Hector Hugh Munro, conocido por el pseudónimo literario de Saki (18 de
diciembre de 1870 - 14 de noviembre de 1916), fue un escritor, novelista y
dramaturgo británico. Sus agudos y, en ocasiones, macabros cuentos recrearon
irónicamente la sociedad y la cultura victorianas en que vivió. «Se conoce a un
hombre por las compañías que frecuenta», y juega con la idea de que el hombre
llega a parecerse a sus propias mascotas.
LA BENEFACTORA Y EL GATO
SATISFECHO
Jocantha Bessbury andaba
en plan de sentirse feliz, serena y bondadosa. El mundo en que vivía era un
lugar ameno, y ese día mostraba una de sus facetas más amenas. Gregory había
logrado venir a casa para almorzar de prisa y fumarse un pitillo en el acogedor
cuartito de descanso; el almuerzo había estado bueno y aún quedaba tiempo para
hacerles justicia al café y al tabaco. Ambos eran excelentes a su modo; y
Gregory era, a su modo, un marido excelente. Jocantha se sentía más bien
tentada a sospechar que como esposa era encantadora, y sospechaba de sobra que
tenía una modista de primera.
-No
creo que en todo el barrio de Chelsea pueda encontrarse una persona más
contenta -observó Jocantha, aludiendo a sí misma-, con la excepción quizás de
Attab -prosiguió, echando una mirada al gran gato atigrado que descansaba muy a
sus anchas en la esquina del diván-. Míralo ahí, soñando y ronroneando,
estirando las patas de vez en cuando en un rapto de mullido bienestar. Parece
la mismísima encarnación de todo lo que es suave y sedoso y aterciopelado, sin
un ángulo brusco en su postura, todo un visionario cuya filosofía es la de soñar
y dejar soñar; y luego, cuando cae la tarde, sale al jardín con un destello
rojo en la mirada y atrapa algún gorrión desprevenido.
-Teniendo
en cuenta que cada pareja de gorriones empolla diez o más crías al año,
mientras sus fuentes de alimentación permanecen estacionarias, está muy bien
que a los Attabs de la comunidad se les ocurra pasar una tarde entretenida
-dijo Gregory.
Habiéndose aliviado de
este sabio comentario, encendió otro cigarrillo, se despidió de Jocantha con
cariño juguetón y partió al ancho mundo.
-Recuerda:
esta noche cenamos un poquito temprano, porque después iremos al teatro
-alcanzó a gritarle ella.
Ya a solas, Jocantha
continuó el proceso de contemplar su vida con ojos plácidos e introspectivos.
Si no tenía todo lo que quería en este mundo, por lo menos estaba muy contenta
con lo que había conseguido. Estaba muy satisfecha, por ejemplo, con el
cuartito de descanso, que de algún modo lograba ser acogedor, primoroso y
costoso al mismo tiempo. Las porcelanas eran piezas raras y bellas, los
esmaltes chinos adquirían maravillosos tintes a la luz del hogar, las cortinas
y alfombras seducían la vista a través de suntuosas armonías de color. En aquel
cuarto se podía atender con toda propiedad a un embajador o un arzobispo, pero
también allí sería posible recortar láminas para un álbum, sin por ello temer
que la basura ofendiese a los lares del sitio. Y tal como ocurría con el
cuartito de descanso, igual pasaba con el resto de la casa; y tal como con la
casa, igual con las demás esferas de la vida de Jocantha. En verdad tenía
razones para ser una de las mujeres más contentas de Chelsea.
De este humor de
efervescente satisfacción con su suerte pasó a la fase de sentir una lástima
generosa por los miles de seres a su alrededor cuyas vidas y situaciones eran
aburridas, vulgares, áridas y vacías. Las empleadas, las vendedoras… en fin: la
clase que carece tanto de la libertad despreocupada de los pobres como de la
ociosa libertad de los ricos, estaba especialmente en la mira de su conmiseración.
Daba pena pensar que había jóvenes que tras una larga jornada de trabajo tenían
que pasarla solas en sus fríos y deprimentes dormitorios porque no tenían con
qué pagar una taza de café y un sándwich en un restaurante, y mucho menos un
chelín para la galería de un teatro. El tema todavía rondaba en la cabeza de
Jocantha cuando salió a pasar la tarde en una excursión de compras por antojo.
Sería muy grato, se decía, si pudiera hacer algo, dejándose llevar por el
impulso, para arrojar siquiera un destello de placer e interés sobre la vida de
una o dos trabajadoras de corazón anhelante y bolsillos vacíos. Aquello
acrecentaría en gran medida del disfrute de la función teatral de esa noche.
Resolvió conseguir dos billetes de segundo piso para una obra popular, entrar a
un salón de té barato y regalárselos a la primera pareja interesante de
trabajadoras con quienes pudiera entablar una conversación casual. Podía
explicar las cosas arguyendo que ella no estaría en condiciones de utilizar los
billetes y no quería dejarlos perder; y que, por otro lado, no deseaba tomarse
la molestia de devolverlos. Tras meditarlo más, decidió que lo mejor sería
conseguir un solo billete y dárselo a alguna muchacha de aspecto solitario que
encontrara sentada ante una comida frugal. A lo mejor la muchacha trababa
conocimiento con su vecino de butaca y así echaba los cimientos de una amistad
duradera.
Movida por este fuerte
impulso de hada madrina, Jocantha entró a una agencia de billetes y seleccionó
con infinito esmero un puesto de gallinero para El pavón amarillo, una obra de
teatro que por esos días despertaba numerosas críticas y discusiones. Partió
después en busca del salón de té y la aventura filantrópica, más o menos a la
misma hora en que Attab se escabullía en el jardín con la mente afinada para la
caza de gorriones. En un rincón de un saloncito anónimo encontró una mesa
libre, en donde se instaló rápidamente, motivada por el hecho de que en la mesa
contigua había una joven de facciones bastante ordinarias, mirada apática y cansada
y un aire general de resignada soledad. Su vestido era de mala calidad, pero
aspiraba a estar a la moda. Tenía un bonito pelo y un cutis más bien feo.
Estaba terminando una modesta comida de té con panecillos, y no difería mucho
de las miles de jóvenes que en ese preciso momento terminaban, empezaban o
seguían tomando el té en los salones de Londres. Las posibilidades estaban muy
a favor de la suposición de que jamás hubiera visto El pavón amarillo.
Evidentemente, proporcionaba excelente material para el primer ensayo de
Jocantha como benefactora por azar.
Jocantha pidió té y un
panecillo y luego dirigió una mirada amistosa a su vecina, con el propósito de
llamarle la atención. Justo en ese momento la cara de la muchacha se iluminó de
placer, sus ojos chispearon, se sonrojaron sus mejillas y estuvo a punto de
lucir bonita. Un hombre joven, a quien saludó con un cariñoso “¡Hola, Bertie!”,
vino hasta su mesa y tomó asiento frente a ella. Jocantha miró con ojos
penetrantes al recién llegado. Tenía cara de ser unos años más joven que ella
misma y era mucho más guapo que Gregory; de hecho, bastante más guapo que
cualquiera de los jóvenes de su grupo de amigos. Conjeturó que sería un cortés
dependiente de algún almacén de ventas al por mayor, que se las apañaba para
subsistir y divertirse con un salario diminuto y que dispondría de unas
vacaciones de dos semanas al año. Era consciente, por supuesto, de ser bien
parecido, pero con la cohibición propia de los anglosajones y no con la
flagrante complacencia del latino o semita. Era obvio que mantenía estrechas
relaciones de amistad con la muchacha con quien conversaba. Probablemente
derivaban hacia un compromiso formal. Jocantha se imaginó el hogar del
muchacho, en una esfera muy reducida, con una madre latosa que a todas horas
quería saber cómo y dónde pasaba él las noches. A su debido tiempo cambiaría
aquella pesada esclavitud por un hogar propio, regido por la falta crónica de
libras, chelines y peniques y la escasez de casi todas las cosas que hacen la
vida cómoda y atractiva. Jocantha se sintió en extremo apiadada de él. Se
preguntó si habría visto El pavón amarillo; las posibilidades estaban muy a
favor de la suposición de que no lo hubiera visto. La muchacha había terminado
el té y dentro de poco regresaría al trabajo. Cuando el joven estuviera solo, a
Jocantha le sería muy fácil decirle: “Mi marido tiene otros planes para mí esta
noche. ¿Le interesaría hacer uso de este billete, para que no se pierda?”. Y
después podía volver allí una tarde a tomar el té y, si se lo topaba,
preguntarle cómo le había parecido la función. Si era un joven agradable y
mejoraba con el trato, podía darle más billetes de teatro y tal vez invitarlo
un domingo a tomar el té en Chelsea. Jocantha decidió que sí mejoraría con el
trato, que le iba a simpatizar a Gregory y que el asunto del hada madrina iba a
resultar más entretenido de lo que había previsto en un comienzo. El muchacho
era claramente presentable: sabía peinarse, posiblemente por aptitud imitativa;
sabía qué color de corbata le sentaba, por intuición quizás; y era exactamente
del tipo que atraía a Jocantha, por accidente, desde luego. En fin, se sintió
bastante complacida cuando la chica miró el reloj y dio un cálido pero
apresurado adiós a su compañero. Bertie se despidió con la cabeza, bebió el té
de un buchado y procedió a sacar del bolsillo del sobretodo un libro que
llevaba por título Cipayo y sahib, relato de la gran rebelión.
Las leyes de etiqueta de
un salón de té prohíben que uno ofrezca billetes de teatro a un desconocido sin
haber antes llamado su atención. Resulta todavía más conveniente si uno puede
hacer que le pase una azucarera, habiendo previamente disimulado el hecho de
que uno tiene una azucarera repleta en la propia mesa. Esto no es difícil de
lograr, pues por lo general la carta del menú es casi del tamaño de la mesa y
uno puede pararla. Jocantha puso manos a la obra con optimismo: se enredó con
la camarera en una larga y más bien estridente discusión sobre supuestos
defectos de un panecillo impecable; hizo ruidosas y lastimeras averiguaciones
sobre el servicio de metro a un suburbio inconcebiblemente apartado; le habló
con brillante insinceridad al gatito del local, y como último recurso tumbó una
jarrita de leche y renegó con gran finura. En suma, llamó mucho la atención,
pero ni por un instante la del muchacho bellamente peinado, que estaba a miles
de kilómetros de distancia, en las calcinadas llanuras del Indostán, entre
casitas de campo abandonadas, bazares hormigueantes y cuarteles amotinados,
escuchando un latir de tambores y lejanas descargas de mosquetes.
Jocantha regresó a su
casa en Chelsea, que por primera vez se le hizo insulsa y recargada. Traía la
amarga convicción de que Gregory iba a resultar aburrido durante la cena y que
después la obra de teatro sería una estupidez. Mirándolo todo, su estado de
ánimo mostraba una marcada divergencia con la ronroneante placidez de Attab,
que otra vez estaba arrollado en su esquina del diván, respirando una inmensa
paz por cada curva de su cuerpo.
Claro que él sí había
atrapado su gorrión.
LA VENTANA ABIERTASaki
-Mi tía bajará enseguida, señor Nuttel -dijo con mucho aplomo una señorita de quince años-; mientras tanto debe hacer lo posible por soportarme.
Framton Nuttel se esforzó por decir algo que halagara debidamente a la sobrina sin dejar de tomar debidamente en cuenta a la tía que estaba por llegar. Dudó más que nunca que esta serie de visitas formales a personas totalmente desconocidas fueran de alguna utilidad para la cura de reposo que se había propuesto.
-Sé lo que ocurrirá -le había dicho su hermana cuando se disponía a emigrar a este retiro rural-: te encerrarás no bien llegues y no hablarás con nadie y tus nervios estarán peor que nunca debido a la depresión. Por eso te daré cartas de presentación para todas las personas que conocí allá. Algunas, por lo que recuerdo, eran bastante simpáticas.
Framton se preguntó si la señora Sappleton, la dama a quien había entregado una de las cartas de presentación, podía ser clasificada entre las simpáticas.
-¿Conoce a muchas personas aquí? -preguntó la sobrina, cuando consideró que ya había habido entre ellos suficiente comunicación silenciosa.
-Casi nadie -dijo Framton-. Mi hermana estuvo aquí, en la rectoría, hace unos cuatro años, y me dio cartas de presentación para algunas personas del lugar.
Hizo esta última declaración en un tono que denotaba claramente un sentimiento de pesar.
-Entonces no sabe prácticamente nada acerca de mi tía -prosiguió la aplomada señorita.
-Sólo su nombre y su dirección -admitió el visitante. Se preguntaba si la señora Sappleton estaría casada o sería viuda. Algo indefinido en el ambiente sugería la presencia masculina.
-Su gran tragedia ocurrió hace tres años -dijo la niña-; es decir, después que se fue su hermana.
-¿Su tragedia? -preguntó Framton; en esta apacible campiña las tragedias parecían algo fuera de lugar.
-Usted se preguntará por qué dejamos esa ventana abierta de par en par en una tarde de octubre -dijo la sobrina señalando una gran ventana que daba al jardín.
-Hace bastante calor para esta época del año -dijo Framton- pero ¿qué relación tiene esa ventana con la tragedia?
-Por esa ventana, hace exactamente tres años, su marido y sus dos hermanos menores salieron a cazar por el día. Nunca regresaron. Al atravesar el páramo para llegar al terreno donde solían cazar quedaron atrapados en una ciénaga traicionera. Ocurrió durante ese verano terriblemente lluvioso, sabe, y los terrenos que antes eran firmes de pronto cedían sin que hubiera manera de preverlo. Nunca encontraron sus cuerpos. Eso fue lo peor de todo.
A esta altura del relato la voz de la niña perdió ese tono seguro y se volvió vacilantemente humana.
-Mi pobre tía sigue creyendo que volverán algún día, ellos y el pequeño spaniel que los acompañaba, y que entrarán por la ventana como solían hacerlo. Por tal razón la ventana queda abierta hasta que ya es de noche. Mi pobre y querida tía, cuántas veces me habrá contado cómo salieron, su marido con el impermeable blanco en el brazo, y Ronnie, su hermano menor, cantando como de costumbre “¿Bertie, por qué saltas?”, porque sabía que esa canción la irritaba especialmente. Sabe usted, a veces, en tardes tranquilas como las de hoy, tengo la sensación de que todos ellos volverán a entrar por la ventana…
La niña se estremeció. Fue un alivio para Framton cuando la tía irrumpió en el cuarto pidiendo mil disculpas por haberlo hecho esperar tanto.
-Espero que Vera haya sabido entretenerlo -dijo.
-Me ha contado cosas muy interesantes -respondió Framton.
-Espero que no le moleste la ventana abierta -dijo la señora Sappleton con animación-; mi marido y mis hermanos están cazando y volverán aquí directamente, y siempre suelen entrar por la ventana. No quiero pensar en el estado en que dejarán mis pobres alfombras después de haber andado cazando por la ciénaga. Tan típico de ustedes los hombres ¿no es verdad?
Siguió parloteando alegremente acerca de la caza y de que ya no abundan las aves, y acerca de las perspectivas que había de cazar patos en invierno. Para Framton, todo eso resultaba sencillamente horrible. Hizo un esfuerzo desesperado, pero sólo a medias exitoso, de desviar la conversación a un tema menos repulsivo; se daba cuenta de que su anfitriona no le otorgaba su entera atención, y su mirada se extraviaba constantemente en dirección a la ventana abierta y al jardín. Era por cierto una infortunada coincidencia venir de visita el día del trágico aniversario.
-Los médicos han estado de acuerdo en ordenarme completo reposo. Me han prohibido toda clase de agitación mental y de ejercicios físicos violentos -anunció Framton, que abrigaba la ilusión bastante difundida de suponer que personas totalmente desconocidas y relaciones casuales estaban ávidas de conocer los más íntimos detalles de nuestras dolencias y enfermedades, su causa y su remedio-. Con respecto a la dieta no se ponen de acuerdo.
-¿No? -dijo la señora Sappleton ahogando un bostezo a último momento. Súbitamente su expresión revelaba la atención más viva… pero no estaba dirigida a lo que Framton estaba diciendo.
-¡Por fin llegan! -exclamó-. Justo a tiempo para el té, y parece que se hubieran embarrado hasta los ojos, ¿no es verdad?
Framton se estremeció levemente y se volvió hacia la sobrina con una mirada que intentaba comunicar su compasiva comprensión. La niña tenía puesta la mirada en la ventana abierta y sus ojos brillaban de horror. Presa de un terror desconocido que helaba sus venas, Framton se volvió en su asiento y miró en la misma dirección.
En el oscuro crepúsculo tres figuras atravesaban el jardín y avanzaban hacia la ventana; cada una llevaba bajo el brazo una escopeta y una de ellas soportaba la carga adicional de un abrigo blanco puesto sobre los hombros. Los seguía un fatigado spaniel de color pardo. Silenciosamente se acercaron a la casa, y luego se oyó una voz joven y ronca que cantaba: “¿Dime, Bertie, por qué saltas?”
Framton agarró de prisa su bastón y su sombrero; la puerta de entrada, el sendero de grava y el portón, fueron etapas apenas percibidas de su intempestiva retirada. Un ciclista que iba por el camino tuvo que hacerse a un lado para evitar un choque inminente.
-Aquí estamos, querida -dijo el portador del impermeable blanco entrando por la ventana-: bastante embarrados, pero casi secos. ¿Quién era ese hombre que salió de golpe no bien aparecimos?
-Un hombre rarísimo, un tal señor Nuttel -dijo la señora Sappleton-; no hablaba de otra cosa que, de sus enfermedades, y se fue disparado sin despedirse ni pedir disculpas al llegar ustedes. Cualquiera diría que había visto un fantasma.
-Supongo que ha sido a causa del spaniel -dijo tranquilamente la sobrina-; me contó que los perros le producen horror. Una vez lo persiguió una jauría de perros parias hasta un cementerio cerca del Ganges, y tuvo que pasar la noche en una tumba recién cavada, con esas bestias que gruñían y mostraban los colmillos y echaban espuma encima de él. Así cualquiera se vuelve pusilánime.
La fantasía sin previo aviso era su especialidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario