Edgar Allan Poe (Boston, Estados Unidos, 19 de enero de 1809-Baltimore, Estados Unidos, 7 de octubre de 1849) fue escritor, poeta, crítico y periodista romántico estadounidense, generalmente reconocido como uno de los maestros universales del relato corto, del cual fue uno de los primeros practicantes en su país. Fue renovador de la novela gótica, recordado especialmente por sus cuentos de terror. Considerado el inventor del relato detectivesco, contribuyó asimismo con varias obras al género emergente de la ciencia ficción.
EL BARRIL DE AMONTILLADO
Edgar Allan Poe
Había tolerado cuanto me fue posible las mil injusticias de
Fortunato; pero cuando se permitió el insulto, juré vengarme. Vosotros, que
conocéis bien la naturaleza de mi alma, no supondréis, sin embargo, que esto
fuese una simple amenaza; era preciso vengarme al fin, y estaba completamente
decidido; pero la sinceridad misma de mi determinación excluía toda idea de
peligro. Debía castigar, pero impunemente; una injuria no se lava cuando el
castigo alcanza a quien la aplica, ni queda satisfecha si el vengador no tiene
cuidado de darse a conocer al que infirió la injuria.
Conviene que todos sepan que yo no había dado el menor motivo a
Fortunato para dudar de mi benevolencia, ni por mis palabras ni por mis actos;
según mi costumbre, continué sonriendo cuando me hablaba, y no adivinó que mi
sonrisa sólo revelaría en adelante la idea de mi venganza.
Fortunato tenía una debilidad, aunque fuese por todos conceptos
un hombre respetable, y hasta temible: se vanagloriaba de ser muy inteligente
en vinos. Pocos italianos poseen el verdadero espíritu investigador; su
entusiasmo se manifiesta y adapta las más de las veces según el tiempo y la
ocasión, y su charlatanismo resulta propio para influir en el ánimo de los
millonarios ingleses y austriacos.
En cuanto a pinturas y piedras preciosas, Fortunato, así como
sus compatriotas, era un charlatán; pero en materia de vinos rancios, no dejaba
de ser entendido. Por este concepto, yo no difería esencialmente de él, pues
conocía bien los de Italia, y compraba grandes cantidades cuando podía.
Cierto día de carnaval, al oscurecer, encontré a mi amigo, que
se acercó a mí con la más afectuosa cordialidad, sin duda porque había bebido
mucho. Mi hombre iba disfrazado; llevaba un traje ceñido, y la cabeza cubierta
con un sombrero cónico guarnecido de campanillas. Me alegré mucho de verle, y
creí que no acabaría nunca de estrecharme la mano.
–Querido Fortunato –le
dije–, el encuentro es oportuno. ¡Qué buen semblante tiene usted hoy! Digo que
me alegro de verle porque he recibido una pipa de amontillado, o por lo menos
de un vino que me dan como tal, y tengo mis dudas.
–¿Una pipa de amontillado?
–replicó mi amigo–. ¡No es posible! ¡En medio del carnaval!
–Tengo dudas –repuse– y he
cometido la torpeza de pagar todo el valor sin consultar con usted antes. No le
he podido encontrar, y he temido perder la ocasión de hacer la compra.
–¡Amontillado! –exclamó mi
amigo.
–Repito que tengo mis dudas.
–¿Sobre si es amontillado?
–Sí, y quiero saber a qué
atenerme.
–¿Respecto al amontillado?
–¡Sí, hombre! Y como sin
duda le habrán hecho alguna invitación a usted, voy a buscar a Luchesi, pues si
hay algún inteligente, seguramente es él. Luchesi me dirá…
–Luchesi es incapaz de
distinguir entre el amontillado y el Jerez.
–Y, sin embargo, ese imbécil
sostiene que es tan inteligente como usted.
–¡Vamos, vamos!
–¿Adónde?
–A su bodega.
–No, amigo, no quiero abusar
de su bondad; veo que está usted convidado, y de consiguiente, Luchesi…
–No estoy convidado. ¡Vamos!
–No, amigo mío; no lo hago
por la invitación, sino porque me parece que está usted padeciendo a causa del
frío, y en la bodega hay mucha humedad; las paredes están cubiertas de nitro.
–No importa, vamos; el frío
no vale nada. Es preciso ver ese amontillado; sin duda ha sido usted víctima de
un engaño; y en cuanto a Luchesi, es incapaz de distinguirlo del Jerez.
Así diciendo, Fortunato me tomó del brazo; yo me puse una careta
de seda negra, y embozándome en la capa, me dejé conducir hasta mi palacio.
Los criados no estaban en la casa; yo les había dicho que no
volvería hasta por la mañana, dándoles formalmente la orden de no salir, lo
cual bastaba, como yo sabía muy bien, para que todos marchasen apenas volviese
la espalda.
Tomé dos candeleros, entregué uno a Fortunato y lo conduje con
la mayor complacencia a través de varias habitaciones, hasta el vestíbulo por
donde se bajaba a la bodega; comencé a franquear una larga y tortuosa escalera,
y volvía a menudo la cabeza para recomendar a mi amigo que tuviese cuidado.
Al fin llegué a los últimos peldaños, y nos encontramos los dos
en el suelo húmedo de las catacumbas de Montresors.
Mi amigo se tambaleaba, haciendo resonar a cada movimiento sus
campanillas.
–¿Dónde está la pipa del
amontillado? –me preguntó.
–Más lejos –contesté–; pero
vea usted ese bordado blanco que brilla en las paredes.
Fortunato fijó en mí la mirada de sus ojos vidriosos, que
destilaban las lágrimas de la embriaguez.
–¿El nitro? –preguntó al
fin.
–Sí, el nitro –repuse–.
¿Cuánto tiempo hace que tiene usted esa tos?
Un nuevo acceso impidió a mi amigo contestar hasta que pasaron
algunos minutos.
–No es nada –replicó al fin.
–Venga usted –le dije con
firmeza–, vámonos de aquí, pues no quiero que se resienta su importante salud.
Usted es rico y feliz, como yo lo fui en otro tiempo; se le respeta y se le
ama, y su muerte dejaría un gran vacío. Yo no me hallo en el mismo caso.
Vámonos de aquí, porque de lo contrario enfermaría usted. Por otra parte, tengo
a Luchesi…
–Basta –replicó Fortunato–,
la tos no es nada; el resfrío no me matará.
–Cierto, muy cierto
–repuse–; verdaderamente, no tenía intención de alarmarle en vano; pero deberá
usted adoptar precauciones. Un trago de este medoc le preservará a usted de la
humedad.
Y tomando una botella entre las muchas de una prolongada serie
alineada en el suelo, la destapé.
–Beba usted –dije a
Fortunato, presentándole el vino.
Acercó la botella a sus labios, mirándome de reojo, me saludó
familiarmente (las campanillas sonaron) y dijo:
–Brindo por los difuntos que
reposan alrededor de nosotros.
–Y yo por la salud de usted,
deseándole larga vida.
Mi amigo me tomó del brazo y seguimos adelante.
–Estas bodegas –me dijo– son
muy vastas.
–Los Montresors –contesté–
eran una noble y numerosa familia.
–No me acuerdo cómo es el
escudo.
–Un pie de oro en campo
azul; el pie aplasta una serpiente que se arrastra, y que ha clavado sus
dientes en el talón.
–¿Y la divisa?
–Nemo me impune lacessit.
–Muy bien.
El vino brillaba en los ojos de Fortunato, y las campanillas
sonaban. El medoc me había calentado también un poco la cabeza; pero pronto
llegamos, a través de montones de osamentas mezcladas con barriles y toneles, a
las últimas profundidades de las catacumbas. Me detuve de nuevo, y esta vez me
tomé la libertad de agarrar por un brazo a mi amigo.
–El nitro aumenta –le dije–;
vea usted cómo está suspendido de las bóvedas; nos hallamos en el lecho del
río: las gotas de la humedad se filtran a través de las osamentas. ¡Vaya,
vámonos antes que sea demasiado tarde! Esa tos…
–No es nada –contestó
Fortunato–; sigamos adelante; pero, por lo pronto, venga otro trago de medoc.
Destapé un frasco de vino de Grave y se lo presenté; lo vació de
un trago, y sus ojos brillaron como si fueran de fuego; comenzó a reír y arrojó
la botella al aire con un ademán que no pude comprender.
Lo miré con sorpresa, y repitió el movimiento, que a la verdad
era muy grotesco.
–¿No comprende usted? –me
dijo.
–No –repliqué.
–Entonces no es usted de la
logia.
–¿Cómo?
–No es usted masón.
–¡Sí, sí –repuse–, eso sí!
–¿Usted? ¡Imposible! ¿Usted
masón?
–Sí, masón.
–Veamos; una señal.
–Mire usted –repliqué,
sacando una paleta de albañil de entre los pliegues de mi capa.
–Usted se chancea –exclamó,
retrocediendo algunos pasos–; pero vamos a ver el amontillado.
–Sea –contesté, guardando el
útil y ofreciendo el brazo a mi amigo.
Fortunato se apoyó con pesadez y continuamos nuestro camino en
busca del amontillado.
Después de atravesar una serie de arcos muy bajos seguimos
avanzando por una bajada, y al fin llegamos a una cripta profunda, donde la
impureza del aire más bien enrojecía nuestras luces que las hacía brillar.
En el fondo de esa cripta se descubría otra, no menos espaciosa;
sus paredes se habían revestido con restos humanos acumulados en los
subterráneos que estaban situados sobre nosotros, a la manera de las grandes
catacumbas de París. Tres lados de la cripta tenían aquel adorno; pero en el
cuarto se habían arrancado los huesos, que yacían confusamente en el suelo y
formaban en cierto sitio una especie de muro; en la pared desnuda, por la caída
de los huesos, se veía un nicho de cuatro pies de profundidad, por tres de
ancho y seis o siete de altura; al parecer no se había construido para ningún
uso especial, constituyendo simplemente el intervalo entre dos de las enormes
pilastras que sostenían la bóveda de las catacumbas, apoyándose en una de las
paredes de granito macizo que limitaban el conjunto.
Inútilmente trató Fortunato de escudriñar la profundidad del
nicho levantando su hacha, pues la luz, muy debilitada, no nos permitía ver la
extremidad.
–Avance usted –dije a mi
amigo–; allí está el amontillado. En cuanto a Luchesi…
–¡Es un ignorante!
–interrumpió Fortunato, adelantándose un poco, mientras yo le seguía de cerca.
En un momento alcanzó la extremidad del nicho, y al ver que la
roca le cerraba el paso, se detuvo con aire perplejo.
Un instante después lo tuve encadenado en la pared de granito,
donde había dos grapones de hierro a la distancia de dos pies uno del otro,
dispuestos en sentido horizontal; en uno de ellos se hallaba suspendida una
cadena corta, y en la otra un candado; enlacé con aquélla la cintura de
Fortunato, y pude sujetarle fácilmente, porque era tal su asombro, que no se
resistió; después retiré la llave del candado y salí del nicho.
–Pase usted la mano por la
pared –le dije–, pues no podrá menos de tocar el nitro. A decir verdad, está
muy húmedo, y por eso “suplicaré” a usted una vez más que se vaya. ¿No quiere
usted? Pues bien; será preciso marcharme, pero le dispensaré antes las
atenciones que están a mi alcance.
–¡El amontillado! –exclamó
mi amigo, sin poder salir aún de su asombro.
–Es verdad –repliqué–; el
amontillado.
Al pronunciar estas palabras me acerqué al montón de osamentas
de que ya he hablado, separé algunas de ellas y dejé en descubierto un buen
número de ladrillos y mortero. Con estos materiales, y sirviéndome de mi
paleta, comencé a tapiar la entrada del nicho.
Apenas colocaba la primera línea de ladrillos, reconocí que la
embriaguez de Fortunato se disipaba en gran parte; el primer indicio que tuve
fue un grito sordo; un gemido que salió del fondo del nicho, pero “no era el
grito” de un hombre ebrio. Después lo siguió un silencio profundo; puse otras
tres líneas de ladrillos; y entonces oí las furiosas vibraciones de la cadena;
el ruido duró algunos minutos y durante ellos me agaché sobre las osamentas
para deleitarme más, interrumpiendo mi trabajo.
Cuando el rumor cesó empuñé de nuevo mi paleta, y sin más
interrupción coloqué la quinta línea de ladrillos, la sexta y la séptima; la
pared llegaba entonces casi a la altura de mi pecho; me detuve un poco, y
elevando la luz, dirigí algunos débiles rayos sobre mi amigo.
De pronto resonaron varios gritos agudos de la persona
encadenada, y esto me hizo retroceder violentamente. Durante un instante
vacilé, temblé; pero al fin, desenvainando mi espada, introduje la hoja a
través de las aberturas del nicho. Un instante de reflexión bastó para
tranquilizarme; puse la mano sobre la sólida pared de la cueva, me acerqué al
muro y respondí a los alaridos de mi hombre con otros más ruidosos aún: de este
modo conseguí hacerle callar.
Era entonces media noche, y mi obra tocaba a su fin; había
completado ya la octava línea de ladrillos, la novena y la décima y una parte
de la undécima y última, faltándome tan sólo ajustar una piedra.
La moví con trabajo, y la coloqué al fin en la posición deseada.
En el mismo momento resonó en el nicho una carcajada ahogada que me puso los
cabellos de punta, y a la cual siguió una voz triste que a duras penas reconocí
como la de Fortunato.
–¡Ah, ah! –exclamaba–. ¡No
es mala broma! ¡Buena jugarreta! ¡Cómo nos reiremos en el palacio, ja, ja, de
nuestro buen vino!
–¡Del amontillado! –dije yo.
–¡Ja, ja! Sí, del
amontillado. Pero ya es tarde. ¿No nos esperan en el palacio la señora
Fortunato y los demás? Vámonos.
–Sí –repuse–, vámonos.
–”¡Por amor de Dios,
Montresor!”
–Sí –dije–, por amor de
Dios.
Estas palabras quedaron sin contestación; en vano apliqué el
oído, e impaciente ya, grité con fuerza:
–¡Fortunato!
Nada. Introduje mi luz a través de la abertura que había quedado
y la dejé caer dentro. Sólo me contestó un ruido de campanillas que me hizo
daño en el corazón, sin duda a causa de la humedad de las catacumbas. Me
apresuré a poner término a mi obra, hice un esfuerzo, ajusté la última piedra y
la cubrí de mortero, levantando después la antigua pared de osamentas para
tapar la nueva mampostería. Desde hace medio siglo ningún mortal las ha tocado.
In pace requiescat.
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