabras dichas, Nacho se quedó un momento en la puerta del edificio un tanto preocupado. Le pareció que la actitud de Gerardo había resultado muy rara. En realidad, Gerardo nunca se había destacado por su sentido del humor, por lo que, el argumento que le había dado le resultaba algo extraño.

Para Gerardo la preocupación tomó otras dimensiones. Pasó casi toda la noche buscando información en Internet; recorrió su amplia biblioteca médica en busca de algún indicio, algo que le aclarara, aunque fuera un poco, lo que le estaba pasando. Luego de una búsqueda infructuosa y sentado en el suelo rodeado de apuntes y libros abiertos, se sintió tan frustrado que llegó incluso a pensar en una maldición, en un hechizo, en brujerías. Cerca de las tres de la mañana, lo venció el sueño.

Al levantarse, lo primero que hizo fue verse en el espejo. La imagen que le devolvió fue aún peor que la de la de la noche anterior. Se metió debajo de la ducha con desesperación. En el agua era el único lugar donde se sentía bien y seguro. Ahora veía huellas verdes en todo lo que tocaba. Comenzó así un frenesí de limpieza. Platos, vasos, cubiertos, ropa, cualquier cosa que tocara terminaba, casi indefectiblemente, en la pileta de la cocina llena hasta el borde de agua con detergente. El asco que le producía aquella mucosa verde era espantoso.

En la sala de Urgencias era un suplicio. Su recientemente adquirida manía por la limpieza lo había transformado en un ser insoportable. Comenzó a compartir su vida con las manchas. Ahora lo seguían a donde fuera: en el trabajo, en el supermercado cuando iba a hacer las compras. Trataba de no tocar a la gente para no impregnarlas de aquella asquerosa viscosidad. Y, aunque sabía que nadie las podía ver y ya había descubierto que no eran contagiosas, lo molestaban, no podía acostumbrarse a ellas.

Cuando la necesidad de agua se hizo tan grande que no lo pudo disimular, y sus manías eran el comentario de prácticamente todo el personal del Hospital, consideró seriamente la sugerencia de Nacho de consultar con un Psiquiatra. Tenía muchos amigos y, al parecer, ninguno se había percatado de su mal, pero el temor casi no lo dejaba respirar. Después de aquella primera impresión con Nacho, había tratado de no estar mucho en contacto con ellos. La tensión era constante. ¿Qué pasaría si algún ojo pudiera ver más allá de las apariencias y descubriera sus manchas? Él lo sabía, si eso llegaba a pasar... estaría perdido.

—Pase, doctor Machado –dijo la Dra. Núñez.

Gerardo la quedó mirando. Esperaba una persona más joven y, para su sorpresa, se encontró con una señora mayor y regordeta; alguien que inspiraba confianza e invitaba a hablar con soltura.

—Tome asiento y cuénteme qué lo trae por acá.

—Es difícil de explicar –comenzó a decir Gerardo acomodándose en la silla.

—¿Qué le parece si empezamos por el principio? –sugirió la Doctora, con una media sonrisa que a Gerardo se le antojó sarcástica. Pensó en escapar de allí ya que, en realidad, no sabía muy bien qué esperaba encontrar.

—¿Usted no nota nada raro en mi aspecto Doctora? — dijo Gerardo con cierto temor y atento a cualquier cambio que pudiera detectar en la expresión de la Psiquiatra.

—¿En su aspecto? –preguntó mirándolo con cierta sorpresa— Permítame que lo observe bien –dijo volviendo a sonreír y moviendo el cuerpo para observarlo desde distintos ángulos– No, a decir verdad, lo que veo es a un hombre muy apuesto –acotó la Psiquiatra con algo más de soltura.

Por un momento, Gerardo pensó que estaba todo bien, que su aspecto había vuelto a la normalidad. Pero al ver su rostro en un espejo, casi gritó. Estaba peor que nunca. Su cara era un informe máscara verde de algo viscoso y chorreante.

Respiró hondo para poder continuar con aquella tortura y preguntó:

—¿Es posible que una persona vea cosas que otras no ven? –preguntó Gerardo mientras continuaba observándose en el espejo, sin poder entender cómo esa mujer no veía lo que él.

—¿Qué cosas, por ejemplo? –dijo la Doctora y sin esperar respuesta continuó. — Realmente le pasa algo, pero si Usted no me dice qué es, difícilmente podré ayudarlo.

Gerardo continuó.

—Creo que me estoy volviendo loco. Lo dijo rápido y como con violencia. Quería sonar convincente.

—¿Por qué lo cree? –preguntó la Doctora, pero esta vez en un tono algo preocupado.

Gerardo pensó describirle el aspecto que él veía en el espejo, pero tuvo miedo a su reacción por lo que se limitó a decir:

—Veo que estoy lleno de manchas verdes en todo el cuerpo y últimamente tengo la imperiosa necesidad de beber grandes cantidades de agua o estar sumergido en ella...

Gerardo terminó la frase casi en un susurro. Sabía que esa mujer lo declararía demente sin remedio, perdería su trabajo y su vida se acabaría. Temiendo lo peor y ya temblando, esperó el nefasto diagnóstico de su colega.

—¡Bueno! –dijo la Doctora. La sonrisa se había borrado del rostro y ahora su expresión era de profunda preocupación y no sólo por su paciente. Desde hacía unos segundos había comenzado a sentirse rara. Gerardo, sin notar el cambio operado en la Psiquiatra, continuó hablando como si algo interno lo empujara a hacerlo.

—Mi esposa me abandonó hace ya cuatro años y por más que lo intento no puedo dejar de pensar en ella. La soledad y la angustia me están matando.

Y sin transición entre un tema y otro, continuó:

—Antes, a pesar de estar en contacto con la posibilidad de la muerte, no permitía que eso me afectara. En cambio, ahora, vivo día a día en contacto directo con ella. Algunas veces logra vencerme y otras, creyendo que me engaña, me deja la libertad de una sonrisa, y entonces, la prolongación del tiempo se hace realidad.

Mientras hablaba, el rostro de Gerardo fue cambiando. De una expresión casi sumisa, pasó a una de violencia contenida, de dureza, de angustia, de...

Gerardo se interrumpió en su diatriba. ¿Qué le estaba pasando? ¿Por qué había dicho todo eso? Esa lucha personal que tenía con la muerte le había dado una experiencia de la cual se jactaba, aunque para sus adentros. Conocía bien sus trampas, y sabía de los engaños de los que puede valerse para salir airosa con su trofeo, ¡pero de pensarlo a decirlo!...

Levantó su mirada hacia la Doctora y se encontró con una cara entre asustada y asombrada.

Gerardo no entendió como se había atrevido a contar esa parte tan dolorosa de su vida. No acostumbraba a hablar con nadie de ella. A decir verdad, no había hablado ni siquiera con Nacho, acerca de los sentimientos que le había inspirado ese abandono. Y todo eso sobre la muerte... ¿Qué pasaba con él?

—Francamente Doctor, creo que lo que necesita es un descanso –dijo en tono nervioso la Doctora— Sé bien que la Sala de Urgencia puede llegar a ser muy estresante y creo que Usted ya llegó a su límite. No se preocupe, lo suyo no es nada malo ni fuera de lo común. Lo dijo casi sin mirarlo a la cara, mientras, con mano temblorosa, hacía anotaciones en la Historia Clínica y garabateaba una receta. El malestar se había intensificado.

—Le indicaré un sedante ligero, —continuó diciendo— para que pueda dormir mejor. Ya va a ver que el descanso le hará bien.

Levantándose, le entregó la receta y sin extenderle la mano para saludarlo dijo:

—Bueno Doctor, ha sido un placer conocerlo. Si considera que es necesario, vuelva a verme. Y dirigiéndose a la Asistente dijo:

—Andrea, tenga la amabilidad de acompañar al Doctor Machado a la salida.

Gerardo, algo desconcertado por la abrupta reacción de la Psiquiatra, se levantó lentamente de la silla y dijo:

—Si, tal vez esa sea una solución.

Cuando iba a salir, se volvió y dijo en tono de broma:

—Quien sabe, a lo mejor termino transformándome de una vez por todas en un hombre musgo... y vio como su cara se desgarraba monstruosa sobre la moquete, el sillón, mientras que una baba verde se le escapaba por la comisura de los labios.

Ante esta observación la cara de la Doctora Núñez fue toda una revelación para Gerardo.

—Claro, claro –masculló ella, exhibiendo una acentuada palidez.

Cuando Gerardo finalmente salió del consultorio, la Doctora se derrumbó casi sin fuerzas en la silla. Un sudor frío le empapaba la frente y sentía gotas heladas recorrer su espalda. Su asistente se acercó con un vaso de agua.

—¿Se siente bien Doctora?

—Mmmmsi – contestó aun temblando— No sé qué me pasó. Me parece que me bajó la presión. Andrea, deme unos minutos para reponerme y luego llame al próximo paciente.

Cuando Gerardo salió de la consulta, pensó que no había sido tan malo, después de todo. Al fin y al cabo, la Doctora no había visto nada en él que pudiera ser una amenaza en su trabajo. Aunque.... por un momento creyó verla algo nerviosa.

Aunque trataba de que no fuera así, su vida había cambiado por completo. Sus manías se acrecentaban y las fobias ganaron la partida. La limpieza, que en el Hospital era obligatoria, también pasó a serlo en su casa. Maltrataba su cuerpo bajo la ducha con un cepillo hasta ver que se le caía toda la costra verde del día y aparecía su carne roja casi sangrando, aunque sólo por un momento, porque casi al instante se volvía a generar la mohosa costra, cada vez más espesa y goteante.

Ya no salía a dar la acostumbrada caminata por el parque. Temía que las hojas se le pegaran en la cara, o que, el ya consabido sexto sentido de los animales, lo descubriera. Su vida se complicó aún más cuando le empezaron los ataques de pánico que afectaban su trabajo. Ante pacientes que peleaban con la muerte y requerían de toda su habilidad para salvarlos, solía quedarse en blanco, sudando, y arrastrando su reciente adquirida torpeza, la cual adjudicaba a que veía constantemente cómo un líquido verdoso y baboso, manaba de sus dedos, aun teniendo los guantes puestos.

Evitaba subir por el ascensor, porque el encierro lo hacía sentirse claustrofóbico y comenzaba a toser. La última vez que lo había intentado había sido un desastre. El ascensor estaba lleno de gente cuando él comenzó a toser. Vio cómo salían verdes escupitajos espesos y oscuros de su boca, manchando a todas las personas que se encontraban a su alrededor. Al abrirse las puertas del ascensor, salieron todos a empujones, dejándolo exhausto y jadeando, bajo la mirada aterrada de la ascensorista.

Lo que lo hacía más visiblemente vulnerable era la necesidad de agua constante que sufría. Tomaba increíbles cantidades de líquido, se mojaba la cara, el cabello y lavaba sus manos sin descanso...

El primer cuerpo fue encontrado en el baño de una habitación. La deshidratación era total y las causas fueron atribuidas a una extraña deficiencia metabólica. Gerardo fue llamado por el Director del Hospital ya que el día anterior, él lo había tratado en la Sala de Urgencia y había decidido su internación para estudios más minuciosos. El resto del día transcurrió como todos los demás; su trabajo en la Urgencia, sus manías de limpieza, su sed incontrolable...

Al día siguiente, un paciente que estaba internado en el CTI por una insuficiencia renal, fue encontrado totalmente deshidratado. El caso era muy similar al del día anterior. El director ordenó una investigación. Se hizo una revisión de los medicamentos indicados, los sueros que se habían suministrado, se chequeó todo el instrumental y aparatos conectados, y no se encontró nada fuera de lo normal. Gerardo había estado en el CTI el día anterior –según dijo la Enfermera de turno.

No habían pasado 24 horas del caso, cuando un paciente que se encontraba en la sala de diálisis nocturna, presentó el mismo cuadro, aunque esta vez, sin llegar a la muerte. Alrededor de las tres de la mañana, en la sala de enfermería sintieron un grito aterrador. Cuando llegaron a la sala cuatro de diálisis, encontraron al paciente pálido, sudando copiosamente (algo muy raro en este tipo de casos), con los ojos desorbitados y diciendo que un “monstruo” había querido matarlo. Cuando pudieron calmarlo, el paciente explicó al director que se dializaba en la noche, porque así se le hacían más llevaderas las casi cinco horas que tenía que permanecer conectado a la máquina. Tenía por costumbre pedirle a la enfermera que apagara la luz y lo único que lo acompañaba, era el reflejo verdoso de los números digitales de los aparatos y el zumbido del mecanismo. Como siempre, se había quedado dormido, hasta que un ruido lo despertó. Cuando abrió los ojos, creyó ver un ser informe, verdoso, chorreante. Tuvo la sensación de que chupaba de uno de los caños de la máquina de diálisis, pero cuando gritó, salió rápidamente de la habitación.

Dos días después de este incidente, la enfermera que cubría la guardia nocturna del tercer piso llegó a la Urgencia algo mareada y con dolor abdominal. Gerardo era el Médico de guardia esa noche, al igual que lo había sido las últimas cinco noches. Indicó que le pasaran un suero y un calmante, y se ofreció a colocarlo él mismo, ante la asombrada mirada de la enfermera que lo asistía. Cuatro horas después, en el cambio de turno, encontraron el cuerpo de la enfermera, aun en la camilla de la Urgencia donde había sido atendida, deshidratado por completo. En ese momento, Gerardo se hallaba en la Urgencia, atendiendo a un joven que había sufrido un accidente de tránsito. Luego de los primeros auxilios, lo trasladaron a la sala de operaciones para atenderle una fractura expuesta.

Su cambio había sido total. Ya no quedaba de él nada que sugiriera que alguna vez había sido un ser humano. Podía verse a través de una niebla verde, ya que una capa de mucosa lo cubría de la cabeza a los pies. Un repugnante manto viscoso había sustituido a su piel. Excrecencias pegajosas sustituían a sus manos. Su cuerpo, otrora esbelto y erguido, se había transformado en una masa informe y encorvada, de algo parecido al musgo. Sus suaves cabellos habían sido sustituidos por unos filamentos verdosos. Ahora comprendía su necesidad de agua. Lo que había dicho en el consultorio de la Dra. Núñez como si fuera una broma, al fin, se había vuelto realidad. ¿Cuándo se había operado su transformación? ¿En qué momento dejó de ser un humano? Eso ya no importaba, lo que importaba ahora era el agua... el AGUA.

Tratando de que nadie lo viera, salió de su apartamento. Atravesó el Parque, escondiéndose de las pocas personas que lo transitaban. Llegó al lago y allí entre las silenciosas sombras, se quedó un rato observando el agua. Logró olvidarse de todas sus manías y fobias opresoras, con un inmenso placer, metió suavemente sus manos en las verdes aguas del lago. Sintió cómo la fuerza revitalizadora le subía a través de lo que, otrora, fueran sus dedos. Una nueva energía lo fue colmando. Los recuerdos de ella acudieron a su atormentada mente como caballos desbocados. Allí se había ahogado ella, pensó. Prefirió la muerte a volver con él. La muerte, esa seductora que lo acompañaba día a día desde hacía ya tanto tiempo, se burló de su arrogancia y le demostró que, una vez más, ella decidía cuándo él podía ganar y cuándo no. Miró hacia su derecha, y la vio allí, espectral y... sonriente. Pensó cómo ganarle esta vez y también sonrió.

 

Nuevamente introdujo las manos en las verdes aguas del lago, las cuales se enredaron con las algas hasta atraparle el brazo. No se resistió. No vio nada más que oscuridad y largas algas filamentosas y ásperas que envolvían su cuerpo... y por primera vez en mucho tiempo, se sintió en su elemento.

—¡Doctora! –gritó la secretaria de la Dra. Núñez— ¿Se enteró lo que le pasó al doctor Machado?

—¿Dr. Machado?... –preguntó pensativa la Doctora— ¡Ah! Sí, el Doctor Machado, claaaro

Se dirigió al archivador y tomando la historia clínica de su colega se fue acercando al escritorio mientras leía en forma rápida sus apuntes.

–Estuvo hace unos días en mi consulta, ¿qué le pasó?

—¡Desapareció! –dijo la secretaria en tono melodramático.

—¿Desapareció? –repitió con asombro la Psiquiatra.

—Si –confirmó la secretaria— parece que su mujer lo había abandonado y él quiso salvarle la vida cuando la trajeron casi ahogada del lago y no pudo, dicen que el shock fue muy grande y no pudo recuperarse. El Doctor Suárez, que al parecer era muy amigo, fue al apartamento y al no tener respuesta llamó a la Policía. Parece ser que cuando entraron, encontraron unos restos de comida en mal estado y lo más asombroso –agregó bajando la voz y tratando de dar a la información un tono cercano a lo trágico— parece ser que en el baño encontraron una sustancia verde, viscosa, como si fueran algas o algo así. Un asco.

La Doctora Núñez volvió a mirar la historia que tenía sobre su escritorio y recordó la consulta en su totalidad, especialmente, el comentario final del Doctor Machado...

—Quien sabe, a lo mejor terminó transformándome de una vez por todas en un hombre musgo...





¡MIRA NENA, TIENES TODO EL PUTO MUNDO!

Mónica Marchesky

Al abrir los ojos me sorprendí frente a un espejo de luces. Mi cara extremadamente maquillada. Plumas blancas adornaban mis hombros y mis senos enormes y turgentes, desbordaban del corsé. Mi cabello estaba cortado a la moda en un mechón corto y de un rojo brillante. Mis labios eran de un color púrpura y dibujados a la perfección.

Las chicas resplandecían a mi alrededor, con sus grititos histéricos y groserías sexuales. La excitación antes de la función, burbujeaba en lentejuelas y ligueros. Inspeccioné mi cuerpo, descubriéndolo y me gustó lo que vi, tenía alrededor de veinte años y toda la potencia de la juventud. Aunque me resultó extraño estar en un cuerpo delgado, me dejé llevar.

Había pagado por una experiencia. Estaba decidida. Y ¡Mira nena, tienes todo el puto mundo! Había empezado bien.

En el correr de los días me fui adaptando al ambiente y me resultó luminoso, agradable; las personas tenían grandes sueños. Pasé unos días de locura. El cabaret llenaba parte de mis noches y en los días, lo dedicábamos a pasear por Alex, como llamábamos a Alexanderplatz, el mayor lugar de encuentro, considerada el corazón de Berlín. Las citas sexuales eran la parte más atractiva, luego del espectáculo nos llovían flores en el camarín.

Teníamos lo que se llamaba un “representante” artístico, que no era más que un burdo mariquita que dejaba mal parado al colectivo que representaba. Excesivamente pintarrajeado, con una voz de pito que daba la impresión de tener una gallina atorada en el cuello. Pero, su físico asustaba, era enorme, su cuerpo ocupaba todo el marco de la puerta y hacía valer su posición. Se hacía llamar “Göttlich” y la explotación sexual y las drogas eran su manera de ganarse la vida. Aunque yo sabía que había mucho más. “Gött” era un nexo, lo había descubierto en el callejón del Romanisches Café, traficando con software descartados.

Vivía la vida de Anita, una puta berlinesa. Tuve muchos encuentros y las cuponeras ardían en manos de los soldados que pasaban unos días en la ciudad. Me daba pena los soldados. La mayoría, jóvenes añorando su familia, sus mujeres, algunos sus hijos, hasta el punto de convertirme en un cuerpo confiable, donde además de sexo, derramaban sus miserias.

Una vez, al tomar el callejón hacia el apartamento, que compartía con dos chicas, se me presentó un matón que me acorraló y me ofreció droga por sexo, esa fue la punta del iceberg.

Inmediatamente comencé a consumir drogas pesadas y alucinógenas y el cambiarlas por sexo fue moneda corriente. Ya no me estaba resultando tan atractivo, yo había pagado por diversión y, sobre todo, juventud. Pero, contrariamente a lo que podría pensarse, la adrenalina que corría por mis venas me hacía sentir viva.

Berlín era una explosión de arte, literatura, cine, el entusiasmo y el positivismo irresponsable que disfrazaban un decadentismo, se hacía sentir en forma estridente. Eran tiempos de ansiedad y hedonismo, de libertades sexuales y de experimentación artística. Yo venía de un año donde las epidemias habían arrasado gran parte de la población. Las artes, despojadas de todo encanto, quedaron rezagadas a un segundo lugar. La prioridad era conservar la vida y en base a eso, las ganancias de los laboratorios eran astronómicas. La carrera farmacéutica por la cura de la epidemia, había resultado catastrófica. Las vacunas cobraban miles de vida en el planeta, aplicando su experimento nigromante. El futuro resultaba aburrido, inquietante y desestabilizante. Los políticos se pavoneaban anunciando grandes avances ante la guerra epidemiológica, pero lo cierto era que los virus estaban ahí y dispuestos a quedarse. Era deprimente y angustiante, el miedo al futuro era la cara opuesta a lo que estaba experimentando.

Cierto día “Gött” como la llamábamos, nos informó que deberíamos hacer un espectáculo de desnudo para altos funcionarios de la República de Weimar.

            —¡Pongan a trabajar sus cabezas, a ver que sale! —gritó.

A mí se me ocurrió un baile con algunas hojas cubriendo nada y lo llamé: "kokain" que era la droga por excelencia de la noche. La coreografía fue mi creación. Me deslizaba sobre cuerpos masculinos, desnuda. La idea era que nos untáramos los cuerpos con aceite, yo me cubría con algunas hojas vegetales y al serpentear sobre ellos, las hojas quedaran adheridas a sus cuerpos. Al finalizar, llegaba a destino, desnuda y desfalleciente. Todo un trance erótico, difícil de superar que acababa en un clímax desenfrenado. Fue un éxito y terminé en un encuentro con varios hombres uniformados. Fue la primera vez que tuve un expediente policíaco.

En un momento me había transformado en diversión de soldados en el frente y a “kokain”, siguieron otros espectáculos desnudos con o sin acompañantes.

Las enfermedades venéreas y la tuberculosis, eran la correspondencia de las epidemias de mi tiempo. La gente sentía temor, se empezaron a vender toda clase de bebidas energizantes y curativas. La magia pasó a ser parte del consumo de la sociedad. Los astrólogos hacían mucho dinero, al igual que los laboratorios del futuro. Los adivinos surgían como hongos y a cuál más confiable, exhibiendo diplomas de estudio, colgados en las paredes de los consultorios. El temor corrió como reguero de pólvora entre los prostíbulos y teníamos un exhaustivo examen semanal que, en parte, nos hacía sentir protegidas.

Un día, luego de una larga gira por los frentes de batalla, me sentí cansada, quería tener una relación seria, entonces, decidí casarme con un hombre que no conocía y que no formaba parte de mi mundo. Era el fragmento de realidad que me faltaba entre toda la vorágine. Era la parte intelectual, cuerda y estable. Pero, pronto eso no funcionó. Mi vida era el cabaret, no los aburridos paseos para alimentar patos por los parques y ni pensar en una familia. La decisión la tomé un día cuando al final de mi jornada, llegué a casa y él me estaba esperando para darme la noticia de que nos mudábamos de Berlín. ¡Berlín era mi vida, no podía abandonarla! Y se marchó.

Sin mi cable a tierra, anduve un tiempo sin rumbo. Decidida a salir del pozo de depresión se me ocurrió realizar un show con una mujer, al que llamé “Morphium” y como la anterior “Kokain”, fue una explosión en las cabezas berlinesas. El show era claramente lésbico. Esta vez no había aceites, sino collares de perlas, largos collares que envolvían nuestros cuerpos desnudos. Las perlas acariciaban nuestra anatomía, besaban el clítoris, nuestros muslos y terminaban en nuestra boca. A veces daban vueltas en nuestros cuellos y nos excitaban al máximo, ahogando un grito de placer. Al igual que las hojas en Kokain, las perlas en Morphium fueron los objetos aliados que despertaron el erotismo y claro, nuestras pervertidas intervenciones.

Aunque no tuve una relación con la chica detrás de bambalinas, los periódicos ardieron con historias de esas dos mujeres del cabaret berlinés. Los anuncios se exhibían en los periódicos y en grandes afiches, donde se nos mostraba desnudas con collares de perlas que tapaban un poco los senos. Eso marcó una gran afluencia de público y “Gött” estaba en la gloria.

Al cabo de algunos años, mi vida se había convertido en un martirio. Ya no era agradable, todo se había tornado oscuro, y deseé volver al punto de inicio.

Cuando conocí a Hans, se me presentó como un artista arrogante, como todos los que desfilaban por los salones y cafés. Un poco loco, un poco atrevido, algo surrealista y muy crítico. Endemoniadamente guapo.

Llegué a frecuentar su atelier, por curiosidad y por placer. El recinto estaba desordenado, lámparas de bronce amontonadas en los rincones y encendidas, lienzos y pintura por donde se mirara y sobre un viejo y destartalado sillón, dormía plácidamente un gato. Era un ambiente donde nada se cuestionaba como prohibido. Se exaltaba el cuerpo como un medio de expresión.

Hans, logró darme un poco de entusiasmo. Un día en su atelier, me convenció de posar para un retrato y me pintó y creí que podría recuperar mi brillo, pero odié esa pintura. Marcaba mis miserias. Hans fue el broche de mi vida. Discutíamos todo el tiempo, él con su marcado nacionalismo, pero rebelde ante las etiquetas y yo con mis shows que eran cada vez más atrevidos.

Tuvimos un tórrido romance que terminó un día de primavera. Habíamos pasado una velada con artistas del Burlesque que tiraban pintura en las paredes y en los cuerpos de los invitados a la vez que hablaban de política. El humo de los cigarrillos aún se mantenía suspendido en el aire, el lugar apestaba, pero el sol entraba radiante por las ventanas, calentando el ambiente. Hans se levantó de malhumor y sin explicaciones, me despertó con un cubo de agua y me echó de su casa. Las lágrimas corrían por su rostro y no me miró a los ojos, cuando me empujó hacia la calle y cerró la puerta.  Los cafés estaban abriendo y algunos puestos de helado empezaban a pintar en las aceras. Una cola de gente frente a un banco con las cortinas bajas, se divisaba a lo lejos. Me paré frente al escaparate de una zapatería sin pensar en nada. Encendí un cigarrillo y me vi patética con mi bata y mis zapatillas. Comencé a caminar las cuatro cuadras que me separaban del apartamento, y al llegar, ya me había olvidado del incidente. Al término del día, Hans se había suicidado.  

Mi cuerpo había sufrido mucho en los últimos años. Cuando supe que había contraído tuberculosis, en una de las giras, me sumergí en el alcohol. Mis compañeras de cuarto sacaban una silla y hacían que me sentara al sol; me obligaban a disfrutar del hermoso paisaje de árboles verdes y trataban de hacerme escuchar el canto de pájaros. Todo eso me hacía sentir más desgraciada. Estaba acabada.

Una noche, me encontraron desmayada en la calle, en sumo abandono. Me llevaron a una clínica siquiátrica y en el transcurso de unos meses, dejé la bebida. El médico me había aconsejado, cambio de aire y de trabajo, pero ya era tarde. la sentencia de muerte caía sobre mí como el péndulo de Poe.

Fue grandioso pensar que yo tomaba las decisiones.

Y volví a mi tiempo solo para morir.



CANGREJOS NO, POR FAVOR

Mónica Marchesky

El inspector César Chase, CC, para los compañeros de equipo, se levantó en un impulso y restregándose la cara se paró frente a la máquina expendedora de café. Marcó cortado largo y deslizó la tarjeta. Vio su reflejo en el vidrio y se peinó el cabello con la mano. Pronto cumpliría treinta y ocho años y en la oficina ya estaban preparando festejos.

Pasó la noche investigando las desapariciones inexplicables que desde hacía dos semanas los tenían en jaque. Había caído otro expediente sobre su escritorio, sumándose a los dos de la semana pasada. Se volvió a sentar y observó que llegaba el ascensor.

            —CC, ¡qué cara! —le dijo el jefe pasando frente a su escritorio como una ráfaga.

Esperó que se acomodara, que gritara a su secretaria, que hiciera algunos llamados telefónicos y cuando vio el gesto que le hacía con la mano para que fuera a su oficina, se levantó aun con la taza de café y se apersonó. Le hizo otro gesto que cerrara la puerta y se sentara.

            —Anoche, tres más, ya van cinco en dos semanas —dijo tomando asiento.

            —¿Todos esfumados? —preguntó el jefe, sin mirarlo.

            Todos —levantándose y paseándose con la taza, buscando un lugar donde depositarla—. Y todos hombres —agregó.

            —Dame detalles ¿los de anoche, los conocemos?

            —¡Por supuesto! Son los hermanos Howard, Leo y Robert y su primo Dany.

¿Otra vez esos tres? —gruñó.

El jefe se acordó que, con esta, iban tres veces que los tres desaparecían por unos días dentro de los últimos treinta años.

            —¿No le parece un poco raro? —dijo CC paseándose.

—¿Por qué te preocupa tanto? Todo decanta en lo mismo —agregó con gestos que se traducían en mucho alcohol, mucha droga y mucho sexo.

—Esto es distinto jefe, estaban en casa de su tía Elida, la que vive en la granja a 10 km de la casa de los Howard. La denuncia fue presentada por su madre, esperó dos días, ya que como todos sabemos, los tres suelen andar de juerga y desaparecer, pero esto es distinto, no hay rastros.

—Estarán tirados en alguna zanja, borrachos, como siempre. ¿Buscaron la ubicación de sus celulares?

—Muertos —pasándose la mano por el cuello. La última vez que se los vio, fue cuando salieron en la camioneta los tres hacia el pueblo —dijo CC—. La camioneta tampoco aparece.

—Para venir hacia el pueblo desde la casa de Elida, tienen que pasar al costado de los campos de la “Asociación del cangrejo” y luego tomar por el camino del bosque. Habrá que hacer todo el recorrido ¿Vas a necesitar alguien más? Sería conveniente que no fueras solo, por lo menos el que queda va a poder contar tu desaparición —bromeó el jefe.

            —Sí —dijo CC— voy a necesitar un par de hombres para la investigación. Tengo que saber qué es lo que está pasando. ¡No quiero tener otro maldito expediente de desapariciones sobre mi escritorio! —depositando la taza sobre una repisa del jefe que reaccionó al instante.

            —¡Ni lo pienses! —y le hizo un gesto de que se llevara la taza.

Se retiró a su casa a descansar unas horas, vivía solo, tenía un perro como mascota y era con el que hablaba al llegar.

Entonces le comentó al perro que lo que lo desconcertaba del caso de las desapariciones, era en principio que había un solo patrón, todos eran hombres; que claramente no eran desapariciones naturales, abandonos de hogar o largarse del pueblo para comenzar una nueva vida ¿por qué? Porque todos eran de distinta edad y condición social. No creía en las coincidencias, esto era algo orquestado por alguien.

El centro de Cangre City eran seis manzanas, rodeadas por granjas, mucho campo y bosque, era un pueblo relativamente tranquilo. A la ribera del bosque había un enorme lago que era el que daba nombre al pueblo y a la empresa explotadora de cangrejos.

Lo poco que pudo dormir, estuvo agitado, las imágenes se le aparecían en sueños tan nítidas como pesadillas sinestesias. Comió algo, se dio una ducha y sacó a pasear al perro por el parque que estaba frente a su casa.

Debía regresar a la oficina y preparar un plan de estrategia. Cuando llegó, ya tenía a los dos hombres asignados para el caso frente a él. Fueron a la sala de investigaciones y desplegaron fotografías, empezaron a atar cabos, pero los casos parecían desconectados.

            —¿Qué es lo que hace que un joven estudiante de la Universidad, un político emergente, tres hombres y una camioneta, desaparezcan? —Preguntó en voz alta.

—¿Un asesino?, bueno —se rectificó su compañero— pueden ser varias personas.

—¿Una secta? —dijo el otro.

—Ya lo sabríamos, Cangre City es una comunidad pequeña, todo se sabe, todos se conocen y no tengo noticias de que se haya instalado una secta por estos lados o condados vecinos. ¿Leo, Robert y Dany no habían estado involucrados con un hecho ocurrido hace algunos años, en el lago? —preguntó CC.

            —Sí —agregó su jefe que pasó a curiosear por la sala— forma parte del imaginario colectivo del pueblo. Y levantando el teléfono, habló con alguien para que le trajera el expediente de los Howard del año 2020.

El 13 de julio del año 2020, los hermanos y su primo, habían desaparecido cuando estaban pescando en una lancha en el lago, tenían diez, doce y catorce años.

            —¿Esa fue la primera vez que desaparecieron?  —preguntó CC y agregó— déjame ver el expediente.

Al seguir leyendo, notó que la segunda desaparición de los tres, junto con otros hombres del pueblo, se repitió en julio de 2032.

La primera declaración de los adolescentes, había sido muy contradictoria. Nadie les creyó. Pero lo cierto fue que su desaparición por unos seis días, llamó la atención. El único que habló con los detectives fue Leo, el más chico. Contó que los había secuestrado una nave que apareció sobre la lancha. Que fueron llevados a una instalación de procesado de cangrejos.

            —¿La fábrica? —preguntó CC a su jefe que se había integrado a la charla.

            —Nadie les creyó —repitió el jefe— pensaron que se habían drogado o no sé, lo cierto es que el caso se cerró.

            —Empezaremos por la fábrica —dijo CC tomando el abrigo e incitando a sus compañeros. Esta es la tercera vez que desaparecen en un ciclo de alrededor de doce años. E inmediatamente sonrió para sus adentros, porque era inevitable que buscara patrones.

Los tres hombres salieron como una exhalación hacia el coche y el jefe quedó diciendo en voz alta:

            ¡No vale la pena buscarlos, estarán borrachos en el bosque!

Pero ellos ya estaban en camino.

El sol se estaba poniendo cuando pasaron junto al lago, enorme, enigmático y silencioso. Luego tomaron por los campos que rodeaban la fábrica. Eran grandes espejos de agua donde cultivaban peces, otros crustáceos más pequeños, tortugas, algas, todos alimentos de cangrejos que eran criados en la fábrica para exportación y consumo.

CC recordó que cuando el nació, la fábrica ya estaba instalada y luego supo que la mayoría del pueblo trabajaba en ella, en realidad era el sustento de muchas familias de Cangre City.

Lo que lo asombró al llegar, fue la guardia armada en la puerta principal. La estructura parecía un viejo castillo rodeado de canales. Mostraron la placa y los dejaron entrar a una oficina. Los tres quedaron impresionados con la tecnología que existía detrás de los muros de piedra. Todos los servicios eran monitoreados por robots. CC se preguntó ¿dónde estaría la gente del pueblo? Tal vez en la zona de empaquetado o destajo que se comentaba que estaban las mujeres. Pero antes de que siguiera con sus pensamientos, un robot entró y les sugirió sentarse delante de una gran pantalla.

En la pantalla apareció la imagen de un hombre mayor, de cabello canoso, delgado y con anteojos. Quien les preguntó qué era lo que deseaban. A los tres les pareció una imagen animada, como si estuvieran viendo un animé japonés. Muy realista, pero era una especie de avatar. Quedaron perplejos y empezaron a tartamudear.

CC tomó la palabra y dijo:

            —En realidad no sé con certeza por qué estamos aquí, pero investigamos la desaparición de unos cinco hombres del pueblo. Es una larga historia que no querrá escuchar —dijo y agregó— me hubiera gustado verlo en persona...pero veo que están muy automatizados.

La imagen hizo como que no lo escuchó y continuó diciendo:

            —Como ven, aquí hay solo robots y no hay gente del pueblo, la guardia les indicará la salida y cortó la comunicación abruptamente; para retomar al instante y agregar —la próxima vez tendrán que venir con una orden judicial inspectores— y volvió a desaparecer.

CC miró a sus compañeros y dijo en un susurro, ya que los guardias estaban a sus espaldas escoltándolos.

            —¿Y entonces? ¿dónde mierda trabajan las personas del pueblo que dicen que trabajan en la fábrica de cangrejos? ¿Hay otra?

Los dos levantaron sus hombros sin hablar, les había entrado un temor en ese lugar que no querían moverse ni decir nada.

Antes de la salida, a la derecha, había un pasillo muy iluminado y pudo ver una puerta entreabierta y CC no pudo con la curiosidad. En un descuido, se escabulló hacia el lugar y entró. La oscuridad contrastaba con los cubículos iluminados del fondo. Pudo ver a seres que no eran humanos delante de máquinas, monitoreando los signos vitales de cangrejos enormes que se abrazaban de frente. Casi sin respirar, fijó la vista y lo que vio lo dejó estupefacto. Cangrejos aparentemente en una cópula, pero uno de ellos era un hombre y otro una especie de crustáceo rojo. Ahí estaban los hombres que habían desaparecido; en una transformación teriomórfica y copulando con cangrejos. Se restregó los ojos, no podía creer lo que estaba viendo, pensó que sería un efecto del lugar, algo que les habían hecho respirar. 

Y sí, ahí estaban los hermanos Howard y Dany, los pudo reconocer ya que les quedaban los rasgos de la cara. Comenzó a respirar agitadísimo, quería salir de ese lugar sin ser visto por las máquinas y los seres que no pudieron detectarlo. Se dirigió a la puerta cuando un guardia lo extrajo del cuello hacia el pasillo.

            —Inspector, no hay nada para ver en este edificio —le dijo con una voz cavernosa y supo que también era una máquina muy bien disimulada.

Cuando entró al coche, sus compañeros estaban impacientes.

            —¡Quiero irme de este lugar!  —susurró casi sin voz uno de ellos.

            —¡Que carajos es esto! —gritó el otro.

Pero CC estaba mudo, no pudo hablar en todo el camino de regreso, al pasar por el lago, la luna dibujaba su silueta esfumándose en el agua. Se cuestionaba si lo que había visto lo podía tomar como realidad o fantasía.

A los tres días los hermanos Howard aparecieron en el pueblo, al igual que todos los pobladores que trabajaban en la fábrica, pero no así su primo Dany.

CC supuso que su cerebro buscó patrones de caras, por ese motivo había visto a los hombres abrazados a esos cangrejos rojos. Los hombres aparecidos, se comportaron como si nada hubiera pasado, contaron un pretexto de una fiesta en el condado vecino y se aclaró el caso. Pero todavía quedaba por aparecer Dany, el cual no había regresado en dos semanas. Tenían un caso por resolver.   

No podía hablar con nadie más que con su perro, lo hubieran tratado de loco, le habrían dado de baja como inspector, lo habrían internado en un siquiátrico. Salió a la calle y en su frenética imaginación vio como los pobladores tenían alguna prenda de color rojo. Unas zapatillas, una cartera, el color del cabello, un vestido, los autos que veía eran todos del mismo color. Era como un patrón que se repetía, a él que tanto le gustaban los patrones ahora éstos lo estaban sofocando.

Sus pesadillas se intensificaron, veía esos enormes crustáceos con sus patas abrazados a hombres-crustáceos en silencio por largo rato. Despertaba de su sueño cuando uno de los hermanos abría los ojos y lo miraba fijamente, era Leo, pidió hablar con él.

Poco pudo sacarle, pero cuando le mencionó a Dany, el rostro se le transformó y le dijo:

            —Todos somos comida de alguien, inspector —y no habló más.

CC ya no tenía un caso de desaparecidos, sino ahora de asesinato, pero ¿cómo culpar a las máquinas alienígenas de la fábrica? ¿qué quiso decir Leo con eso? ¿que se lo dieron como alimento a los cangrejos? ¿Y esa raza de seres cangrejos no eran de este planeta? ¿por qué motivo él solo parecía darse cuenta? Su secreto lo tendría preso por el resto de sus días, ya que nadie le creería. Debía dejar de pensar en ello...pero no podía cerrar el caso, al no aparecer el cuerpo del delito. También existía la posibilidad de que Dany se hubiera ido del pueblo. Pero esa frase de Leo, lo dejó inquieto.

Tiró la carpeta dentro del receptor de casos abiertos en el instante que pasaba su jefe.

            —¿Viste? —le dijo al pasar por su escritorio—¡te lo dije!, estaban desaparecidos por la borrachera, cuando se les pasó, aparecieron. Vamos a salir a comer con los chicos de la oficina y celebraremos tu cumpleaños, ¿vienes?

            —Sí, ya voy, pero cangrejos no, por favor.



 Vinson City-Ville



Mónica Marchesky

Pierre Gauthier subió a su vehículo y en un impulso, arrancó a correr por la avenida que conducía a la mina. Era un día luminoso y las ruedas traseras levantaban cristales de hielo. En la noche hubo viento y el barrio Meniére de la Antártida, despertó cubierto de nieve. Mientras tanto, en la radio, escuchaba el discurso de J. Joshua, dirigente de los mineros rebeldes, bajo sus órdenes, que gritaba subido a una tarima.
            —¡Fuera la corporación GMetall! —¡Estamos abrumados por tanta explotación, nuestro pueblo, necesita ya, una declaración de independencia! ¡Abajo explotadores!
Se oían voces de distintos tonos, pero lo que estaba claro, era que los mineros del oro se habían levantado en huelga otra vez. Él dirigía el lecho este del Macizo Vinson, bajo las directivas de GMetall una empresa alemana. Del lado oeste del lecho, la empresa Gold State, dirigida por los chinos, estaba en alerta de máxima seguridad.
Se oyeron disparos y gritos y la comunicación se cortó.
Ya al acercarse a la boca de la mina, se veía que el disturbio había sido grande, camionetas negras militares rodeaban a los pocos que no habían podido escapar.
Sobre la tarima estaba el cuerpo de J.Joshua con la cabeza destrozada. Tuvo que identificarse cuando uno de los guardias, lo empujó hacia la pared.
            —¡Debe vigilar más de cerca a sus hombres, ingeniero! —le dijo con voz metálica, el cybor sin rostro, liberándolo.
Logró extraerle el chip de memoria de la base del cráneo, antes de que ejemplares militares, arrastraran el cuerpo de J.Joshua y lo tiraran dentro de un contenedor, de donde salían otros brazos y piernas que no pertenecían a mineros.
La situación cada año era la misma. Desde que se habían roto todos los tratados de protección ambiental y de minería en la Antártida, las corporaciones habían tomado las instalaciones ya existentes y habían edificado otras. La explotación de las minas y sobre todo la de oro, era un sangrado que se avivaba cada 28 de mayo, luego de la gran rebelión, donde murieran familias enteras luchando por la supervivencia.
Los gerentes estaban en el continente, no se acercaban al territorio de hielo. La cadena de mando terminaba en los ingenieros jefes de las minas y las máquinas, que se encargaban de que se cumpliera el trabajo de doce horas.
J.Joshua, había sido desde el principio uno de los cybors agitadores más carismáticos, quiso defender el medio ambiente, pero cuando vio que las empresas se llevaban  las especies autóctonas y las vendían en el continente como algo snob, se involucró directamente con la problemática de los mineros.
Pierre Gauthier no estaba ajeno a la reivindicación de soberanía de los trabajadores, el territorio era muy grande y querían independizarse en un país. Algo que la comunidad internacional no estaba de acuerdo, porque dentro del mapa del nuevo territorio, estaría parte del mayor yacimiento de oro. Llegaba a ser una cuarta parte de la mina, que los ciudadanos querían para su independencia. Algo que era tomado como una broma por los corporativos.
Cada 28 de mayo moría mucha gente que era reemplazada de inmediato por obreros del continente. La paga era miserable, pero siempre cabía la posibilidad de llevarse alguna lámina de oro escondida dentro de la piel. Habían logrado desarrollar guantes sintéticos que se adherían a las manos y burlaban los scaneres más potentes.
Hacía dos años que Pierre vivía solo, en Meniére, el barrio construido para los ingenieros. Un fatídico 28 de mayo, las fuerzas paramilitares habían irrumpido en su residencia y bajo una falsa acusación de conspiración, habían asesinado a su mujer y sus dos hijos. Lo había perdido todo, pero no tenía donde ir, su vida había sido la Antártida y esa mina. Decidió quedarse. La rabia y la impotencia lo venía carcomiendo desde el episodio, y, cuando J. Joshua comenzó a levantar la voz, lo apoyó. Miraba para otro lado cuando el cybor se escabullía hacia el interior de la mina y se subía a la tarima, agitando a la multitud; para que se levantaran contra el monopolio de los minerales, contra el imperialismo continental y sobre todo abriéndoles los ojos hacia su propia perspectiva de vida futura.
Pierre se paseaba de un lado a otro de la oficina con el chip en sus manos, tendría que insertarlo, si quería, en otro cybor de la misma generación y mismo código. De pronto se acordó de la pareja de Joshua, Alba, ambos habían sido desarrollados al mismo tiempo. Pero Alba, era profesora de física cuántica y daba clases a los hijos de los ingenieros, y, a decir verdad, la conocía poco. Los ingenieros y sus familias, vivían en la superficie, pero debajo de toda esa cáscara, yacía una realidad indiferente a los bolsillos empresariales, que muy pocos conocían.
Fue a verla. Su respuesta fue inmediata.
Aquel 28 de mayo de 2067 será recordado como el día de la independencia de los obreros, al crearse el nuevo territorio, Vinson City- Ville. Luego de un enfrentamiento con las máquinas y con los gobiernos continentales, no pudieron hacer otra cosa que cederles el territorio que pedían, con una explotación conjunta de la mina de oro y un porcentaje para cada uno. La verdad era que necesitaban a los mineros, necesitaban a los ingenieros y a los que manipulaban la gran maquinaria de producción. No podían perder esos recursos y se llegó a un consenso general. Les darían la independencia, pero los vigilarían de cerca.
Pierre y Alba fueron parte importante de la concreción de la independencia, con armas y con elementos tecnológicos. Desactivaron protocolos, códigos incrustados y las mismas máquinas que otrora castigaran a los obreros, ese día fueron cómplices del levantamiento. Defendieron la ocupación y trasladaron a los heridos. Aun así, ambos perdieron la vida en el campo de batalla ese día.  La población militar quedó sin respuesta, ante el desfile de los mineros, blandiendo herramientas de trabajo, golpeando el suelo, custodiados por los autómatas mecánicos, que fueron vistos como desertores. 

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