Papilio Siderum_ El desertor_José María Merino




José María Merino. (La Coruña, 5 de marzo de 1941- ). Escritor y académico español.
Pasa su infancia y adolescencia en León. Estudia Derecho en la Universidad Complutense de Madrid y oposita para el Ministerio de Educación. Colabora con la UNESCO en proyectos para Hispanoamérica. Dirige entre 1987-1989 el Centro de las Letras Españolas del Ministerio de Cultura. Desde 1996 se dedica sólo a la literatura.Como escritor, se inicia en la poesía, pero termina escribiendo novelas y cuentos, siendo de este género principal representante en España, teniendo un componente fantástico en la mayoría de sus relatos. También ha publicado narrativa infantil y juvenil y literatura de viajes.
José María Merino también se dedica a la crítica literaria, escribe artículos en las revistas Leer y Revista de Libros, el periódico El País, entre otros, y es prologuista y antólogo de diferentes autores. Asiste a congresos y conferencias sobre literatura, en España y en el extranjero.Desde abril de 2009, es académico de número de la Real Academia EspañolaUno de los aspectos más fascinantes de la configuración que lo fantástico toma en los cuentos de Merino es su firme anclaje en la realidad habitual. La utilización de espacios y escenarios teñidos de un tono convencional y resonancias que cabe suponer autobiográficas en mayor o menor medida, tales como viviendas familiares, pensiones, el metro, aulas universitarias, calles, bares y plazas de Madrid o de León.Merino denomina el «realismo quebradizo», en forma de elementos extraños o insólitos, a veces simplemente intuidos, que pugnan por salir a la superficie y modificar la realidad que viven los personajes. Para consolidar el efecto de lo fantástico, la inserción en lo real es condición necesaria, pero no suficiente. Hacen falta otros mecanismos que confirmen la verosimilitud (siempre se ha dicho que toda manifestación del género fantástico debe velar por este aspecto con suma atención, pues en él se juega su prestigio y su capacidad para suspender la incredulidad del lector) 





PAPILIO SÍDERUM
José María Merino

Ya es de día y en el fondo de la habitación va cuajando la bruma lechosa del espejo. Me he acercado a él esperando que su reflejo me devolviese esa figura que apenas se me ha desvelado, pero solamente he visto, resaltando contra la penumbra, un rostro humano, el mío, frente al que no siento otra desazón que la de comprobar una vez más la familiaridad con que estoy obligado a asumirlo. Y luego me he venido al estudio con la determinación de relatar por escrito mi experiencia, y ha bastado mi propósito para que resulte irrelevante que todo haya podido ser efecto de una larga alucinación. Los sueños y los sucesos, que al producirse son un mero pasar, un movimiento más entre los innumerables que van consumiendo sin pausa el azar y el caos, únicamente existen de verdad al ser contados, porque sólo entonces consiguen un perfil discernible. En la escritura está su única memoria, y la escritura los unifica, dándoles una consistencia parecida. Por eso me he propuesto escribir todo lo que me ha ocurrido o he soñado desde que el cometa comenzó a aproximarse. Lo hago acuciado por la inquietud de empezar a olvidarlo, porque acaso antes he vivido alguna experiencia parecida y ya no puedo recordarla, aunque quizá también entonces lo puse todo por escrito y mi narración anda perdida en el mar de papeles que me rodea, sumidero de una costumbre en que se sedimentan los apuntes de mi interminable trabajo de tesis sobre la lógica de la imaginación y los ejercicios y exámenes de mis alumnos, que invaden y contaminan el lugar de los libros, como esas sombras confusas, con las que aún no puedo reconciliarme, invaden y contaminan mi conciencia.
Empezaré escribiendo que aquella mañana yo no podía saber que el cometa empezaba a acercarse.
He escrito pues que aquella mañana yo no podía saber que el cometa empezaba a acercarse. Me había despertado con sobresalto, arrojado a la opacidad de la vigilia desde la culminación de una de esas clarividencias instantáneas que los sueños nos conceden a veces, como un regalo providencial. Porque en mi sueño había percibido con toda certidumbre que entre un viejo cuento chino y ese otro cuento brevísimo que tanto cautiva a la mayoría de mis alumnos había una relación directa. Abrí los ojos e imaginé tan vivamente el texto del cuento chino que las palabras parecían resonar en mis oídos. Y comprendí que mi clase de aquel día se había preparado dentro de mí con la naturalidad inconsciente de un fenómeno biológico. Fue luego, en la cafetería, mientras hojeaba el periódico, cuando leí la noticia de que el cometa empezaba a ser perceptible a simple vista, pero no le di ninguna importancia. Yo estaba lleno de euforia por el hallazgo que me había traído el sueño, sin intuir en ello ninguna mala señal, sin sospechar los enmascaramientos que pronto empezarían a desvanecerse. Tan ajeno a ello, que luego miraría los rostros de mis alumnos, sus ojos inmóviles o huidizos, sus gestos más dubitativos que aquiescentes, las muecas escépticas o bobaliconas de sus bocas, acomodado a las apariencias como si fuesen la única cifra segura de la realidad, con ese pacífico hastío cotidiano que ahora añoro, porque era señal de un sosiego que, aunque modesto, acaso no vuelva a sentir nunca más.
Soñó que era una mariposa, y al despertar no supo si era un hombre que había soñado ser una mariposa o una mariposa que estaba soñando ser un hombre.
Yo había recitado la versión sintética de un cuento chino, un cuento de Chuan Tzu, y les observaba en silencio. A un muchacho se le escapó la risa y su compañera le dio un codazo. No hice caso del incidente, tan común, y me dispuse a analizar el otro cuento, el del dinosaurio. «Soñó que había un dinosaurio a su lado», dije para empezar, añadiéndole un arranque de mi invención.
—Este arranque recordaría el del cuento chino. Pero imaginemos que el autor, tras haber escrito esta oración antes de la que informa del despertar de su personaje, suprime la primera, la que sería semejante a la inicial del cuento chino. Quedaría el cuento tal como realmente es: Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí. Comparemos ahora los dos cuentos.
Estuve hablando bastante tiempo. Les dije que, en el cuento chino, el despertar supone el inicio de una tensión dramática que ya no puede aflojarse jamás, pues en la imaginación lectora gravitarán el hombre soñándose mariposa y la mariposa soñándose hombre, sin que pueda percibirse un desenlace que no lleve en sí otra alternativa que la opuesta y simétrica. En el cuento del dinosaurio, sin embargo, el resultado se agota en una sorpresa y en ella prevalece el ingenio de la invención sobre la tensión dramática: el sueño desemboca en la vigilia, sin que haya quedado marcada una ambigüedad irresoluble entre el territorio del uno y de la otra, como sucede en el cuento chino.
Algunos rebatieron mis argumentos: también en el cuento del dinosaurio el mundo del sueño y el de la vigilia se habían entrelazado sutilmente, sin que la perplejidad lectora pudiese deshacer el embrollo. El espacio en que el dinosaurio permanece —al despertar el sujeto del relato— tiene la misma consistencia de sueño y despertar mezclados que hay en el cuento chino, la misma ambigüedad. El espacio del despertar, en que el dinosaurio está presente, no pertenece a la vigilia ni al sueño, sino a una nueva realidad. «La realidad de la literatura», dijo esa chica de las gafas azules que siempre remata los debates. Comprendí que el cuento chino, acaso por su declarada antigüedad, por su condición venerable, parecía conmoverlos menos que el del dinosaurio.
Cuando terminó la clase, mi euforia del principio de la mañana había sido dominada por una súbita molestia en la espalda, entre mis omoplatos. El día fue transcurriendo sin ninguna circunstancia que lo volviese a distinguir de la ristra de días anteriores, pero al volver a casa encontré en el contestador el mensaje de Elisa. Como no decía su nombre no supe quién era, ni por qué adoptaba un tono tan confianzudo. Escuché varias veces aquel anuncio de una visita en una voz que no conseguía suscitar en mi recuerdo ninguna imagen reconocible. Mas entró de repente mi madre y se quedó mirando al aparato con aire de sorpresa.
—Es Elisa, la chica del Valle. ¿Y no dice que viene? ¿A esta casa? —exclamó, y sus palabras hicieron plasmarse por fin en mi memoria la imagen que correspondía a la voz anónima.
Pero el último suceso significativo de la jornada, que tampoco entonces supe descifrar, fue la visión distraída de mi cuerpo pasando ante el espejo del cuarto de baño.
Acaso me sentí tan sobrecogido por la forma de aquella imagen fugaz, que la parte que en mí analizaba y disponía —la misma que debe de estar haciéndolo ahora mismo— prefirió no aceptarla, sino confundirla con otra ensoñación y hacerme creer que el cuento chino que había determinado el inicio de aquella jornada estaba otra vez desplegando en mi imaginación de soñador su peripecia circular. De nuevo mi madre me sacó del desconcierto. Me observaba desde la puerta con gesto reflexivo:
—Al oír la voz de esa chica he pensado que hace mucho tiempo que no sabemos nada de mi hermano Álvaro —dijo.
Mi tío Álvaro vivía en la casona de la familia materna, en el Valle, una larga terraza de prados junto a un arroyo que se derramaba con rapidez al pie de la cordillera. De la edificación solamente quedaba en buen estado la torre cuadrangular, pues el resto se dispersaba casi en ruinas, adaptado con medios precarios a los modestos servicios de pajares, cuadras, conejeras y gallineros, y los jardines que un día se extendieron hasta la orilla de la corriente se habían convertido en huertos para la subsistencia de los habitantes, en cuyos surcos asomaban sus penachos vegetales o extendían sus ramajes las verduras y hortalizas.
Mi tío, que según decía mi madre había cursado en Alemania una brillante carrera de biólogo, resolvió muchos años antes, en el tiempo mismo en que yo nací, retirarse a aquel rincón con un afán de autosuficiencia que había conseguido cumplir, pues todo lo que en aquella casa consumían él y el matrimonio de viejos servidores que lo acompañaba era producto de su trabajo o de su ingenio; no sólo los alimentos, sino el jabón, los licores, la luz eléctrica y hasta la ropa que vestían, hilada con lino o tejida con lana de oveja en unos primitivos telares. Y en aquel espacio propio de un Robinson montañés, mi tío se dedicaba a su afición preferida, el estudio de los animales.
Viuda desde muy joven, mi madre requería de su hermano una especie de tutela que estimulase mi curiosidad por las cosas y supiese orientarla. Así, pasábamos con él la mayor parte de los veranos. Yo buscaba bichos con mi tío por las trochas del monte, donde él desperdigaba sus redecillas y sus trampas. Mi madre leía bajo un enorme tejo, cerca de la torre, o ante la gran ventana del sur, desde la que se podía contemplar el largo despliegue del río y de los valles. A veces, mi madre se entretenía también dando forma a algunas raíces de las urces que servían para encender el fuego de la cocina. Cortaba y pulía las que tenían formas más compactas y sinuosas y luego les añadía apéndices o marcaba en ellas señales que les daban a aquellos pedazos de leña seca una curiosa apariencia animal. «Yo también tengo mi zoológico», bromeaba mi madre, y sus figuritas se intercalaban en los estantes del laboratorio de mi tío con las cajas de cartón en que él clasificaba los insectos o guardaba nidos vacíos y cáscaras de huevos silvestres.
Allí conocí a Elisa. Era morena, más alta que yo entonces, hija de un antiguo amigo de mi tío que pasaba los veranos en otra casa del Valle, dedicado con ahínco a la pesca furtiva de truchas. Elisa tenía la misma edad que yo —había nacido también en el año del cometa— y unos ojos oscuros tan escrutadores, que la fijeza de su mirada era capaz de desasosegar hasta a los animales domésticos. Estaba bastante flaca y su madre decía muy disgustada que no quería comer. Cuando la conocí tenía unos pechos pequeños y picudos que se marcaban en la ropa con tanta firmeza como si estuviesen esculpidos en una materia menos blanda y movediza que la carne. Elisa nos acompañaba en nuestras excursiones y escuchaba con interés las explicaciones de mi tío.
Por entonces, mi tío estudiaba los insectos. Ya había hecho el catálogo de todas las aves que anidaban en la comarca y había pasado a estudiar lo que era la base fundamental de su alimento. Repetía muy a menudo que había muchas clases de insectos, y que los insectos eran capaces de viajes extraordinarios.
Uno de aquellos veranos mi tío Álvaro nos dijo que cada primavera, en la collada, encontraba mariposas que volaban desde América.
—¿Os dais cuenta de lo que digo? ¡Desde América, nada menos!
Entonces Elisa me agarró una mano y la apretó, y puso en mí su mirada de antracita con tanta intensidad que me pareció encontrar en ello un mensaje secreto.
Aquella misma tarde, después de bañarnos en el río, cuando ya nuestras madres se habían alejado, intenté conocer el significado exacto del apretón de manos y de la mirada. Sus pechos ya no eran tan pequeños ni tan picudos. Estábamos solos en una pequeña pradera sombría, flanqueada por unos matorrales muy espesos. Elisa se acababa de secar y empezaba a vestirse cuando yo la abracé, apretando mi torso contra el suyo para sentir el tacto de aquellos bultos gemelos, y le pregunté qué quería decirme por la mañana, aunque mi pregunta era superflua, pues con mi gesto le estaba mostrando la interpretación que yo había hecho de su conducta. Entonces Elisa se soltó de mí con mucha brusquedad y en su mirada había ese brillo que hacía quejarse a los mastines y relinchar a los caballos, marcando entre nosotros la sólida distancia que debía separarnos.
—¿Estás bobo? —me preguntó luego—. ¿Se puede saber qué te pasa?
Al otro lado de la poza en que se remansaban las aguas del río refulgía el sol de la tarde haciendo brillar los élitros de las libélulas y los cuerpecillos de las abejas y de los moscones. Mi desconcierto permanecía también allí, como otro pequeño ser revoloteante.
—¿Es que no sabes quién eres? —me preguntó, por último, antes de recoger el resto de su ropa y alejarse corriendo.
Elisa esquivó desde entonces cualquier momento de soledad conmigo y yo sentía su actitud como muestra de un rechazo que, por esas paradojas de la atracción amorosa y el gusto de la derrota, servía de mayor incentivo a mis deseos. Además, ella no dejaba de lanzarme miradas llenas de intención ni de apretar mi mano por sorpresa, en momentos en que el tío Álvaro hablaba con entusiasmo de algunas cualidades de aquellos seres que entonces merecían su atención de estudioso, sin que yo consiguiese aclarar lo que querían significar aquellas aisladas muestras de súbita aproximación.
Tuve que desistir al fin de comprender las miradas de Elisa, en las que a veces parecía brillar también el despecho ante mi aturdimiento, y los años de la carrera interrumpieron mi costumbre de aquellas estancias en el Valle y me separaron de ella. De manera que, cuando escuché su voz en el contestador, había pasado tanto tiempo que no pude identificarla. Pero aquella misma noche, mientras rememoraba los veranos del Valle, lo que sobre todo recordé fue la atención absorta con que Elisa escuchaba las explicaciones de mi tío Álvaro sobre las características de los insectos que atrapábamos y las diferentes estructuras de sus cuerpos. Aquellas lecciones del tío Álvaro era lo único que parecía despertar la atención de Elisa, pues el resto del tiempo estaba siempre medio distraída, como perdida en algunas secretas fantasmagorías.
Recordaba sus momentos de inesperada cercanía, cuyas causas nunca logré entender, del mismo modo que no conseguí esclarecer los motivos de su extrañeza al ver cómo yo me interesaba por el trabajo de las cuadrillas majando el centeno, o por los prolijos encajes que los días de fiesta tejía la vieja sirvienta familiar, o por esas tareas del ordeño y la alimentación de los animales que se celebraban cuando apuntaba la noche o comenzaba el día. «¿Es que no sabes quién eres?», volvió a preguntarme alguna otra vez, al encontrarme embobado en la contemplación de cualquiera de aquellas labores, como si mi curiosidad por tales asuntos domésticos y rurales, y otros parecidos, impropia al parecer de ella, fuese también impropia de mí.
Estaba sentado frente a la tele, que mi madre había encendido como todas las noches para quedar amodorrada en una leve siesta antes de la cena. Entonces hablaron del cometa. En la pantalla apareció una imagen muy confusa, apenas discernible, y la locutora informó de que el fenómeno era visible por el noroeste.
En un impulso que entonces no pude identificar, subí a la terraza de la casa, dos pisos más arriba. Algunas de las piezas de la ropa colgada ponían en la oscuridad ademanes fantasmales. En aquel nivel deshabitado, por encima de las viviendas, la perspectiva de las otras terrazas acrecentaba mi sensación de haber accedido a un espacio que parecía dispuesto para que se depositase en él la sobrecogedora lejanía celeste.
Desde una de las esquinas, donde el portero tiene unos cajones con perejil, orégano y hierbabuena, era posible distinguir el cometa, una mancha ovalada, blanquecina, cuyo centro ocupaba un punto brillante. Me recordó primero la imagen de un espermatozoide. Pensé luego que era el mismo cometa que había atravesado aquel espacio veintiséis años antes, en los meses previos a mi nacimiento, y tuve conciencia de estar contemplando algo que fatalmente me pertenecía.
Cuando bajé, mi madre me esperaba para cenar. Y tras lavarme las manos, al apagar la luz vislumbré en el espejo, con mayor claridad, lo que las veces anteriores había sólo barruntado, atribuyéndolo a alguna ensoñación, una forma extraña que durante un instante me sugirió un bulto con dos esferas facetadas sobre las que se alzaría un par de antenas temblorosas, y una especie de trompa alargada en el lugar de la boca. La sugestión fue bastante clara, aunque ya digo que duró sólo un instante, pero yo me fui a cenar sorprendido de no sentir temor ante ella, sino sólo cierta extrañeza.
Para corroborar mi falta de temor, ahora escribiré «aquella noche dormí bien». Sin embargo, ¿cómo fue posible? Seguramente, porque pensé que aquella imagen de una cabeza de insecto ocupando el lugar que debería ocupar la mía era solamente una figuración, una imagen mental relacionada con el cuento chino del hombre y la mariposa que se soñarían mutuamente. El caso es que me levanté sin pereza y atendí mis obligaciones en la facultad. Por esas mutaciones periódicas del humor colectivo, aquel día todo el mundo estaba con pocas ganas de hablar, con ademanes de ausencia y desgana.
Yo aprovechaba aquel marasmo para intentar poner al día el programa, cuando sufrí un desvanecimiento y quedé en el suelo, incapaz de moverme. Oía sus comentarios sorprendidos o alarmados, pero no podía hablar ni salir de mi inmovilidad. Me trasladaron al despacho del decano y me tumbaron en el sofá. Yo continuaba sin poder moverme ni comunicarme, pero oía con claridad cómo expresaban su turbación. Y entonces descubrí en mi cuerpo un tacto nuevo. A través de mis ojos entreabiertos podía ver mis manos muy cercanas, colocadas sobre mi pecho por mis improvisados enfermeros, pero su percepción no era la habitual, y en lugar de sentir las yemas de varios dedos sólo notaba la de uno, que no se posaba blandamente sino con la dureza y la tensa vibración que transmitiría una larguísima uña. La sensación se hacía aún más clara si cerraba los ojos, y entonces también podía concentrar mejor mi atención en la manera como aquellos únicos y largos dedos de cada mano percibían el bulto de mi torso bajo la ropa, que ya no tenía la blandura caliente del cuerpo sino una rigidez acartonada y fría, como si mi piel se hubiese enfriado y endurecido. También percibía bajo mi nuca el volumen de un bulto voluminoso que parecía formar el principio de una espalda que no eran las de costumbre.
Intuí que entre mi repentina postración y las nuevas percepciones de mi cuerpo había una relación directa, como si fuese necesaria la una para que las otras consiguiesen manifestarse, pero me recuperé de pronto, con la misma rapidez con que me había desvanecido. Atribuí todo aquello a quimeras surgidas en el debilitamiento de mi conciencia, pues nadie entre los que me rodeaban mostró extrañeza alguna ante mi aspecto, sino una solicitud insólita, que al fin resultó la expresión del alivio que todos sentían ante lo pasajero y leve del incidente.
Me vine a casa, pero continué el resto del día sin estar muy seguro de mi propia estructura física: la acción de andar sobre mis dos piernas repercutía de un modo raro a cada lado de mi vientre, con una fuerza y una simetría que parecía anunciar la existencia fantasmagórica de otras dos piernas complementarias, y en aquel espacio entre los omoplatos en que había percibido el bulto de una también invisible joroba sentía el cosquilleo de una vibración peculiar. Además, cuando después del almuerzo me dispuse a beber una de las infusiones a que mi madre es tan aficionada, aunque había acercado la taza a la boca, me parecía que no estaba utilizando la lengua y los labios, como había hecho toda la vida, sino un apéndice chupador alargado que introduciría su extremo anterior en la taza humeante.
Recordé la famosa novela y me pregunté si estaría yo también convirtiéndome en un monstruoso insecto, aunque mi transformación perteneciese más al territorio de las propias fantasías y figuraciones que al de la verdadera experiencia física. Lo que me sorprendía —y me sigue sorprendiendo— era mi tranquilidad. Y es que yo vivía mis extrañas experiencias con indiferencia, como si no me atañesen, como si fuese otro el sujeto de aquellas inéditas sensaciones corporales.
Durante toda la tarde trabajé en mis papeles, sin dar importancia a la evidente torpeza de mis dedos, y después de cenar subí a la terraza, para echarle un vistazo al cometa. Mi madre subió conmigo.
—La otra vez que pasó yo estaba malísima —susurró—. Eran los primeros tiempos de mi embarazo de ti, y todo se me iba en náuseas y vómitos.
Los dos contemplábamos en silencio el suave resplandor oval que conseguía marcarse contra el reflejo carmesí de la luz ciudadana.
—Todo el mundo andaba de cabeza. Por aquellos mismos días desapareció Trude, la novia de Álvaro. La buscaron, bien que la buscaron, de día y de noche, por todas las sendas, no dejaron sitio sin mirar. Pero no consiguieron dar con ella. La abuela decía que era como si el cometa se la hubiese llevado. Társila, que es muy maliciosa, murmuraba que a lo mejor se había ido sin más ni más, sin avisar, para no darle explicaciones a mi hermano.
En aquella confidencia me pareció encontrar una de las piezas que me faltaban para comprender la actitud del tío Álvaro. Sin duda fue la desaparición de aquella mujer lo que lo había recluido en el Valle, para encerrarse doblemente, en la torre y en aquellas investigaciones rudimentarias que eran solamente un pretexto para justificar el abandono de sus anteriores vínculos profesionales y académicos.
La mañana del siguiente día no trajo novedades. Enlazando con mis comentarios al cuento chino y al del dinosaurio, les planteé también la oración inicial de la novela famosa que me había hecho reflexionar sobre mis sensaciones o figuraciones de la víspera. También ese mínimo fragmento podía ser un cuento en sí mismo, un cuento brevísimo:
Al despertar Gregorio Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, se encontró en su cama, convertido en un monstruoso insecto.
Les señalé cómo, a pesar de tratarse del inicio de una narración larga, había en el fragmento una concentración dramática que nos permitía considerarlo como un relato completo. ¿Por qué razón no concederle condición de relato exento y cerrado a este fragmento, si se la concedíamos al texto del dinosaurio? Empecé luego a analizar la relación entre los tres textos. Toda la literatura está unida, aunque sólo sea por imperceptibles filamentos, pero en el caso de los tres cuentos me parece que la familiaridad es evidente.
Pretendía llevar mis argumentos al tema del dormido despertado, pero mientras tanto intentaba también descubrir lo que podría encubrirse tras la apariencia juvenil de aquellos rostros, si es que también en ellos permanecía una figura invisible que cada uno, sin confesárselo a nadie, sentiría como la de un ser extraño y ajeno, y hasta horripilante. Les miraba con el mismo sosiego que ponía mi tío Álvaro en la observación de un gorgojo a través del vidrio de su lupa, mientras lo sostenía haciendo pinza con los dedos, pero de todos ellos irradiaba una fuerte emanación de cotidianidad. Sus rojeces y su acné mostraban la inmadurez de sus rostros, oscureciendo en algunos las prótesis la blancura de los dientes superiores, en muchos los cristales de los lentes ampliando la expresión ausente de la mirada.
Aquella tarde, mi madre me anunció que teníamos carta del tío Álvaro. Mi madre mostraba un gesto circunspecto y solemne, como si las noticias tuviesen algo que ver con defunciones o funerales. Le pregunté si pasaba algo, pero no contestó sino con el gesto de alargarme el sobre que contenía la carta, antes de decir:
—Yo creo que este hermano mío se ha vuelto loco.
En su carta, el tío Álvaro empezaba hablando del cometa. Cuando lo conoció por primera vez, tenía pocos años más de los que yo tengo ahora, pero el cometa había marcado su vida con un signo nefasto.
Mi tío Álvaro dedicaba casi toda la carta a hablar de Trude. Decía que la había conocido en el jardín botánico de una gran ciudad alemana. Ella estaba iniciando entonces su vida profesional, como ayudante en la conservación de los pabellones tropicales. Aquella muchacha había estado relacionada con un grupo de compañeros que apenas entonces comenzaban a comprender el fracaso de algunas ideas que, cuando eran todavía estudiantes, habían puesto en Europa una pasajera perturbación de utopía. Era apacible y silenciosa, incapaz de romper su actitud distante en la que, sin embargo, no había indiferencia. Según mi tío Álvaro, había en ella una naturaleza un poco etérea, como si perteneciese más al mundo de lo imaginario que al de lo real. Era frugal, desapasionada, tranquila.
Álvaro se había enamorado de Trude y la miraba trabajar entre la vegetación profusa que se alzaba bajo las grandes burbujas traslúcidas, recogiendo insectos o polen, controlando el grado de humedad y la temperatura, y al verla aproximarse a las grandes flores o a los cuadros de instrumentos hallaba en ella una ligereza grácil que no parecía humana. «A veces pensaba que no era un ser como nosotros, que su apariencia era un engaño óptico con el que encubría otra condición, la de esos seres ligerísimos que succionan el néctar de las flores, un colibrí o un Macroglossum stellatarum.»
Decía que, por muy cercana que la sintiese, siempre le parecía que estaba lejos, como si su razón y sus sentimientos siguiesen los resortes de una lógica ajena también a la del común de los mortales. «Aceptaba mi devoción con la misma quietud lejana y despegada, y yo sentía desolado que, a pesar de todo, aquella escurridiza manera de ser no era una simulación ni significaba una voluntad de no comprometerse.»
En los días del cometa, aquel tiempo según él aciago, Álvaro había invitado a Trude a conocer el Valle con todos los elementos que lo conformaban: su familia, la torre, el torrente, los prados, las blancas cumbres que rodeaban el espacio natal. «Le gustaba mirar cómo el sol se ponía entre los riscos y recorrer los caminos al anochecer, mientras esperaba la aparición del cometa. Permanecía contemplándolo durante todo el tiempo que era visible, mientras cruzaba el espacio nocturno. No quería que yo la acompañase, de modo que la esperaba sentado en la torre, leyendo o trabajando. Y la oía regresar entre los ruidos de la noche —el reclamo de los sapos, los grillos y los pájaros y el aleteo de los murciélagos— como si sus pisadas suaves y ligeras, al atravesar el prado, diesen señal de la presencia de otro ser de la naturaleza. Por fin sentía sus pasos en el zaguán, y luego subiendo las escaleras. Como un sonido musical, que no correspondiese a los esfuerzos musculares de un cuerpo en el proceso de desplazarse.» Una noche no regresó.
«La llegada del cometa me ha hecho rememorar todo aquello vivamente: la consternación ante su ausencia, la larga búsqueda infructuosa.» Pero en los últimos tiempos se le había ocurrido que acaso Trude permanecía allí, en el Valle, aunque él no fuese capaz de verla. Y era que, cada vez más a menudo, le parecía sentir el crujido de los escalones del mismo modo que sonaban cuando ella los pisaba, al regreso de sus paseos nocturnos.
Concluía pidiendo nuestra compañía, sobre todo la mía, que desde hace tantos años apenas paso en el Valle una semana al año. «Tienes que venir a ayudarme a verificar sus huellas —concluía—. Me he hecho demasiado viejo y necesito unos oídos y unos ojos como los tuyos».
Mi madre no había dejado de mirarme mientras leía la carta.
—La gente se trastorna con ese dichoso cometa —dijo.
Elisa llegó ese mismo día, al atardecer. No traía equipaje. Lo primero que sentí fueron sus ojos oscuros y restallantes. Tampoco el resto de su aspecto había cambiado mucho. Seguía siendo delgada, aunque llevaba el pelo muy corto en vez de la melenita que había sido habitual en ella desde la niñez. Ante la perplejidad de mi madre, Elisa no mostró ningún titubeo al reclamar su habitación. Luego, más como una información que para justificar su inesperada irrupción en nuestras vidas, dijo que solamente estaría dos días, y me miraba con aquella intensidad que yo nunca había sido capaz de descifrar.
—A lo mejor, ni siquiera dos días —añadió, y su mirada me devoraba en la penumbra del recibidor.
Mi madre no objetó nada. Más allá de su cortesía, su disposición bondadosa le había obligado ya a prepararle a nuestra inquilina la habitación vacía que había sido de mi abuela. Después de cenar subimos a la terraza para ver el cometa. Eran los días de su mayor aproximación y el óvalo luminoso con su larga cola, cada vez más parecido a un espermatozoide, resaltaba claramente entre la bóveda sucia que se extendía sobre la ciudad.
—Mañana, mañana será el momento —creí oír de la boca de Elisa, y me sorprendió el contacto de su mano en la mía.
Con la misma serenidad con que había venido encontrando insólitas y pasajeras novedades en mi cuerpo, descubrí entonces que el tacto de su mano no era cálido ni tenía la plural acogida de los dedos, pues mi mano —que sin duda en aquel momento era una verdadera mano— lo que percibía era una especie de largo apéndice peludo del que sobresalía una firme uña cilíndrica. Miré aquello con atención, pero en la sombra nocturna, diluida por el reverbero luminoso de la ciudad, no vi otra cosa que la mano de Elisa, que apretaba la mía con la misma fuerza con que sus ojos me miraban. «Mañana», repitió.
Me parece muy difícil describir fielmente todo lo sucedido esa noche.
Intentaré empezar diciendo que después de dejar la terraza nos fuimos cada uno a nuestro cuarto, y que yo me encontraba desvelado, porque la presencia de Elisa había despertado en mí el enardecimiento de los veranos de la adolescencia, aquel tiempo en que hasta la propia luz y los olores del día eran capaces de provocar en mi ánimo una sucesión de impresiones indefinibles y hasta contradictorias, un temor confuso la luz implacable del mediodía, que a su vez despertaba en los arbustos esos aromas secos tan estimulantes de la placidez, o cierta euforia la larga luz del atardecer, cuando sin embargo el olor húmedo de los prados me incitaba a sentir la congoja de alguna pérdida que no podía identificar, y en cada momento y en cada paraje una conciencia titubeante, que ya no tenía la capacidad de embeleso de la infancia pero que tampoco podía apoyarse en esas seguridades que al parecer eran privilegio de los adultos.
La presencia de Elisa en mi casa me devolvía el recuerdo de mis vacilaciones, y daba vueltas en la cama sin acabar de dormirme cuando se abrió la puerta. Encendí la luz y me la encontré ante mí, completamente desnuda, mirándome con sus ojos minerales. Elisa señaló la lámpara con la mano, haciendo un gesto, y yo apagué la luz.
Debería ser capaz de relatar ahora todo lo que sucedió, todo lo que me fue revelado. No puedo decir que Elisa estuvo en mis brazos ni yo en los suyos. Los cuerpos que se encontraron sobre mi cama en la oscuridad no tenían el tacto de nuestros cuerpos humanos. Fue como si aquella nueva corporeidad disimulada que yo había vislumbrado hubiese sustituido definitivamente a la humana, y nuestros miembros se hubiesen convertido en otros, que se regían por distintas reglas orgánicas y musculares.
A veces, cuando estábamos con mi tío Álvaro y él descubría insectos en el acto de la cópula, yo insistía mucho en mostrárselos a Elisa, con el propósito malicioso de mellar la seguridad del muro que su actitud había logrado interponer entre nosotros. Creo que esa noche yo he experimentado en mi propia persona los movimientos y las sensaciones de aquellos apareamientos, sintiendo en mi vientre peludo el vientre de la hembra y sujetando con mis garras adherentes su lomo quitinoso, mientras las patas pinzosas ceñían su abdomen y temblaban las alas y las antenas de los dos. Yo sentía nuestra unión en mi sexo como un contacto corrosivo, pero no podía separarme del otro cuerpo vibrante, que emitía un zumbido sordo.
En otra de las ocasiones en que el tío Álvaro nos hablaba de las características de los insectos, Elisa había subrayado con su contacto y su mirada el hecho de que los insectos no tienen la servidumbre del aprendizaje, nacen ya con esa asombrosa cualidad de una memoria completa de todo lo necesario para vivir en comunidad y para sobrevivir. Nacen sabiendo lo que tienen que hacer.
¿Cómo había podido olvidarlo? Imágenes grabadas en esas zonas profundas de mi otro ser, que deberían haber permanecido patentes en mi memoria, vi las flores oscuras enhiestas en la blancura azulada del cometa, que sobrevolaban aquellos enormes seres de alas multicolores. Aunque ahora mismo no sé si lo recordé, o si era esa hembra quien me lo estaba susurrando mientras nuestras espiritrompas se entrelazaban con la misma lascivia con que se trenzan las lenguas de la pareja humana en el acto amoroso.
Ella se aferraba a mí con sus largas uñas y de su sexo fluía una sustancia ácida, tibia y olorosa que me abrasaba de placer. Yo estaba seguro de que aquel tacto cáustico que bullía en el centro mismo de mi sensibilidad acabaría por deshacer mi sexo antes de destruir el resto de mi cuerpo, pero no me importaba, dispuesto a dejarme aniquilar como si estuviese cumpliendo las fases necesarias de un obligado acabamiento que no podía rehuir y al que no quería renunciar.
Luego me quedé dormido, y cuando desperté Elisa ya no se encontraba allí, pero mi cuerpo humano estaba lleno de arañazos, mis labios cortados y en mi sexo ardía la huella de una gran quemadura.
Apenas pude levantarme en toda la jornada. Me curé como pude las heridas del cuerpo y atribuí a un mal golpe las únicas visibles. A la hora de la comida, encontré en Elisa la misma indiferencia que había sido su costumbre de tantos años. Como he dicho, el resto del día permanecí en mi cama, hundido en una languidez que tenía también mucho de abulia.
No me levanté a cenar, y mi madre me preparó uno de los caldos que nutrían mis enfermedades infantiles. Ponía su mano en mi frente y me miraba con una preocupación en que cristalizaban todas las penas antiguas de su infatigable tutela.
—No parece que tengas calentura —dijo, aunque yo sentía dentro de mí el temblor y el frío propios de la fiebre.
Por fin me quedé dormido, pero me despertó la llegada de Elisa. Estaba también desnuda, y me ordenó que me levantara y me desnudase.
—Nos vamos —ordenó.
Eran las dos de la madrugada. Subimos a la terraza. Elisa me señaló otras figuras inmóviles, dispersas en las terrazas de las casas vecinas.
—Hermanos —dijo.
Pero ya no era Elisa. Era una gigantesca mariposa, vertical sobre sus patas traseras, que tenían la forma de las piernas de la mujer que había sido antes. En su vientre peludo, por encima de ellas, había otras dos patas, éstas mucho más parecidas a las de los insectos. Y mucho más arriba, en el otro segmento de su cuerpo, dos pequeños apéndices articulados, rematados por las uñas cilíndricas que yo ya había sentido en mi mano. En esa parte intermedia de su cuerpo sobresalían dos pechos femeninos de la masa vellosa, y en la cabeza, coronada por dos largas antenas liriformes, brillaba el pavonado de los ojos que yo había visto brillar tantas veces, multiplicado en las innumerables facetas de dos grandes esferas. En la cabeza permanecía la misma boca, aunque el lugar de la lengua estaba ocupado por una larga y fina trompa. Como una capa, unas alas enormes cubrían su parte dorsal.
Entonces percibí que en mí había tenido lugar el mismo desvelamiento, y que mi cuerpo mostraba también aquella forma de enorme mariposa. Sobre la bruma bermeja que cubría la ciudad, el cometa brillaba como no lo había hecho nunca en las noches anteriores. Ella comenzó a mover sus alas y se alzó bruscamente, y yo aleteé también y la seguí. Las figuras humanas antes inmóviles en las otras terrazas se habían transformado también en grandes mariposas que empezaban a alzar el vuelo. Algunas escamas desprendidas de las alas marcaban en el espacio un rastro chispeante.
Apenas me había separado de la terraza siguiendo el vuelo de Elisa, mientras vislumbraba el de los demás cuerpos que aleteaban a lo lejos, separándose también de la ciudad, cuando comprendí que yo no sería capaz de recorrer el largo camino que nos separaba del cometa. La terraza de mi casa estaba aún muy cercana, casi debajo de mí, y mis fuerzas empezaron a fallar. Aleteaba, pero no podía continuar ascendiendo. Viví entonces con toda certeza esa experiencia que anteriormente sólo había tenido en sueños, la de sentir que todos mis esfuerzos eran inútiles y que no conseguía remontar el vuelo y ganar altura. Mis torpes aleteos y las cuerdas de tender la ropa fueron amortiguando mi caída en el patio interior del edificio. Quedé al fin desplomado en el suelo, y mi conciencia empezó a desvanecerse entre un fuerte olor a orines de gato.
Caído en el patio boca arriba, tenía sobre mí el espacio cuadrangular que acotaban las paredes interiores del edificio. Más allá de las cuerdas de la ropa tendida, el cometa ocupaba el centro de un espacio rosado y neblinoso. Acaso entonces mezclé en mi pensamiento, con la memoria profunda del otro que me ocupaba, algunas de las explicaciones del tío Álvaro, recreadas por el tiempo y el ensueño.
Volvía a ver las largas llanuras heladas donde brotaban las gigantescas flores negras y moradas de áspera textura, bajo el brillo permanente de las estrellas. Y vi el momento en que las simientes de las grandes mariposas eran lanzadas al espacio, como minúsculas réplicas de aquel inmenso espermatozoide sembradas cerca de los astros capaces de ayudar a germinar su simiente.
Te vi a ti, madre, tantos años antes, tu rostro el de una fotografía donde sonríes tristemente bajo una pamela, pero no llevabas puesta la pamela, estabas pálida y débil y la abuela te acompañaba solícita, y ambas contemplabais en la noche ese mismo cometa, cuando yo no había nacido. Y vi el interior de tu vientre, donde mi propio embrión empezaba a formarse, y vi muchos vientres más que en aquella noche acogían también un inicio palpitante de vida humana, y todos esos vientres eran también la noche de un espacio inmenso y estelar, que iban buscando las semillas del cometa.
Vi la simiente del cometa llegar del espacio oscuro hasta el planeta cálido, y la descubrí encontrando aquellos cobijos en que empezaba a agitarse la vida humana, y sentí cómo la simiente lejana se entrelazaba con el embrión en el vientre de mi madre para acomodar a él su propia gestación.
Mi recuerdo era como una de las lecciones del tío Álvaro bajo la luz del verano, mientras un milano planeaba con lentitud sobre nosotros y él señalaba el caparazón de un escarabajo y nos hablaba de su ciclo de reproducción. Una memoria susurrante me devolvía al planeta en su viaje a través del universo, hasta que el recorrido se cumplía una vez más. Y yo veía a los vástagos nacidos de las fecundaciones de la anterior visita alzando su vuelo para regresar al mundo originario, mientras nuevas semillas llovían en la negrura del espacio buscando los óvulos propicios.
Recobré la conciencia para encontrar las miradas de mi madre y de los porteros. La conmiseración que había en una, y la extrañeza suspicaz de las otras, no conseguían ocultar el horror que a todos les suscitaba mi apariencia. No pude evitar que llamasen a un médico, que tras examinar las señales de mi cuerpo quitó importancia al asunto, me recetó una pomada y unas pastillas e hizo un comentario oscuro y sarcástico sobre ciertos gustos turbios de la juventud de hoy. Por fin me quedé solo en mi habitación, bien arropado, entregado a un descanso absorbente.
A lo largo del día he dormido a ratos, y en mis vigilias he pensado en el fracaso de mi retorno al mundo originario. Creo que Elisa y los demás pudieron volar porque ese viaje había sido el objetivo de toda su vida. Sin duda Elisa nunca esperó otra cosa. Pero en mí algo debió de fallar desde el principio, una amnesia que nunca me permitió reconocer mi doble naturaleza, y la primacía de la invisible. No he tenido fuerzas para despegarme de todo esto. Para ellos el vuelo nocturno cumplió el anhelo de toda la vida anterior, pero yo he vivido siempre como un ser humano, con esperanzas puestas en cosas pequeñas y a corto plazo, con satisfacciones cotidianas de afanes menudos.
Con los ojos cerrados, palpaba con cuidado todos mis miembros, pero sólo encontraba el tacto de mi carne, como si cualquier rastro de ese otro que también he mostrado ser hubiese desaparecido. Los caldos de mi madre siguieron poniendo en la jornada alguna dulzura de la niñez. Por la tarde me atreví a preguntarle por Elisa y me contestó que al parecer se había ido sin despedirse.
—Ha dejado ropa por ahí tirada, qué sé yo. ¿Esa chica no estará metida en algún lío?
No dijo más, porque asumía con la resignación automática de su bondad un trato descortés que no se había merecido. Me sentí a gusto de ser hijo suyo, de haber germinado dentro de su vientre, y luego dormí toda la noche de un tirón.
Con la llegada del día me he levantado para escribir esto. Acaso lo olvide todo. Ojalá lo olvide. Tal vez cuando relea este escrito acabe por destruirlo. En otros momentos de la vida, he descubierto en la literatura algunas claves para comprenderme, y creo que la literatura puede ayudarme también a entender mejor lo que me ha sucedido. Acaso he soñado que era una mariposa. Pero no hay ahora nada alrededor de mí que me recuerde mi sueño. Estoy en la vigilia, y me descubro convertido en un hombre de carne y hueso.



EL DESERTOR

José María Merino (España, 1941)

El amor es algo muy especial. Por eso, cuando vio la sombra junto a la puerta, a la claridad de la luna que, precisamente por su escasa luz, le daba una apariencia de gran borrón plano y ominoso, no tuvo ningún miedo. Supo que él había regresado a casa. La suavidad de la noche de San Juan, el cielo diáfano, el olor fresco de la hierba, el rumor del agua, el canto de los ruiseñores, acompasaban de pronto lo más benéfico de su naturaleza a la presencia recobrada.
La vida conyugal había durado apenas cinco meses cuando estalló la guerra. Le reclamaron, y ella fue conociendo entre líneas, en aquellas cartas breves y llenas de tachaduras, las vicisitudes del frente. Pero las cartas, que al principio hacían referencia, aunque confusa, a los sucesos y a los parajes, fueron ciñéndose cada vez más a la crónica simple de la nostalgia, de los deseos de regreso. Venían ya sin tachaduras y estaban saturadas de una añoranza tan descarnadamente relatada, que a ella le hacían llorar siempre que las leía.
Entonces no estaba tan sola. En la casa vivía todavía la madre de él, y la vieja, aunque muy enferma, le acompañaba con su simple presencia, ocupada en menudos trajines, o en charlas cotidianas y en los comentarios sobre las cartas de él, y las oscuras noticias de la guerra. Al año, murió. Se quedó muerta en el mismo escaño de la cocina, con un racimo en el regazo y una uva entre los dedos de la mano derecha. Ella supo luego por otra carta de él que, cuando le llegó la noticia de la muerte de su madre, los jefes ya no consideraron procedente ningún permiso, puesto que la inhumación estaba consumada hacía tiempo.
Quedó entonces sola en casa, silenciosa la mayor parte del día -excepto cuando se acercaba a donde su hermana para alguna breve charla- en un pueblo también silencioso, del que faltaban los mozos y los casados jóvenes, y que vivía esa ausencia con ánimo pasmado.
Se absorbía en las faenas con una poderosa voluntad de olvido. Así, con minuciosa rigidez de horario, cumplía las labores cotidianas de la limpieza y la cocina, del lavadero y de las cuadras, y el calendario sucesivo de los trabajos del campo, segando y trasladando la hierba, escardando las legumbres y cavando los frutales, majando el centeno. Abstraída en la tarea del momento, que acaso le exigía, con el esfuerzo físico, un ritmo especial, llegaba a pensar la ausencia de él como una nebulosa ensoñación no del todo real, de la que saldría en algún inmediato despertar.
Pero el tiempo iba pasando y la guerra no terminaba. Ella no sabía muy bien los motivos de la guerra. Desde el púlpito, el cura les hablaba del enemigo como de un mal diabólico y temible, infecciosos como una plaga. Al cabo, ya la guerra y el enemigo dejaron de ofrecer una referencia real, y era como si el esfuerzo bélico tuviese como objeto la defensa a ultranza frente a la invasión de unos seres monstruosos, venidos de algún país lejano y mortífero. Hasta tal punto que, en cierta ocasión, cuando atravesó el pueblo un convoy con prisioneros y los vecinos salieron a verles con acuciante curiosidad, una mujerona manifestó en su pintoresca exclamación, la decepcionante sorpresa de comprobar que los enemigos no mostraban el aspecto que las diatribas del cura y otras noticias les habían hecho imaginar:
-¡No tienen rabo!

No tenían rabo, ni pezuñas, ni cuernos. Eran hombres. Tristes, oscuros, vestidos con capotes sucios, con chaquetas raídas. Sobre las cabezas peladas, llevaban pasamontañas y gorrillas cuarteleras. Casi todos tenían la barba crecida en los rostros flacos, aunque también se veían barbilampiñas de algunos mozalbetes.
A ella, de pronto, la visión de aquellos soldados maltrechos le trajo a la mente la imaginación de su propio marido, acaso en esos momentos, también acarreado en algún camión embarrado, encogido bajo un pardo capote. Hasta creyó reconocer en varios rostros el rostro querido, sumida en una súbita confusión que la llenó de angustia.
Pasó el tiempo. Otro año. El pueblo siguió perdiendo gente y, al fin, sólo quedaron los niños, las mujeres y los viejos. Las veladas habían dejado de ser ocasión alegre de contar fábulas y recordar sucesos, y eran ya solamente motivo de rezos. Rosarios y letanías, novenas y misas, ocupaban las horas de la comunicación colectiva.
Cuando llegó aquel San Juan, ya ni creían recordar el tiempo en que los mozos, con su rey, encendían la gran hoguera tradicional en lo alto del cerro. Fueron los niños los que suscitaron la memoria de la antigua fiesta, haciendo un gran fuego en la plaza. El fuego atrajo a la gente, que fue reuniéndose en torno a él. Era una noche clara, cálida, sin una pizca de viento.
Los niños gritaban alrededor del fuego, en el límite del caluroso reverbero. Los mayores recordaron otras noches de San Juan, a sus mozos llenándolas de algarabía y desorden. Lo que, cuando estaban los mozos, se aceptaba con esa obligada mezcla de indulgencia y malhumor que traía la sumisión a un rito inevitable, aquella noche se añoraba como una parte amputada de su vida.
Porque aquel año, como el pasado, no habría necesidad de vigilar los huevos, las matanzas, los hervidores. Nadie llegaría sigiloso en la noche para hurtarlos. Y tampoco nadie borraría las sendas ni profanaría el rescoldo de los hogares.
El pueblo se había quedado sin mocedad, y el aliento dulce de la noche le daba a aquella evidencia, más dolorosa aún por las circunstancias que la motivaban, una particular melancolía.
Cuando la hoguera se extinguió, el encuentro improvisado se deshizo. Ella pasó por casa de su hermana, saludó rápidamente a la familia y se fue a su propia casa. Entonces vio la sombra junto a la puerta y, reconociéndole al instante, echó a correr y le abrazó con todas sus fuerzas.
Había cambiado. Estaba más flaco, más pálido, y en sus gestos había adquirido una especie de reflexiva demora. Supo que había desertado. Herido por la metralla de una granada, había ingresado en el hospital. Cuando estuvo curado y repuesto, decidió escapar y volver a casa. Fue una huida penosa, que duró semanas. Pero allí estaba ya, silencioso y sonriente.

Era preciso el sigilo más completo. Ella disimuló su alegría y continuó haciendo la vida de costumbre. Él permanecía oculto en algún lugar de la casa durante las horas de luz. Por la noche, cuando la oscuridad lo tapaba todo, salían a la huerta y se sentaban uno junto al otro, sintiendo latir las estrellas parpadeantes, el río que murmuraba, los pájaros que se reclamaban entre las enramadas invisibles.
Recuperó en sus brazos el sabor de aquellos primeros tiempos de matrimonio, y la congoja de los besos y los abrazos definitivos. Y como el amor es algo muy especial, todos los problemas -la guerra, su esfuerzo solitario que debía multiplicarse en tantas tareas, los complicados trueques para conseguir todo lo necesario para una regular subsistencia- pasaron a una consideración muy secundaria.
Su única preocupación era que él no fuese descubierto. Una tarde, cuando regresaba con unas cargas de leña, encontró a los guardias en su casa. Portadores de la denuncia que produjo la deserción -cuyo propósito había sido al parecer anunciado entre las pesadillas febriles del hospital- los guardias registraron la casa. Y aunque no fueron capaces de encontrarlo, aquella visita inesperada la colmó de angustia, al pensar que podían sorprenderle algún día y llevárselo otra vez, para castigar acaso su huida con la muerte.
Así, entre las dulzuras de tenerlo en casa y los sobresaltos de sus temores, fue transcurriendo el verano. A veces se ponía a cantar, sin darse cuenta, y en el pueblo callado y mohíno su actitud era acogida con sorpresa desconcertada.
Sin embargo, un extraño sentimiento le hacía desvelarse en mitad de la noche y, a pesar de sentir el cuerpo de él a su lado, cruzaba su imaginación un tropel desordenado de miedos sombríos, como si el futuro estuviera ya marcado y se cumpliesen en él toda clase de augurios desfavorables.
El mismo día que empezaba septiembre, cuando despertó, no estaba junto a ella. Era un día gris, oloroso a humedad. Lo buscó en la casa, en el corral, pero no pudo hallarle. Aquella ausencia, que le devolvía la imagen de la larga soledad, suscitó en ella una intuición temerosa.
A la hora de ángelus vio acercarse a los guardias. Se había puesto a llover con más fuerza y tenían los capotes de hule cubiertos de agua.
Lo habían encontrado. Estaba en lo alto del cerro, entre las peñas, con los miembros estirados para asomar lo más posible la cabeza en dirección al pueblo. Sin duda la herida se le había vuelto a abrir en el largo camino de la huida. El cuerpo estaba reseco como una muda de culebra. Los guardias decían que llevaría muerto, por lo menos, desde San Juan.



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