Juan José Arreola Zúñiga (1918-2001) fue un escritor, académico y editor mexicano.
Estudió en Jalisco y en 1930 empezó a trabajar como encuadernador. En 1937 se
marchó a vivir a México D.F. para estudiar en la Escuela Teatral de Bellas
Artes. Publicó, en 1941, su primera obra, Sueño de Navidad.
LA MIGALA
Juan José Arreola
La migala discurre libremente por la
casa, pero mi capacidad de horror no disminuye.
El día en que Beatriz y yo entramos en
aquella barraca inmunda de la feria callejera, me di cuenta de que la repulsiva
alimaña era lo más atroz que podía depararme el destino. Peor que el desprecio
y la conmiseración brillando de pronto en una clara mirada.
Unos días más tarde volví para comprar
la migala, y el sorprendido saltimbanqui me dio algunos informes acerca de sus
costumbres y su alimentación extraña. Entonces comprendí que tenía en las
manos, de una vez por todas, la amenaza total, la máxima dosis de terror que mi
espíritu podía soportar. Recuerdo mi paso tembloroso, vacilante, cuando de
regreso a la casa sentía el peso leve y denso de la araña, ese peso del cual
podía descontar, con seguridad, el de la caja de madera en que la llevaba, como
si fueran dos pesos totalmente diferentes: el de la madera inocente y el del
impuro y ponzoñoso animal que tiraba de mí como un lastre definitivo. Dentro de
aquella caja iba el infierno personal que instalaría en mi casa para destruir,
para anular al otro, el descomunal infierno de los hombres.
La noche memorable en que solté a la
migala en mi departamento y la vi correr como un cangrejo y ocultarse bajo un
mueble, ha sido el principio de una vida indescriptible. Desde entonces, cada
uno de los instantes de que dispongo ha sido recorrido por los pasos de la
araña, que llena la casa con su presencia invisible.
Todas las noches tiemblo en espera de la
picadura mortal. Muchas veces despierto con el cuerpo helado, tenso, inmóvil,
porque el sueño ha creado para mí, con precisión, el paso cosquilleante de la
aralia sobre mi piel, su peso indefinible, su consistencia de entraña. Sin
embargo, siempre amanece. Estoy vivo y mi alma inútilmente se apresta y se
perfecciona.
Hay días en que pienso que la migala ha
desaparecido, que se ha extraviado o que ha muerto. Pero no hago nada para
comprobarlo. Dejo siempre que el azar me vuelva a poner frente a ella, al salir
del baño, o mientras me desvisto para echarme en la cama. A veces el silencio
de la noche me trae el eco de sus pasos, que he aprendido a oír, aunque sé que
son imperceptibles.
Muchos días encuentro intacto el
alimento que he dejado la víspera. Cuando desaparece, no sé si lo ha devorado
la migala o algún otro inocente huésped de la casa. He llegado a pensar también
que acaso estoy siendo víctima de una superchería y que me hallo a merced de
una falsa migala. Tal vez el saltimbanqui me ha engañado, haciéndome pagar un
alto precio por un inofensivo y repugnante escarabajo.
Pero en realidad esto no tiene
importancia, porque yo he consagrado a la migala con la certeza de mi muerte
aplazada. En las horas más agudas del insomnio, cuando me pierdo en conjeturas
y nada me tranquiliza, suele visitarme la migala. Se pasea embrolladamente por
el cuarto y trata de subir con torpeza a las paredes. Se detiene, levanta su
cabeza y mueve los palpos. Parece husmear, agitada, un invisible compañero.
Entonces, estremecido en mi soledad,
acorralado por el pequeño monstruo, recuerdo que en otro tiempo yo soñaba en
Beatriz y en su compañía imposible.
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