FRANZ KAFKA (Praga, Imperio austrohúngaro, 3 de julio de 1883-Kierling, Austria, 3 de junio de 1924) fue un escritor de origen judío nacido en Bohemia que escribió en alemán. Su obra está considerada una de las más influyentes de la literatura universal y está llena de temas y arquetipos sobre la alienación, la brutalidad física y psicológica, los conflictos entre padres e hijos, personajes en aventuras terroríficas, laberintos de burocracia, y transformaciones místicas.
Fue autor de las novelas
El proceso (Der Prozeß), El castillo (Das Schloß) y El desaparecido (Amerika o
Der Verschollene), la novela corta La metamorfosis (Die Verwandlung) y un gran
número de relatos cortos. Además, dejó una abundante correspondencia y escritos
autobiográficos. Su peculiar estilo literario ha sido comúnmente asociado con
la filosofía artística del existencialismo —al que influenció— y el
expresionismo. Estudiosos de Kafka discuten sobre cómo interpretar al autor,
algunos hablan de la posible influencia de alguna ideología política
antiburocrática, de una religiosidad mística o de una reivindicación de su
minoría etnocultural, mientras otros se fijan en el contenido psicológico de
sus obras. Sus relaciones personales también tuvieron gran impacto en su
escritura, particularmente su padre (Carta al padre), su prometida Felice Bauer
(Cartas a Felice) y su hermana (Cartas a Ottla).
Albert Camus, Jean-Paul
Sartre, Jorge Luis Borges y Gabriel García Márquez se encuentran entre los
escritores influenciados por los escritos de Kafka. El término kafkiano se usa
en el idioma español para describir situaciones insólitas, por lo absurdas y
angustiosas, como las que se encuentran en sus libros y tiene sus equivalentes
en otros idiomas. Solo unas pocas de sus obras fueron publicadas durante su
vida. La mayor parte, incluyendo trabajos incompletos, fueron publicados por su
amigo Max Brod, quien ignoró los deseos del autor de que los manuscritos fueran
destruidos.
LA METAMORFOSIS
Franz Kafka
I
Cuando Gregorio Samsa se
despertó una mañana después de un sueño intranquilo, se encontró sobre su cama
convertido en un monstruoso insecto. Estaba tumbado sobre su espalda dura, y en
forma de caparazón y, al levantar un poco la cabeza veía un vientre abombado,
parduzco, dividido por partes duras en forma de arco, sobre cuya protuberancia
apenas podía mantenerse el cobertor, a punto ya de resbalar al suelo. Sus
muchas patas, ridículamente pequeñas en comparación con el resto de su tamaño,
le vibraban desamparadas ante los ojos.
«¿Qué
me ha ocurrido?», pensó.
No era un sueño. Su
habitación, una auténtica habitación humana, si bien algo pequeña, permanecía
tranquila entre las cuatro paredes harto conocidas. Por encima de la mesa,
sobre la que se encontraba extendido un muestrario de paños desempaquetados
—Samsa era viajante de comercio—, estaba colgado aquel cuadro que hacía poco
había recortado de una revista y había colocado en un bonito marco dorado.
Representaba a una dama ataviada con un sombrero y una boa de piel, que estaba
allí, sentada muy erguida y levantaba hacia el observador un pesado manguito de
piel, en el cual había desaparecido su antebrazo.
La mirada de Gregorio se
dirigió después hacia la ventana, y el tiempo lluvioso —se oían caer gotas de
lluvia sobre la chapa del alféizar de la ventana— lo ponía muy melancólico.
«¿Qué
pasaría —pensó— si durmiese un poco más y olvidase todas las chifladuras?»
Pero esto era algo
absolutamente imposible, porque estaba acostumbrado a dormir del lado derecho,
pero en su estado actual no podía ponerse de ese lado. Aunque se lanzase con
mucha fuerza hacia el lado derecho, una y otra vez se volvía a balancear sobre
la espalda. Lo intentó cien veces, cerraba los ojos para no tener que ver las
patas que pataleaban, y sólo cejaba en su empeño cuando comenzaba a notar en el
costado un dolor
leve y sordo que antes
nunca había sentido.
«¡Dios
mío! —pensó—. ¡Qué profesión tan dura he elegido! Un día sí y otro también de
viaje. Los esfuerzos profesionales son mucho mayores que en el mismo almacén de
la ciudad, y además se me ha endosado este ajetreo de viajar, el estar al tanto
de los empalmes de tren, la comida mala y a deshora, una relación humana
constantemente cambiante, nunca duradera, que jamás llega a ser cordial. ¡Que
se vaya todo al diablo!»
Sintió sobre el vientre
un leve picor, con la espalda se deslizó lentamente más cerca de la cabecera de
la cama para poder levantar mejor la cabeza; se encontró con que la parte que
le picaba estaba totalmente cubierta por unos pequeños puntos blancos, que no
sabía a qué se debían, y quiso palpar esa parte con una pata, pero
inmediatamente la retiró, porque el roce le producía escalofríos.
Se deslizó de nuevo a su
posición inicial.
«Esto
de levantarse pronto —pensó— hace a uno desvariar. El hombre tiene que dormir.
Otros viajantes viven como pachás. Si yo, por ejemplo, a lo largo de la mañana
vuelvo a la pensión para pasar a limpio los pedidos que he conseguido, estos
señores todavía están sentados tomando el desayuno. Eso podría intentar yo con
mi jefe, pero en ese momento iría a parar a la calle. Quién sabe, por lo demás,
si no sería lo mejor para mí. Si no tuviera que dominarme por mis padres, ya me
habría despedido hace tiempo, me habría presentado ante el jefe y le habría
dicho mi opinión con toda mi alma. ¡Se habría caído de la mesa! Sí que es una
extraña costumbre la de sentarse sobre la mesa y, desde esa altura, hablar
hacia abajo con el empleado que, además, por culpa de la sordera del jefe,
tiene que acercarse mucho. Bueno, la esperanza todavía no está perdida del
todo; si alguna vez tengo el dinero suficiente para pagar las deudas que mis
padres tienen con él —puedo tardar todavía entre cinco y seis años— lo hago con
toda seguridad. Entonces habrá llegado el gran momento; ahora, por lo pronto,
tengo que levantarme porque el tren sale a las cinco», y miró hacia el
despertador que hacía tic tac sobre el armario.
«¡Dios
del cielo!», pensó.
Eran las seis y media y
las manecillas seguían tranquilamente hacia delante, ya había pasado incluso la
media, eran ya casi las menos cuarto. «¿Es que no habría sonado el
despertador?» Desde la cama se veía que estaba correctamente puesto a las
cuatro, seguro que también había sonado. Sí, pero... ¿era posible seguir
durmiendo tan tranquilo con ese ruido que hacía temblar los muebles? Bueno,
tampoco había dormido tranquilo, pero quizá tanto más profundamente.
¿Qué iba a hacer ahora?
El siguiente tren salía a las siete, para cogerlo tendría que haberse dado una
prisa loca, el muestrario todavía no estaba empaquetado, y él mismo no se
encontraba especialmente espabilado y ágil; e incluso si consiguiese coger el
tren, no se podía evitar una reprimenda del jefe, porque el mozo de los recados
habría esperado en el tren de las cinco y ya hacía tiempo que habría dado parte
de su descuido. Era un esclavo del jefe, sin agallas ni juicio. ¿Qué pasaría si
dijese que estaba enfermo? Pero esto sería sumamente desagradable y sospechoso,
porque Gregorio no había estado enfermo ni una sola vez durante los cinco años
de servicio. Seguramente aparecería el jefe con el médico del seguro, haría
reproches a sus padres por tener un hijo tan vago y se salvaría de todas las
objeciones remitiéndose al médico del seguro, para el que sólo existen hombres
totalmente sanos, pero con aversión al trabajo. ¿Y es que en este caso no
tendría un poco de razón? Gregorio, a excepción de una modorra realmente
superflua después del largo sueño, se encontraba bastante bien e incluso tenía
mucha hambre.
Mientras reflexionaba
sobre todo esto con gran rapidez, sin poderse decidir a abandonar la cama —en
este mismo instante el despertador daba las siete menos cuarto—, llamaron
cautelosamente a la puerta que estaba a la cabecera de su cama.
—Gregorio
—dijeron (era la madre)—, son las siete menos cuarto. ¿No ibas a salir de
viaje?
¡Qué dulce voz! Gregorio
se asustó, en cambio, al contestar. Escuchó una voz que, evidentemente, era la
suya, pero en la cual, como desde lo más profundo, se mezclaba un doloroso e
incontenible piar, que en el primer momento dejaba salir las palabras con claridad
para, al prolongarse el sonido, destrozarlas de tal forma que no se sabía si se
había oído bien. Gregorio querría haber contestado detalladamente y explicarlo
todo, pero en estas circunstancias se limitó a decir:
—Sí,
sí, gracias madre, ya me levanto.
Probablemente a causa de
la puerta de madera no se notaba desde fuera el cambio en la voz de Gregorio,
porque la madre se tranquilizó con esta respuesta y se marchó de allí. Pero
merced a la breve conversación, los otros miembros de la familia se habían dado
cuenta de que Gregorio, en contra de todo lo esperado, estaba todavía en casa,
y ya el padre llamaba suavemente, pero con el puño, a una de las puertas
laterales.
—¡Gregorio,
Gregorio! —gritó—. ¿Qué ocurre? —tras unos instantes insistió de nuevo con voz
más grave—. ¡Gregorio, Gregorio!
Desde la otra puerta
lateral se lamentaba en voz baja la hermana.
—Gregorio,
¿no te encuentras bien?, ¿necesitas algo?
Gregorio contestó hacia
ambos lados:
—Ya
estoy preparado —y con una pronunciación lo más cuidadosa posible, y haciendo
largas pausas entre las palabras, se esforzó por despojar a su voz de todo lo
que pudiese llamar la atención. El padre volvió a su desayuno, pero la hermana
susurró:
—Gregorio,
abre, te lo suplico —pero Gregorio no tenía ni la menor intención de abrir, más
bien elogió la precaución de cerrar las puertas que había adquirido durante sus
viajes, y esto incluso en casa.
Al principio tenía la
intención de levantarse tranquilamente y, sin ser molestado, vestirse y, sobre
todo, desayunar, y después pensar en todo lo demás, porque en la cama, eso ya
lo veía, no llegaría con sus cavilaciones a una conclusión sensata. Recordó que
ya en varias ocasiones había sentido en la cama algún leve dolor, quizá
producido por estar mal tumbado, dolor que al levantarse había resultado ser
sólo fruto de su imaginación, y tenía curiosidad por ver cómo se iban
desvaneciendo paulatinamente sus fantasías de hoy. No dudaba en absoluto de que
el cambio de voz no era otra cosa que el síntoma de un buen resfriado, la enfermedad
profesional de los viajantes.
Tirar el cobertor era muy
sencillo, sólo necesitaba inflarse un poco y caería por sí solo, pero el resto
sería difícil, especialmente porque él era muy ancho. Hubiera necesitado brazos
y manos para incorporarse, pero en su lugar tenía muchas patitas que, sin
interrupción, se hallaban en el más dispar de los movimientos y que, además, no
podía dominar. Si quería doblar alguna de ellas, entonces era la primera la que
se estiraba, y si por fin lograba realizar con esta pata lo que quería,
entonces todas las demás se movían, como liberadas, con una agitación grande y
dolorosa.
«No
hay que permanecer en la cama inútilmente», se decía Gregorio.
Quería salir de la cama
en primer lugar con la parte inferior de su cuerpo, pero esta parte inferior
que, por cierto, no había visto todavía y que no podía imaginar exactamente,
demostró ser difícil de mover; el movimiento se producía muy despacio, y
cuando, finalmente, casi furioso, se lanzó hacia delante con toda su fuerza sin
pensar en las consecuencias, había calculado mal la dirección, se golpeó
fuertemente con la pata trasera de la cama y el dolor punzante que sintió le
enseñó que precisamente la parte inferior de su cuerpo era quizá en estos
momentos la más sensible.
Así pues, intentó en
primer lugar sacar de la cama la parte superior del cuerpo y volvió la cabeza
con cuidado hacia el borde de la cama. Lo logró con facilidad y, a pesar de su
anchura y su peso, el cuerpo siguió finalmente con lentitud el giro de la
cabeza. Pero cuando, por fin, tenía la cabeza colgando en el aire fuera de la
cama, le entró miedo de continuar avanzando de este modo porque, si se dejaba
caer en esta posición, tenía que ocurrir realmente un milagro para que la
cabeza no resultase herida, y precisamente ahora no podía de ningún modo perder
la cabeza, antes prefería quedarse en la cama.
Pero como, jadeando
después de semejante esfuerzo, seguía allí tumbado igual que antes, y veía sus
patitas de nuevo luchando entre sí, quizá con más fuerza aún, y no encontraba
posibilidad de poner sosiego y orden a este atropello, se decía otra vez que de
ningún modo podía permanecer en la cama y que lo más sensato era sacrificarlo
todo, si es que con ello existía la más mínima esperanza de liberarse de ella.
Pero al mismo tiempo no olvidaba recordar de vez en cuando que reflexionar
serena, muy serenamente, es mejor que tomar decisiones desesperadas. En tales
momentos dirigía sus ojos lo más agudamente posible hacia la ventana, pero, por
desgracia, poco optimismo y ánimo se podían sacar del espectáculo de la niebla
matinal, que ocultaba incluso el otro lado de la estrecha calle.
«Las
siete ya —se dijo cuando sonó de nuevo el despertador—, las siete ya y todavía
semejante niebla», y durante un instante permaneció tumbado, tranquilo,
respirando débilmente, como si esperase del absoluto silencio el regreso del
estado real y cotidiano. Pero después se dijo:
«Antes
de que den las siete y cuarto tengo que haber salido de la cama del todo, como
sea. Por lo demás, para entonces habrá venido alguien del almacén a preguntar
por mí, porque el almacén se abre antes de las siete.»
Y
entonces, de forma totalmente regular, comenzó a balancear su cuerpo, cuan
largo era, hacia fuera de la cama. Si se dejaba caer de ella de esta forma, la
cabeza, que pretendía levantar con fuerza en la caída, permanecería
probablemente ilesa. La espalda parecía ser fuerte, seguramente no le pasaría
nada al caer sobre la alfombra. Lo más difícil, a su modo de ver, era tener
cuidado con el ruido que se produciría, y que posiblemente provocaría al otro
lado de todas las puertas, si no temor, al menos preocupación. Pero había que
intentarlo.
Cuando Gregorio ya
sobresalía a medias de la cama —el nuevo método era más un juego que un
esfuerzo, sólo tenía que balancearse a empujones— se le ocurrió lo fácil que
sería si alguien viniese en su ayuda. Dos personas fuertes —pensaba en su padre
y en la criada— hubiesen sido más que suficientes; sólo tendrían que introducir
sus brazos por debajo de su abombada espalda, descascararle así de la cama,
agacharse con el peso, y después solamente tendrían que haber soportado que
diese con cuidado una vuelta impetuosa en el suelo, sobre el cual, seguramente,
las patitas adquirirían su razón de ser. Bueno, aparte de que las puertas estaban
cerradas, ¿debía de verdad pedir ayuda? A pesar de la necesidad, no pudo
reprimir una sonrisa al concebir tales pensamientos.
Ya había llegado el punto
en el que, al balancearse con más fuerza, apenas podía guardar el equilibrio y
pronto tendría que decidirse definitivamente, porque dentro de cinco minutos
serían las siete y cuarto. En ese momento sonó el timbre de la puerta de la
calle.
«Seguro
que es alguien del almacén», se dijo, y casi se quedó petrificado mientras sus
patitas bailaban aún más deprisa. Durante un momento todo permaneció en
silencio.
«No
abren», se dijo Gregorio, confundido por alguna absurda esperanza.
Pero entonces, como
siempre, la criada se dirigió, con naturalidad y con paso firme, hacia la
puerta y abrió. Gregorio sólo necesitó escuchar el primer saludo del visitante
y ya sabía quién era, el apoderado en persona. ¿Por qué había sido condenado
Gregorio a prestar sus servicios en una empresa en la que al más mínimo
descuido se concebía inmediatamente
la mayor sospecha? ¿Es
que todos los empleados, sin excepción, eran unos bribones? ¿Es que no había
entre ellos un hombre leal y adicto a quien, simplemente porque no hubiese
aprovechado para el almacén un par de horas de la mañana, se lo comiesen los
remordimientos y francamente no estuviese en condiciones de abandonar la cama?
¿Es que no era de verdad suficiente mandar a preguntar a un aprendiz si es que
este «pregunteo» era necesario? ¿Tenía que venir el apoderado en persona y
había con ello que mostrar a toda una familia inocente que la investigación de
este sospechoso asunto solamente podía ser confiada al juicio del apoderado? Y,
más como consecuencia de la irritación a la que le condujeron estos
pensamientos que como consecuencia de una auténtica decisión, se lanzó de la
cama con toda su fuerza. Se produjo un golpe fuerte, pero no fue un auténtico
ruido. La caída fue amortiguada un poco por la alfombra y además la espalda era
más elástica de lo que Gregorio había pensado; a ello se debió el sonido sordo
y poco aparatoso. Solamente no había mantenido la cabeza con el cuidado
necesario y se la había golpeado, la giró y la restregó contra la alfombra de
rabia y dolor.
—Ahí
dentro se ha caído algo— dijo el apoderado en la habitación contigua de la
izquierda.
Gregorio intentó
imaginarse si quizá alguna vez no pudiese ocurrirle al apoderado algo parecido
a lo que le ocurría hoy a él; había al menos que admitir la posibilidad. Pero,
como cruda respuesta a esta pregunta, el apoderado dio ahora un par de pasos
firmes en la habitación contigua e hizo crujir sus botas de charol. Desde la
habitación de la derecha, la hermana, para advertir a Gregorio, susurró:
—Gregorio,
el apoderado está aquí.
«Ya
lo sé», se dijo Gregorio para sus adentros, pero no se atrevió a alzar la voz
tan alto que la hermana pudiera haberlo oído.
—Gregorio
—dijo entonces el padre desde la habitación de la derecha—, el señor apoderado
ha venido y desea saber por qué no has salido de viaje en el primer tren. No
sabemos qué debemos decirle, además desea también hablar personalmente contigo,
así es que, por favor, abre la puerta. El señor ya tendrá la bondad de perdonar
el desorden en la habitación.
—Buenos
días, señor Samsa —interrumpió el apoderado amablemente.
—No
se encuentra bien —dijo la madre al apoderado mientras el padre hablaba ante la
puerta—, no se encuentra bien, créame usted, señor apoderado. ¡Cómo si no iba
Gregorio a perder un tren! El chico no tiene en la cabeza nada más que el
negocio. A mí casi me disgusta que nunca salga por la tarde; ahora ha estado
ocho días en la ciudad, pero pasó todas las tardes en casa. Allí está, sentado
con nosotros a la mesa y lee tranquilamente el periódico o estudia horarios de
trenes. Para él es ya una distracción hacer trabajos de marquetería. Por
ejemplo, en dos o tres tardes ha tallado un pequeño marco, se asombrará usted
de lo bonito que es, está colgado ahí dentro, en la habitación; en cuanto abra
Gregorio lo verá usted enseguida. Por cierto, que me alegro de que esté usted
aquí, señor apoderado, nosotros solos no habríamos conseguido que Gregorio
abriese la puerta; es muy testarudo y seguro que no se encuentra bien a pesar
de que lo ha negado esta mañana.
—Voy
enseguida —dijo Gregorio, lentamente y con precaución, y no se movió para no
perderse una palabra de la conversación.
—De
otro modo, señora, tampoco puedo explicármelo yo —dijo el apoderado—. Espero
que no se trate de nada serio, si bien tengo que decir, por otra parte, que
nosotros, los comerciantes, por suerte o por desgracia, según se mire, tenemos
sencillamente que sobreponernos a una ligera indisposición por consideración a
los negocios.
—Vamos,
¿puede pasar el apoderado a tu habitación? —preguntó impaciente el padre.
—No—
dijo Gregorio.
En la habitación de la
izquierda se hizo un penoso silencio, en la habitación de la derecha comenzó a
sollozar la hermana.
¿Por qué no se iba la
hermana con los otros? Seguramente acababa de levantarse de la cama y todavía
no había empezado a vestirse; y ¿por qué lloraba? ¿Porque él no se levantaba y
dejaba entrar al apoderado?, ¿porque estaba en peligro de perder el trabajo y
entonces el jefe perseguiría otra vez a sus padres con las viejas deudas? Éstas
eran, de momento, preocupaciones innecesarias. Gregorio todavía estaba aquí y
no pensaba de ningún modo abandonar a su familia. De momento yacía en la
alfombra y nadie que hubiese tenido conocimiento de su estado hubiese
exigido seriamente de él
que dejase entrar al apoderado. Pero por esta pequeña descortesía, para la que
más tarde se encontraría con facilidad una disculpa apropiada, no podía
Gregorio ser despedido inmediatamente. Y a Gregorio le parecía que sería mucho
más sensato dejarle tranquilo en lugar de molestarle con lloros e intentos de
persuasión. Pero la verdad es que era la incertidumbre la que apuraba a los otros
hacia perdonar su comportamiento.
—Señor
Samsa —exclamó entonces el apoderado levantando la voz—. ¿Qué ocurre? Se
atrinchera usted en su habitación, contesta solamente con sí o no, preocupa
usted grave e inútilmente a sus padres y, dicho sea de paso, falta usted a sus
deberes de una forma verdaderamente inaudita. Hablo aquí en nombre de sus
padres y de su jefe, y le exijo seriamente una explicación clara e inmediata.
Estoy asombrado, estoy asombrado. Yo le tenía a usted por un hombre formal y
sensato, y ahora, de repente, parece que quiere usted empezar a hacer alarde de
extravagancias extrañas. El jefe me insinuó esta mañana una posible explicación
a su demora, se refería al cobro que se le ha confiado desde hace poco tiempo.
Yo realmente di casi mi palabra de honor de que esta explicación no podía ser
cierta. Pero en este momento veo su incomprensible obstinación y pierdo todo el
deseo de dar la cara en lo más mínimo por usted, y su posición no es, en
absoluto, la más segura. En principio tenía la intención de decirle todo esto a
solas, pero ya que me hace usted perder mi tiempo inútilmente no veo la razón
de que no se enteren también sus señores padres. Su rendimiento en los últimos
tiempos ha sido muy poco satisfactorio, cierto que no es la época del año
apropiada para hacer grandes negocios, eso lo reconocemos, pero una época del
año para no hacer negocios no existe, señor Samsa, no debe existir.
—Pero
señor apoderado —gritó Gregorio, fuera de sí, y en su irritación olvidó todo lo
demás—, abro inmediatamente la puerta. Una ligera indisposición, un mareo, me
han impedido levantarme. Todavía estoy en la cama, pero ahora ya estoy otra vez
despejado. Ahora mismo me levanto de la cama. ¡Sólo un momentito de paciencia!
Todavía no me encuentro tan bien como creía, pero ya estoy mejor. ¡Cómo puede
atacar a una persona una cosa así! Ayer por la tarde me encontraba bastante
bien, mis padres bien lo saben o, mejor dicho, ya ayer por la tarde tuve una
pequeña corazonada, tendría que habérseme notado. ¡Por qué no lo avisé en el
almacén! Pero lo cierto es que siempre se piensa que se superará la enfermedad
sin tener que quedarse. ¡Señor apoderado, tenga consideración con mis padres!
No hay motivo alguno para todos los reproches que me hace usted; nunca se me
dijo una palabra de todo eso; quizá no haya leído los últimos pedidos que he
enviado. Por cierto, en el tren de las ocho salgo de viaje, las pocas horas de
sosiego me han dado fuerza. No se entretenga usted señor apoderado; yo mismo
estaré enseguida en el almacén, tenga usted la bondad de decirlo y de saludar
de mi parte al jefe.
Y mientras Gregorio
farfullaba atropelladamente todo esto, y apenas sabía lo que decía, se había
acercado un poco al armario, seguramente como consecuencia del ejercicio ya
practicado en la cama, e intentaba ahora levantarse apoyado en él. Quería de
verdad abrir la puerta, deseaba sinceramente dejarse ver y hablar con el
apoderado; estaba deseoso de saber lo que los otros, que tanto deseaban verle,
dirían ante su presencia. Si se asustaban, Gregorio no tendría ya
responsabilidad alguna y podría estar tranquilo, pero si lo aceptaban todo con
tranquilidad entonces tampoco tenía motivo para excitarse y, de hecho, podría,
si se daba prisa, estar a las ocho en la estación. Al principio se resbaló
varias veces del liso armario, pero finalmente se dio con fuerza un último
impulso y permaneció erguido; ya no prestaba atención alguna a los dolores de
vientre, aunque eran muy agudos. Entonces se dejó caer contra el respaldo de
una silla cercana, a cuyos bordes se agarró fuertemente con sus patitas. Con
esto había conseguido el dominio sobre sí, y enmudeció porque ahora podía
escuchar al apoderado.
—¿Han
entendido ustedes una sola palabra? —preguntó el apoderado a los padres—. ¿O es
que nos toma por tontos?
—¡Por
el amor de Dios! —exclamó la madre entre sollozos—, quizá esté gravemente
enfermo y nosotros lo atormentamos. ¡Greta! ¡Greta! —gritó después.
—¿Qué,
madre? —dijo la hermana desde el otro lado. Se comunicaban a través de la
habitación de Gregorio—. Tienes que ir inmediatamente al médico, Gregorio está
enfermo. Rápido, a buscar al médico. ¿Acabas de oír hablar a Gregorio?
—Es
una voz de animal —dijo el apoderado en un tono de voz extremadamente bajo
comparado con los gritos de la madre.
—¡Anna!
¡Anna! —gritó el padre en dirección a la cocina a través de la antesala, y
dando palmadas—. ¡Ve a buscar inmediatamente un cerrajero!
Y ya corrían las dos
muchachas haciendo ruido con sus faldas por la antesala —¿cómo se habría
vestido la hermana tan deprisa? — y abrieron la puerta de par en par. No se oyó
cerrar la puerta, seguramente la habían dejado abierta como suele ocurrir en
las casas en las que ha ocurrido una gran desgracia.
Pero Gregorio ya estaba
mucho más tranquilo. Así es que ya no se entendían sus palabras a pesar de que
a él le habían parecido lo suficientemente claras, más claras que antes, sin
duda, como consecuencia de que el oído se iba acostumbrando. Pero en todo caso
ya se creía en el hecho de que algo andaba mal respecto a Gregorio, y se estaba
dispuesto a prestarle ayuda. La decisión y seguridad con que fueron tomadas las
primeras disposiciones le sentaron bien. De nuevo se consideró incluido en el
círculo humano y esperaba de ambos, del médico y del cerrajero, sin
distinguirlos del todo entre sí, excelentes y sorprendentes resultados. Con el
fin de tener una voz lo más clara posible en las decisivas conversaciones que
se avecinaban, tosió un poco, esforzándose, sin embargo, por hacerlo con mucha
moderación, porque posiblemente incluso ese ruido sonaba de una forma distinta
a la voz humana, hecho que no confiaba poder distinguir él mismo. Mientras
tanto, en la habitación contigua reinaba el silencio. Quizás los padres estaban
sentados a la mesa con el apoderado y cuchicheaban, quizá todos estaban
arrimados a la puerta y escuchaban.
Gregorio se acercó
lentamente a la puerta con la ayuda de la silla, allí la soltó, se arrojó
contra la puerta, se mantuvo erguido sobre ella —las callosidades de sus
patitas estaban provistas de una sustancia pegajosa— y descansó allí durante un
momento del esfuerzo realizado. A continuación, comenzó a girar con la boca la
llave, que estaba dentro de la cerradura. Por desgracia, no parecía tener
dientes propiamente dichos —¿con qué iba a agarrar la llave? —, pero, por el
contrario, las mandíbulas eran, desde luego, muy poderosas. Con su ayuda puso
la llave, efectivamente, en movimiento, y no se daba cuenta de que, sin duda,
se estaba causando algún daño, porque un líquido parduzco le salía de la boca,
chorreaba por la llave y goteaba hasta el suelo.
—Escuchen
ustedes —dijo el apoderado en la habitación contigua— está dando la vuelta a la
llave.
Esto significó un gran
estímulo para Gregorio; pero todos debían haberle animado, incluso el padre y
la madre. «¡Vamos, Gregorio! —debían haber aclamado—. ¡Duro con ello, duro con
la cerradura!» Y ante la idea de que todos seguían con expectación sus
esfuerzos, se aferró ciegamente a la llave con todas las fuerzas que fue capaz
de reunir. A medida que avanzaba el giro de la llave, Gregorio se movía en
torno a la cerradura, ya sólo se mantenía de pie con la boca, y, según era
necesario, se colgaba de la llave o la apretaba de nuevo hacia dentro con todo
el peso de su cuerpo. El sonido agudo de la cerradura, que se abrió por fin, despertó
del todo a Gregorio. Respirando profundamente dijo para sus adentros: «No he
necesitado al cerrajero», y apoyó la cabeza sobre el picaporte para abrir la
puerta del todo.
Como tuvo que abrir la
puerta de esta forma, ésta estaba ya bastante abierta y todavía no se le veía.
En primer lugar, tenía que darse lentamente la vuelta sobre sí mismo, alrededor
de la hoja de la puerta, y ello con mucho cuidado si no quería caer torpemente
de espaldas justo ante el umbral de la habitación. Todavía estaba absorto en
llevar a cabo aquel difícil movimiento y no tenía tiempo de prestar atención a
otra cosa, cuando escuchó al apoderado lanzar en voz alta un «¡Oh!» que sonó
como un silbido del viento, y en ese momento vio también cómo aquél, que era el
más cercano a la puerta, se tapaba con la mano la boca abierta y retrocedía
lentamente como si le empujase una fuerza invisible que actuaba regularmente.
La madre —a pesar de la presencia del apoderado, estaba allí con los cabellos
desenredados y levantados hacia arriba— miró en primer lugar al padre con las
manos juntas, dio a continuación dos pasos hacia Gregorio y, con el rostro
completamente oculto en su pecho, cayó al suelo en medio de sus faldas, que
quedaron extendidas a su alrededor. El padre cerró el puño con expresión
amenazadora, como si quisiera empujar de nuevo a Gregorio a su habitación, miró
inseguro a su alrededor por el cuarto de estar, después se tapó los ojos con
las manos y lloró de tal forma que su robusto pecho se estremecía por el
llanto.
Gregorio no entró, pues,
en la habitación, sino que se apoyó en la parte intermedia de la hoja de la
puerta que permanecía cerrada, de modo que sólo podía verse la mitad de su
cuerpo y sobre él la cabeza, inclinada a un lado, con la cual miraba hacia los
demás. Entre tanto el día había aclarado; al otro lado de la calle se
distinguía claramente una parte del edificio de enfrente, negruzco e
interminable —era un hospital—, con sus ventanas regulares que rompían
duramente la fachada. Todavía caía la lluvia, pero sólo a grandes gotas que
eran lanzadas hacia abajo aisladamente sobre la tierra. Las piezas de la
vajilla del desayuno se extendían en gran cantidad sobre la mesa porque para el
padre el desayuno era la comida principal del día, que prolongaba durante horas
con la lectura de diversos periódicos. Justamente en la pared de enfrente había
una fotografía de Gregorio, de la época de su servicio militar, que le
representaba con uniforme de teniente, y cómo, con la mano sobre la espada,
sonriendo despreocupadamente, exigía respeto para su actitud y su uniforme. La
puerta del vestíbulo estaba abierta y se podía ver el rellano de la escalera y
el comienzo de la misma, que conducían hacia abajo.
—Bueno—
dijo Gregorio, y era completamente consciente de que era el único que había
conservado la tranquilidad—, me vestiré inmediatamente, empaquetaré el
muestrario y saldré de viaje. ¿Quieren dejarme marchar? Bueno, señor apoderado,
ya ve usted que no soy obstinado y me gusta trabajar, viajar es fatigoso, pero
no podría vivir sin viajar. ¿Adónde va usted, señor apoderado? ¿Al almacén?
¿Sí? ¿Lo contará usted todo tal como es en realidad? En un momento dado puede
uno ser incapaz de trabajar, pero después llega el momento preciso de acordarse
de los servicios prestados y de pensar que después, una vez superado el
obstáculo, uno trabajará, con toda seguridad, con más celo y concentración. Yo
le debo mucho al jefe, bien lo sabe usted. Por otra parte, tengo a mi cuidado a
mis padres y a mi hermana. Estoy en un aprieto, pero saldré de él. Pero no me
lo haga usted más difícil de lo que ya es. ¡Póngase de mi parte en el almacén!
Ya sé que no se quiere bien al viajante. Se piensa que gana un montón de dinero
y se da la gran vida. Es cierto que no hay una razón especial para meditar a
fondo sobre este prejuicio, pero usted, señor apoderado, usted tiene una visión
de conjunto de las circunstancias mejor que la que tiene el resto del personal;
sí, en confianza, incluso una visión de conjunto mejor que la del mismo jefe,
que, en su condición de empresario, cambia fácilmente de opinión en perjuicio
del empleado. También sabe usted muy bien que el viajante, que casi todo el año
está fuera del almacén, puede convertirse fácilmente en víctima de
murmuraciones, casualidades y quejas infundadas, contra las que le resulta
absolutamente imposible defenderse, porque la mayoría de las veces no se entera
de ellas y más tarde, cuando, agotado, ha terminado un viaje, siente sobre su
propia carne, una vez en el hogar, las funestas consecuencias cuyas causas no
puede comprender. Señor apoderado, no se marche usted sin haberme dicho una
palabra que me demuestre que, al menos en una pequeña parte, me da usted la
razón.
Pero el apoderado ya se
había dado la vuelta a las primeras palabras de Gregorio, y por encima del hombro,
que se movía convulsivamente, miraba hacia Gregorio poniendo los labios en
forma de morro, y mientras Gregorio hablaba no estuvo quieto ni un momento,
sino que, sin perderle de vista, se iba deslizando hacia la puerta, pero muy
lentamente, como si existiese una prohibición secreta de abandonar la
habitación. Ya se encontraba en el vestíbulo y, a juzgar por el movimiento
repentino con que sacó el pie por última vez del cuarto de estar, podría
haberse creído que acababa de quemarse la suela. Ya en el vestíbulo, extendió
la mano derecha lejos de sí y en dirección a la escalera, como si allí le
esperase realmente una salvación sobrenatural.
Gregorio comprendió que
de ningún modo debía dejar marchar al apoderado en este estado de ánimo, si es
que no quería ver extremadamente amenazado su trabajo en el almacén. Los padres
no entendían todo esto demasiado bien: durante todos estos largos años habían
llegado al convencimiento de que Gregorio estaba colocado en este almacén para
el resto de su vida, y, además, con las preocupaciones actuales, tenían tanto
que hacer, que habían perdido toda previsión. Pero Gregorio poseía esa
previsión. El apoderado tenía que ser retenido, tranquilizado, persuadido y,
finalmente, atraído. ¡El futuro de Gregorio y de su familia dependía de ello!
¡Si hubiese estado aquí la hermana! Ella era lista; ya había llorado cuando
Gregorio todavía estaba tranquilamente sobre su espalda, y seguro que el
apoderado, ese aficionado a las mujeres, se hubiese dejado llevar por ella;
ella habría cerrado la puerta principal y en el vestíbulo le hubiese disuadido
de su miedo. Pero lo cierto es que la hermana no estaba aquí y Gregorio tenía
que actuar. Y sin pensar que no conocía todavía su actual capacidad de
movimiento, y que sus palabras posiblemente, seguramente incluso, no habían
sido entendidas, abandonó la hoja de la puerta y se deslizó a través del hueco
abierto. Pretendía dirigirse hacia el apoderado que, de una forma grotesca, se
agarraba ya con ambas manos a la barandilla del rellano; pero, buscando algo en
que apoyarse, se cayó inmediatamente sobre sus múltiples patitas, dando un
pequeño grito. Apenas había sucedido esto, sintió por primera vez en esta
mañana un bienestar físico: las patitas tenían suelo firme por debajo,
obedecían a la perfección, como advirtió con alegría; incluso intentaban
transportarle hacia donde él quería; y ya creía Gregorio que el alivio
definitivo de todos sus males se encontraba a su alcance; Pero en el mismo
momento en que, balanceándose por el movimiento reprimido, no lejos de su
madre, permanecía en el suelo justo enfrente de ella, ésta, que parecía
completamente sumida en sus propios pensamientos, dio un salto hacia arriba,
con los brazos extendidos, con los dedos muy separados entre sí, y exclamó:
—¡Socorro,
por el amor de Dios, socorro!
Mantenía la cabeza
inclinada, como si quisiera ver mejor a Gregorio, pero, en contradicción con
ello, retrocedió atropelladamente; había olvidado que detrás de ella estaba la
mesa puesta; cuando hubo llegado a ella, se sentó encima precipitadamente, como
fuera de sí, y no pareció notar que, junto a ella, el café de la cafetera
volcada caía a chorros sobre la alfombra.
—¡Madre,
madre! —dijo Gregorio en voz baja, y miró hacia ella. Por un momento había
olvidado completamente al apoderado; por el contrario, no pudo evitar, a la
vista del café que se derramaba, abrir y cerrar varias veces sus mandíbulas al
vacío.
Al verlo la madre gritó
nuevamente, huyó de la mesa y cayó en los brazos del padre, que corría a su
encuentro. Pero Gregorio no tenía ahora tiempo para sus padres. El apoderado se
encontraba ya en la escalera; con la barbilla sobre la barandilla miró de nuevo
por última vez. Gregorio tomó impulso para alcanzarle con la mayor seguridad
posible. El apoderado debió adivinar algo, porque saltó de una vez varios
escalones y desapareció; pero lanzó aún un «¡Uh!», que se oyó en toda la
escalera. Lamentablemente esta huida del apoderado pareció desconcertar del
todo al padre, que hasta ahora había estado relativamente sereno, pues en lugar
de perseguir él mismo al apoderado o, al menos, no obstaculizar a Gregorio en
su persecución, agarró con la mano derecha el bastón del apoderado, que aquél
había dejado sobre la silla junto con el sombrero y el gabán; tomó con la mano
izquierda un gran periódico que había sobre la mesa y, dando patadas en el
suelo, comenzó a hacer retroceder a Gregorio a su habitación blandiendo el
bastón y el periódico. De nada sirvieron los ruegos de Gregorio, tampoco fueron
entendidos, y por mucho que girase humildemente la cabeza, el padre pataleaba
aún con más fuerza. Al otro lado, la madre había abierto de par en par una
ventana, a pesar del tiempo frío, e inclinada hacia fuera se cubría el rostro
con las manos.
Entre la calle y la
escalera se estableció una fuerte corriente de aire, las
cortinas de las ventanas
volaban, se agitaban los periódicos de encima de la mesa, las hojas sueltas
revoloteaban por el suelo. El padre le acosaba implacablemente y daba silbidos
como un loco. Pero Gregorio todavía no tenía mucha práctica en andar hacia
atrás, andaba realmente muy despacio. Si Gregorio se hubiese podido dar la
vuelta, enseguida hubiese estado en su habitación, pero tenía miedo de
impacientar al padre con su lentitud al darse la vuelta, y a cada instante le
amenazaba el golpe mortal del bastón en la espalda o la cabeza. Finalmente, no
le quedó a Gregorio otra solución, pues advirtió con angustia que andando hacia
atrás ni siquiera era capaz de mantener la dirección, y así, mirando con temor
constantemente a su padre de reojo, comenzó a darse la vuelta con la mayor
rapidez posible, pero, en realidad, con una gran lentitud. Quizá advirtió el
padre su buena voluntad, porque no sólo no le obstaculizó en su empeño, sino
que, con la punta de su bastón, le dirigía de vez en cuando, desde lejos, en su
movimiento giratorio. ¡Si no hubiese sido por ese insoportable silbar del
padre! Por su culpa Gregorio perdía la cabeza por completo. Ya casi se había
dado la vuelta del todo cuando, siempre oyendo ese silbido, incluso se equivocó
y retrocedió un poco en su vuelta. Pero cuando por fin, feliz, tenía ya la
cabeza ante la puerta, resultó que su cuerpo era demasiado ancho para pasar por
ella sin más. Naturalmente, al padre, en su actual estado de ánimo, ni siquiera
se le ocurrió ni por lo más remoto abrir la otra hoja de la puerta para ofrecer
a Gregorio espacio suficiente. Su idea fija consistía solamente en que Gregorio
tenía que entrar en su habitación lo más rápidamente posible; tampoco hubiera
permitido jamás los complicados preparativos que necesitaba Gregorio para
incorporarse y, de este modo, atravesar la puerta. Es más, empujaba hacia
delante a Gregorio con mayor ruido aún, como si no existiese obstáculo alguno.
Ya no sonaba tras de Gregorio como si fuese la voz de un solo padre; ahora ya
no había que andarse con bromas, y Gregorio se empotró en la puerta, pasase lo
que pasase. Uno de los costados se levantó, ahora estaba atravesado en el hueco
de la puerta, su costado estaba herido por completo, en la puerta blanca
quedaron marcadas unas manchas desagradables, pronto se quedó atascado y sólo
no hubiera podido moverse, las patitas de un costado estaban colgadas en el
aire, y temblaban, las del otro lado permanecían aplastadas dolorosamente
contra el suelo.
Entonces el padre le dio
por detrás un fuerte empujón que, en esta situación, le produjo un auténtico
alivio, y Gregorio penetró profundamente en su habitación, sangrando con
intensidad. La puerta fue cerrada con el bastón y a continuación se hizo, por
fin, el silencio.
II
Hasta la caída de la
tarde no se despertó Gregorio de su profundo sueño, similar a una pérdida de
conocimiento. Seguramente no se hubiese despertado mucho más tarde, aun sin ser
molestado, porque se sentía suficientemente repuesto y descansado; sin embargo,
le parecía como si le hubiesen despertado unos pasos fugaces y el ruido de la
puerta que daba al vestíbulo al ser cerrada con cuidado. El resplandor de las
farolas eléctricas de la calle se reflejaba pálidamente aquí y allí en el techo
de la habitación y en las partes altas de los muebles, pero abajo, donde se
encontraba Gregorio, estaba oscuro. Tanteando todavía torpemente con sus
antenas, que ahora aprendía a valorar, se deslizó lentamente hacia la puerta
para ver lo que había ocurrido allí. Su costado izquierdo parecía una única y
larga cicatriz que le daba desagradables tirones y le obligaba realmente a
cojear con sus dos filas de patas. Por cierto, una de las patitas había
resultado gravemente herida durante los incidentes de la mañana —casi parecía
un milagro que sólo una hubiese resultado herida—, y se arrastraba sin vida.
Sólo cuando ya había
llegado a la puerta advirtió que lo que lo había atraído hacia ella era el olor
a algo comestible, porque allí había una escudilla llena de leche dulce en la
que nadaban trocitos de pan. Estuvo a punto de llorar de alegría porque ahora
tenía aún más hambre que por la mañana, e inmediatamente introdujo la cabeza
dentro de la leche casi hasta por encima de los ojos. Pero pronto volvió a
sacarla con desilusión. No sólo comer le resultaba difícil debido a su delicado
costado izquierdo —sólo podía comer si todo su cuerpo cooperaba jadeando—, sino
que, además, la leche, que siempre había sido su bebida favorita, y que
seguramente por eso se la había traído la hermana, ya no le gustaba; es más, se
retiró casi con repugnancia de la escudilla y retrocedió a rastras hacia el
centro de la habitación.
En el cuarto de estar,
por lo que veía Gregorio a través de la rendija de la puerta, estaba encendido
el gas, pero mientras que —como era habitual a estas horas del día— el padre
solía leer en voz alta a la madre, y a veces también a la hermana, el periódico
vespertino, ahora no se oía ruido alguno. Bueno, quizá esta costumbre de leer
en voz alta, tal como le contaba y le escribía siempre su hermana, se había
perdido del todo en los últimos tiempos. Pero todo a su alrededor permanecía en
silencio, a pesar de que, sin duda, la casa no estaba vacía. «¡Qué vida tan
apacible lleva la familia!», se dijo Gregorio, y, mientras miraba fijamente la
oscuridad que reinaba ante él, se sintió muy orgulloso de haber podido
proporcionar a sus padres y a su hermana la vida que llevaban en una vivienda
tan hermosa. Pero ¿qué ocurriría si toda la tranquilidad, todo el bienestar,
toda la satisfacción, llegase ahora a un terrible final? Para no perderse en
tales pensamientos, prefirió Gregorio ponerse en movimiento y arrastrarse de
acá para allá por la habitación.
En una ocasión, durante
el largo anochecer, se abrió una pequeña rendija una vez en una puerta lateral
y otra vez en la otra, y ambas se volvieron a cerrar rápidamente; probablemente
alguien tenía necesidad de entrar, pero, al mismo tiempo, sentía demasiada
vacilación. Entonces Gregorio se paró justamente delante de la puerta del cuarto
de estar, decidido a hacer entrar de alguna manera al indeciso visitante, o al
menos para saber de quién se trataba; pero la puerta ya no se abrió más y
Gregorio esperó en vano. Por la mañana temprano, cuando todas las puertas
estaban bajo llave, todos querían entrar en su habitación. Ahora que había
abierto una puerta, y que las demás habían sido abiertas sin duda durante el
día, no venía nadie y, además, ahora las llaves estaban metidas en las
cerraduras desde fuera.
Muy tarde, ya de noche,
se apagó la luz en el cuarto de estar y entonces fue fácil comprobar que los
padres y la hermana habían permanecido despiertos todo ese tiempo, porque tal y
como se podía oír perfectamente, se retiraban de puntillas los tres juntos en
este momento. Así pues, seguramente hasta la mañana siguiente no entraría nadie
más en la habitación de Gregorio; disponía de mucho tiempo para pensar, sin que
nadie le molestase, sobre cómo debía organizar de nuevo su vida. Pero la
habitación de techos altos y que daba la impresión de estar vacía, en la cual
estaba obligado a permanecer tumbado en el suelo, lo asustaba sin que pudiera
descubrir cuál era la causa, puesto que era la habitación que ocupaba desde
hacía cinco años, y con un giro medio inconsciente y no sin una cierta vergüenza,
se apresuró a meterse bajo el canapé, en donde, a pesar de que su caparazón era
algo estrujado y a pesar de que ya no podía levantar la cabeza, se sintió
pronto muy cómodo y solamente lamentó que su cuerpo fuese demasiado ancho para
poder desaparecer por completo debajo del canapé.
Allí permaneció durante
toda la noche, que pasó, en parte, inmerso en un semisueño, del que una y otra
vez lo despertaba el hambre con un sobresalto, y, en parte, entre
preocupaciones y confusas esperanzas, que lo llevaban a la consecuencia de que,
de momento, debía comportarse con calma y, con la ayuda de una gran paciencia y
de una gran consideración por parte de la familia, tendría que hacer
soportables las molestias que Gregorio, en su estado actual, no podía evitar
producirles.
Ya muy de mañana, era
todavía casi de noche, tuvo Gregorio la oportunidad de poner a prueba las
decisiones que acababa de tomar, porque la hermana, casi vestida del todo,
abrió la puerta desde el vestíbulo y miró con expectación hacia dentro. No lo encontró
enseguida, pero cuando lo descubrió debajo del canapé —¡Dios mío, tenía que
estar en alguna parte, no podía haber volado! — se asustó tanto que, sin poder
dominarse, volvió a cerrar la puerta desde afuera. Pero como si se arrepintiese
de su comportamiento, inmediatamente la abrió de nuevo y entró de puntillas,
como si se tratase de un enfermo grave o de un extraño. Gregorio había
adelantado la cabeza casi hasta el borde del canapé y la observaba. ¿Se daría
cuenta de que había dejado la leche, y no por falta de hambre, y le traería
otra comida más adecuada? Si no caía en la cuenta por sí misma Gregorio
preferiría morir de hambre antes que llamarle la atención sobre esto, a pesar
de que sentía unos enormes deseos de salir de debajo del canapé, arrojarse a
los pies de la hermana y rogarle que le trajese algo bueno de comer. Pero la
hermana reparó con sorpresa en la escudilla llena, a cuyo alrededor se había
vertido un poco de leche, y la levantó del suelo, aunque no lo hizo
directamente con las manos, sino con un trapo, y se la llevó. Gregorio tenía
mucha curiosidad por saber lo que le traería en su lugar, e hizo al respecto
las más diversas conjeturas. Pero nunca hubiese podido adivinar lo que la
bondad de la hermana iba realmente a hacer. Para poner a prueba su gusto, le
trajo muchas cosas para elegir, todas ellas extendidas sobre un viejo
periódico. Había verduras pasadas medio podridas, huesos de la cena, rodeados
de una salsa blanca que se había ya endurecido, algunas uvas pasas y almendras,
un queso que, hacía dos días, Gregorio había calificado de incomible, un trozo
de pan, otro trozo de pan untado con mantequilla y otro trozo de pan untado con
mantequilla y sal. Además, añadió a todo esto la escudilla que, a partir de
ahora, probablemente estaba destinada a Gregorio, en la cual había echado agua.
Y por delicadeza, como sabía que Gregorio nunca comería delante de ella, se
retiró rápidamente e incluso echó la llave, para que Gregorio se diese cuenta
de que podía ponerse todo lo cómodo que desease. Las patitas de Gregorio
zumbaban cuando se acercaba el momento de comer. Por cierto, sus heridas ya
debían estar curadas del todo porque ya no notaba molestia alguna; se asombró y
pensó en cómo, hacía más de un mes, se había cortado un poco un dedo y esa herida,
todavía anteayer, le dolía bastante. ¿Tendré ahora menos sensibilidad?, pensó,
y ya chupaba con voracidad el queso, que fue lo que más fuertemente y de
inmediato lo atrajo de todo. Sucesivamente, a toda velocidad, y con los ojos
llenos de lágrimas de alegría, devoró el queso, las verduras y la salsa; los
alimentos frescos, por el contrario, no le gustaban, ni siquiera podía soportar
su olor, e incluso alejó un poco las cosas que quería comer. Ya hacía tiempo
que había terminado y permanecía tumbado perezosamente en el mismo sitio,
cuando la hermana, como señal de que debía retirarse, giró lentamente la llave.
Esto lo asustó, a pesar de que ya dormitaba, y se apresuró a esconderse bajo el
canapé, pero le costó una gran fuerza de voluntad permanecer debajo del canapé
aun el breve tiempo en el que la hermana estuvo en la habitación, porque, a
causa de la abundante comida, el vientre se había redondeado un poco y apenas
podía respirar en el reducido espacio. Entre pequeños ataques de asfixia, veía
con ojos un poco saltones cómo la hermana, que nada imaginaba de esto, no
solamente barría con su escoba los restos, sino también los alimentos que
Gregorio ni siquiera había tocado, como si éstos ya no se pudiesen utilizar, y
cómo lo tiraba todo precipitadamente a un cubo, que cerró con una tapa de
madera, después de lo cual se lo llevó todo. Apenas se había dado la vuelta
cuando Gregorio salía ya de debajo del canapé, se estiraba y se inflaba.
De esta forma recibía
Gregorio su comida diaria una vez por la mañana, cuando los padres y la criada
todavía dormían, y la segunda vez después de la comida del mediodía, porque
entonces los padres dormían un ratito y la hermana mandaba a la criada a algún
recado. Sin duda los padres no querían que Gregorio se muriese de hambre, pero
quizá no hubieran podido soportar enterarse de sus costumbres alimenticias más
de lo que de ellas les dijese la hermana; quizá la hermana quería ahorrarles
una pequeña pena porque, de hecho, ya sufrían bastante.
Gregorio no pudo
enterarse de las excusas con las que el médico y el cerrajero habían sido
despedidos de la casa en aquella primera mañana, puesto que, como no podían
entenderle, nadie, ni siquiera la hermana, pensaba que él pudiera entender a
los demás, y así, cuando la hermana estaba en su habitación, tenía que
conformarse con escuchar de vez en cuando sus suspiros y sus invocaciones a los
santos. Sólo más tarde, cuando ya se había acostumbrado un poco a todo
—naturalmente nunca podría pensarse en que se acostumbrase del todo—, cazaba
Gregorio a veces una observación hecha amablemente o que así podía
interpretarse: «Hoy sí que le ha gustado», decía cuando Gregorio había comido
con abundancia, mientras que, en el caso contrario, que poco a poco se repetía
con más frecuencia, solía decir casi con tristeza: «Hoy ha sobrado todo».
Mientras que Gregorio no
se enteraba de novedad alguna de forma directa, escuchaba algunas cosas
procedentes de las habitaciones contiguas. Y allí donde escuchaba voces una
sola vez, corría enseguida hacia la puerta correspondiente y se estrujaba con
todo su cuerpo contra ella. Especialmente en los primeros tiempos no había
ninguna conversación que, de alguna manera, si bien sólo en secreto, no tratase
de él. A lo largo de dos días se escucharon durante las comidas discusiones
sobre cómo se debían comportar ahora; pero también entre las comidas se hablaba
del mismo tema, porque siempre había en casa al menos dos miembros de la
familia, ya que seguramente nadie quería quedarse solo en casa, y tampoco
podían dejar de ningún modo la casa sola. Incluso ya el primer día la criada
(no estaba del todo claro qué y cuánto sabía de lo ocurrido) había pedido de
rodillas a la madre que la despidiese inmediatamente, y cuando, un cuarto de
hora después, se marchaba con lágrimas en los ojos, daba gracias por el despido
como por el favor más grande que pudiese hacérsele, y sin que nadie se lo
pidiese hizo un solemne juramento de no decir nada a nadie.
Ahora la hermana, junto
con la madre, tenía que cocinar, si bien esto no ocasionaba demasiado trabajo
porque apenas se comía nada. Una y otra vez escuchaba Gregorio cómo uno animaba
en vano al otro a que comiese y no recibía más contestación que: «¡Gracias,
tengo suficiente!», o algo parecido. Quizá tampoco se bebía nada. A veces la
hermana preguntaba al padre si quería tomar una cerveza, y se ofrecía
amablemente a ir ella misma a buscarla, y como el padre permanecía en silencio,
añadía para que él no tuviese reparos, que también podía mandar a la portera,
pero entonces el padre respondía, por fin, con un poderoso «no», y ya no se
hablaba más del asunto.
Ya en el transcurso del
primer día el padre explicó tanto a la madre como a la hermana toda la
situación económica y las perspectivas. De vez en cuando se levantaba de la
mesa y recogía de la pequeña caja marca Wertheim, que había salvado de la
quiebra de su negocio ocurrida hacía cinco años, algún documento o libro de
anotaciones. Se oía cómo abría el complicado cerrojo y lo volvía a cerrar
después de sacar lo que buscaba. Estas explicaciones del padre eran, en parte,
la primera cosa grata que Gregorio oía desde su encierro. Gregorio había creído
que al padre no le había quedado nada de aquel negocio, al menos el padre no le
había dicho nada en sentido contrario, y, por otra parte, tampoco Gregorio le
había preguntado. En aquel entonces la preocupación de Gregorio había sido
hacer todo lo posible para que la familia olvidase rápidamente el desastre
comercial que los había sumido a todos en la más completa desesperación, y así
había empezado entonces a trabajar con un ardor muy especial y, casi de la
noche a la mañana, había pasado a ser de un simple dependiente a un viajante
que, naturalmente, tenía otras muchas posibilidades de ganar dinero, y cuyos
éxitos profesionales, en forma de comisiones, se convierten inmediatamente en
dinero contante y sonante, que se podía poner sobre la mesa en casa ante la
familia asombrada y feliz. Habían sido buenos tiempos y después nunca se habían
repetido, al menos con ese esplendor, a pesar de que Gregorio, después, ganaba
tanto dinero, que estaba en situación de cargar con todos los gastos de la
familia y así lo hacía. Se habían acostumbrado a esto tanto la familia como
Gregorio; se aceptaba el dinero con agradecimiento, él lo entregaba con gusto,
pero ya no emanaba de ello un calor especial. Solamente la hermana había
permanecido unida a Gregorio, y su intención secreta consistía en mandarla el
año próximo al conservatorio sin tener en cuenta los grandes gastos que ello
traería consigo y que se compensarían de alguna otra forma, porque ella, al
contrario que Gregorio, sentía un gran amor por la música y tocaba el violín de
una forma conmovedora. Con frecuencia, durante las breves estancias de Gregorio
en la ciudad, se mencionaba el conservatorio en las conversaciones con la
hermana, pero sólo como un hermoso sueño en cuya realización no podía ni
pensarse, y a los padres ni siquiera les gustaba escuchar estas inocentes
alusiones; pero Gregorio pensaba decididamente en ello y tenía la intención de
darlo a conocer solemnemente en Nochebuena.
Este tipo de
pensamientos, completamente inútiles en su estado actual, eran los que le
pasaban por la cabeza mientras permanecía allí pegado a la puerta y escuchaba.
A veces ya no podía escuchar más de puro cansando y, en un descuido, se
golpeaba la cabeza contra la puerta, pero inmediatamente volvía a levantarla,
porque incluso el pequeño ruido que había producido con ello había sido
escuchado al lado y había hecho enmudecer a todos.
—¿Qué
es lo que hará? —decía el padre pasados unos momentos y dirigiéndose a todas
luces hacia la puerta; después se reanudaba poco a poco la conversación que
había sido interrumpida.
De esta forma Gregorio se
enteró muy bien —el padre solía repetir con frecuencia sus explicaciones, en
parte porque él mismo ya hacía tiempo que no se ocupaba de estas cosas, y, en
parte también, porque la madre no entendía todo a la primera— de que, a pesar
de la desgracia, todavía quedaba una pequeña fortuna; que los intereses, aún
intactos, habían aumentado un poco más durante todo este tiempo. Además, el
dinero que Gregorio había traído todos los meses a casa —él sólo había guardado
para sí unos pocos florines— no se había gastado del todo y se había convertido
en un pequeño capital. Gregorio, detrás de su puerta, asentía entusiasmado,
contento por la inesperada previsión y ahorro. La verdad es que con ese dinero
sobrante Gregorio podía haber ido liquidando la deuda que tenía el padre con el
jefe y el día en que, por fin, hubiese podido abandonar ese trabajo habría
estado más cercano; pero ahora era sin duda mucho mejor así, tal y como lo
había organizado el padre.
Sin embargo, este dinero
no era del todo suficiente como para que la familia pudiese vivir de los
intereses; bastaba quizá para mantener a la familia uno, como mucho dos años,
más era imposible. Así pues, se trataba de una suma de dinero que, en realidad,
no podía tocarse, y que debía ser reservada para un caso de necesidad, pero el
dinero para vivir había que ganarlo. Ahora bien, el padre era ciertamente un
hombre sano, pero ya viejo, que desde hacía cinco años no trabajaba y que, en
todo caso, no debía confiar mucho en sus fuerzas; durante estos cinco años, que
habían sido las primeras vacaciones de su esforzada y, sin embargo, infructuosa
existencia, había engordado mucho, y por ello se había vuelto muy torpe. ¿Y la
anciana madre? ¿Tenía ahora que ganar dinero, ella que padecía de asma, a quien
un paseo por la casa producía fatiga, y que pasaba uno de cada dos días con
dificultades respiratorias, tumbada en el sofá con la ventana abierta? ¿Y la
hermana también tenía que ganar dinero, ella que todavía era una criatura de
diecisiete años, a quien uno se alegraba de poder proporcionar la forma de vida
que había llevado hasta ahora, y que consistía en vestirse bien, dormir mucho,
ayudar en la casa, participar en algunas diversiones modestas y, sobre todo,
tocar el violín? Cuando se empezaba a hablar de la necesidad de ganar dinero
Gregorio acababa por abandonar la puerta y arrojarse sobre el fresco sofá de
cuero, que estaba junto a la puerta, porque se ponía al rojo vivo de vergüenza
y tristeza.
A veces permanecía allí
tumbado durante toda la noche, no dormía ni un momento, y se restregaba durante
horas sobre el cuero. O bien no retrocedía ante el gran esfuerzo de empujar una
silla hasta la ventana, trepar a continuación hasta el antepecho y, subido en
la silla, apoyarse en la ventana y mirar a través de la misma, sin duda como
recuerdo de lo libre que se había sentido siempre que anteriormente había
estado apoyado aquí. Porque, efectivamente, de día en día, veía cada vez con
menos claridad las cosas que ni siquiera estaban muy alejadas: ya no podía ver
el hospital de enfrente, cuya visión constante había antes maldecido, y si no
hubiese sabido muy bien que vivía en la tranquila pero central
Charlottenstrasse, podría haber creído que veía desde su ventana un desierto en
el que el cielo gris y la gris tierra se unían sin poder distinguirse uno de
otra. Sólo dos veces había sido necesario que su atenta hermana viese que la silla
estaba bajo la ventana para que, a partir de entonces, después de haber
recogido la habitación, la colocase siempre bajo aquélla, e incluso dejase
abierta la contraventana interior.
Si Gregorio hubiese
podido hablar con la hermana y darle las gracias por todo lo que tenía que
hacer por él, hubiese soportado mejor sus servicios, pero de esta forma sufría
con ellos. Ciertamente, la hermana intentaba hacer más llevadero lo
desagradable de la situación, y, naturalmente, cuanto más tiempo pasaba, tanto
más fácil le resultaba conseguirlo, pero también Gregorio adquirió con el
tiempo una visión de conjunto más exacta. Ya el solo hecho de que la hermana
entrase le parecía terrible.
Apenas había entrado, sin
tomarse el tiempo necesario para cerrar la puerta, y eso que siempre ponía
mucha atención en ahorrar a todos el espectáculo que ofrecía la habitación de
Gregorio, corría derecha hacia la ventana y la abría de par en par, con manos
presurosas, como si se asfixiase y, aunque hiciese mucho frío, permanecía durante
algunos momentos ante ella, y respiraba profundamente. Estas carreras y ruidos
asustaban a Gregorio dos veces al día; durante todo ese tiempo temblaba bajo el
canapé y sabía muy bien que ella le hubiese evitado con gusto todo esto, si es
que le hubiese sido posible permanecer con la ventana cerrada en la habitación
en la que se encontraba Gregorio.
Una vez, hacía
aproximadamente un mes de la transformación de Gregorio, y el aspecto de éste
ya no era para la hermana motivo especial de asombro, llegó un poco antes de lo
previsto y encontró a Gregorio mirando por la ventana, inmóvil y realmente
colocado para asustar. Para Gregorio no hubiese sido inesperado si ella no
hubiese entrado, ya que él, con su posición, impedía que ella pudiese abrir de
inmediato la ventana, pero ella no solamente no entró, sino que retrocedió y
cerró la puerta; un extraño habría podido pensar que Gregorio la había acechado
y había querido morderla. Gregorio, naturalmente, se escondió enseguida bajo el
canapé, pero tuvo que esperar hasta mediodía antes de que la hermana volviese
de nuevo, y además parecía mucho más intranquila que de costumbre. Gregorio
sacó la conclusión de que su aspecto todavía le resultaba insoportable y
continuaría pareciéndoselo, y que ella tenía que dominarse a sí misma para no
salir corriendo al ver incluso la pequeña parte de su cuerpo que sobresalía del
canapé. Para ahorrarle también ese espectáculo, transportó un día sobre la
espalda —para ello necesitó cuatro horas— la sábana encima del canapé, y la
colocó de tal forma que él quedaba tapado del todo, y la hermana, incluso si se
agachaba, no podía verlo. Si, en opinión de la hermana, esa sábana no hubiese
sido necesaria, podría haberla retirado, porque estaba suficientemente claro
que Gregorio no se aislaba por gusto, pero dejó la sábana tal como estaba, e
incluso Gregorio creyó adivinar una mirada de gratitud cuando, con cuidado,
levantó la cabeza un poco para ver cómo acogía la hermana la nueva disposición.
Durante los primeros
catorce días, los padres no consiguieron decidirse a entrar en su habitación, y
Gregorio escuchaba con frecuencia cómo ahora reconocían el trabajo de la
hermana, a pesar de que anteriormente se habían enfadado muchas veces con ella,
porque les parecía una chica un poco inútil. Pero ahora, a veces, ambos, el
padre y la madre, esperaban ante la habitación de Gregorio mientras la hermana
la recogía y, apenas había salido, tenía que contar con todo detalle qué
aspecto tenía la habitación, lo que había comido Gregorio, cómo se había comportado
esta vez y si, quizá, se advertía una pequeña mejoría. Por cierto, la madre
quiso entrar a ver a Gregorio relativamente pronto, pero el padre y la hermana
se lo impidieron, al principio con argumentos racionales, que Gregorio
escuchaba con mucha atención, y con los que estaba muy de acuerdo, pero más
tarde hubo que impedírselo por la fuerza, y si entonces gritaba: «¡Déjenme
entrar a ver a Gregorio, pobre hijo mío! ¿Es que no comprenden que tengo que
entrar a verlo?» Entonces Gregorio pensaba que quizá sería bueno que la madre
entrase, naturalmente no todos los días, pero sí una vez a la semana; ella
comprendía todo mucho mejor que la hermana, que, a pesar de todo su valor, no
era más que una niña, y, en última instancia, quizá sólo se había hecho cargo de
una tarea tan difícil por irreflexión infantil.
El deseo de Gregorio de
ver a la madre pronto se convirtió en realidad. Durante el día Gregorio no
quería mostrarse por la ventana, por consideración a sus padres, pero tampoco
podía arrastrarse demasiado por los pocos metros cuadrados del suelo; ya
soportaba con dificultad estar tumbado tranquilamente durante la noche, pronto
ya ni siquiera la comida le producía alegría alguna y así, para distraerse,
adoptó la costumbre de arrastrarse en todas direcciones por las paredes y el
techo. Le gustaba especialmente permanecer colgado del techo; era algo muy
distinto a estar tumbado en el suelo; se respiraba con más libertad; un ligero
balanceo atravesaba el cuerpo; y sumido en la casi feliz distracción en la que
se encontraba allí arriba, podía ocurrir que, para su sorpresa, se dejase caer
y se golpease contra el suelo. Pero ahora, naturalmente, dominaba su cuerpo de
una forma muy distinta a como lo había hecho antes y no se hacía daño, incluso
después de semejante caída. La hermana se dio cuenta inmediatamente de la nueva
diversión que Gregorio había descubierto —al arrastrarse dejaba tras de sí, por
todas partes, huellas de su sustancia pegajosa— y entonces se le metió en la
cabeza proporcionar a Gregorio la posibilidad de arrastrarse a gran escala y
sacar de allí los muebles que lo impedían, es decir, sobre todo el armario y el
escritorio. Ella no era capaz de hacerlo todo sola, tampoco se atrevía a pedir
ayuda al padre; la criada no la hubiese ayudado seguramente, porque esa chica,
de unos dieciséis años, resistía ciertamente con valor desde que se despidió a
la cocinera anterior, pero había pedido el favor de poder mantener la cocina
constantemente cerrada y abrirla solamente a una señal determinada. Así pues,
no le quedó a la hermana más remedio que valerse de la madre, una vez que
estaba el padre ausente.
Con exclamaciones de
excitada alegría se acercó la madre, pero enmudeció ante la puerta de la
habitación de Gregorio. Primero la hermana se aseguró de que todo en la
habitación estaba en orden, después dejó entrar a la madre. Gregorio se había
apresurado a colocar la sábana aún más bajo y con más pliegues, de modo que, de
verdad, tenía el aspecto de una sábana lanzada casualmente sobre el canapé.
Gregorio se abstuvo esta vez de espiar por debajo de la sábana; renunció a ver
esta vez a la madre y se contentaba sólo con que hubiese venido.
—Vamos,
acércate, no se le ve —dijo la hermana, y, sin duda, llevaba a la madre de la
mano.
Gregorio
oyó entonces cómo las dos débiles mujeres movían de su sitio el pesado y viejo
armario, y cómo la hermana siempre se cargaba la mayor parte del trabajo, sin
escuchar las advertencias de la madre que temía que se esforzase demasiado.
Duró mucho tiempo. Aproximadamente después de un cuarto de hora de trabajo dijo
la madre que deberían dejar aquí el armario, porque, en primer lugar, era
demasiado pesado y no acabarían antes de que regresase el padre, y con el
armario en medio de la habitación le bloqueaban a Gregorio cualquier camino y,
en segundo lugar, no era del todo seguro que se le hiciese a Gregorio un favor
con retirar los muebles. A ella le parecía precisamente lo contrario, la vista
de las paredes desnudas le oprimía el corazón, y por qué no iba a sentir
Gregorio lo mismo, puesto que ya hacía tiempo que estaba acostumbrado a los
muebles de la habitación, y por eso se sentiría abandonado en la habitación
vacía.
—Y
es que acaso no... —finalizó la madre en voz baja, aunque ella hablaba siempre
casi susurrando, como si quisiera evitar que Gregorio, cuyo escondite exacto
ella ignoraba, escuchase siquiera el sonido de su voz, porque ella estaba
convencida de que él no entendía las palabras.
—¿Y
es que acaso no parece que retirando los muebles le mostramos que perdemos toda
esperanza de mejoría y lo abandonamos a su suerte sin consideración alguna? Yo
creo que lo mejor sería que intentásemos conservar la habitación en el mismo
estado en que se encontraba antes, para que Gregorio, cuando regrese de nuevo
con nosotros, encuentre todo tal como estaba y pueda olvidar más fácilmente
este paréntesis de tiempo.
Al escuchar estas
palabras de la madre, Gregorio reconoció que la falta de toda conversación
inmediata con un ser humano, junto a la vida monótona en el seno de la familia,
tenía que haber confundido sus facultades mentales a lo largo de estos dos
meses, porque de otro modo no podía explicarse que hubiese podido desear
seriamente que se vaciase su habitación. ¿Deseaba realmente permitir que
transformasen la cálida habitación amueblada confortablemente, con muebles
heredados de su familia, en una cueva en la que, efectivamente, podría
arrastrarse en todas direcciones sin obstáculo alguno, teniendo, sin embargo,
como contrapartida, que olvidarse al mismo tiempo, rápidamente y por completo,
de su pasado humano? Ya se encontraba a punto de olvidar y solamente le había
animado la voz de su madre, que no había oído desde hacía tiempo. Nada debía
retirarse, todo debía quedar como estaba, no podía prescindir en su estado de
la bienhechora influencia de los muebles, y si los muebles le impedían
arrastrarse sin sentido de un lado para otro, no se trataba de un perjuicio,
sino de una gran ventaja.
Pero la hermana era,
lamentablemente, de otra opinión; no sin cierto derecho, se había acostumbrado
a aparecer frente a los padres como experta al discutir sobre asuntos
concernientes a Gregorio, y de esta forma el consejo de la madre era para la
hermana motivo suficiente para retirar no sólo el armario y el escritorio, como
había pensado en un principio, sino todos los muebles a excepción del
imprescindible canapé. Naturalmente, no sólo se trataba de una terquedad pueril
y de la confianza en sí misma que en los últimos tiempos, de forma tan
inesperada y difícil, había conseguido, lo que la impulsaba a esta exigencia;
ella había observado, efectivamente, que Gregorio necesitaba mucho sitio para
arrastrarse y que, en cambio, no utilizaba en absoluto los muebles, al menos
por lo que se veía. Pero quizá jugaba también un papel importante el carácter
exaltado de una chica de su edad, que busca su satisfacción en cada
oportunidad, y por el que Greta ahora se dejaba tentar con la intención de hacer
más que ahora, porque en una habitación en la que sólo Gregorio era dueño y
señor de las paredes vacías, no se atrevería a entrar ninguna otra persona más
que Greta.
Así pues, no se dejó
disuadir de sus propósitos por la madre, que también, de pura inquietud,
parecía sentirse insegura en esta habitación; pronto enmudeció y ayudó a la
hermana con todas sus fuerzas a sacar el armario. Bueno, en caso de necesidad,
Gregorio podía prescindir del armario, pero el escritorio tenía que quedarse; y
apenas habían abandonado las mujeres la habitación con el armario, en el cual
se apoyaban gimiendo, cuando Gregorio sacó la cabeza de debajo del canapé para
ver cómo podía tomar cartas en el asunto lo más prudente y discretamente
posible. Pero, por desgracia, fue precisamente la madre quien regresó primero,
mientras Greta, en la habitación contigua, sujetaba el armario rodeándolo con
los brazos y lo empujaba sola de acá para allá, naturalmente, sin moverlo un
ápice de su sitio. Pero la madre no estaba acostumbrada a ver a Gregorio,
podría haberse puesto enferma por su culpa, y así Gregorio, andando hacia
atrás, se alejó asustado hasta el otro extremo del canapé, pero no pudo evitar
que la sábana se moviese un poco por la parte de delante. Esto fue suficiente
para llamar la atención de la madre. Ésta se detuvo, permaneció allí un momento
en silencio y luego volvió con Greta.
A pesar de que Gregorio
se repetía una y otra vez que no ocurría nada fuera de lo común, sino que sólo
se cambiaban de sitio algunos muebles, sin embargo, como pronto habría de
confesarse a sí mismo, este ir y venir de las mujeres, sus breves gritos, el
arrastre de los muebles sobre el suelo, le producían la impresión de un gran
barullo, que crecía procedente de todas las direcciones y, por mucho que encogía
la cabeza y las patas sobre sí mismo y apretaba el cuerpo contra el suelo, tuvo
que confesarse irremisiblemente que no soportaría todo esto mucho tiempo. Ellas
le vaciaban su habitación, le quitaban todo aquello a lo que tenía cariño, el
armario en el que guardaba la sierra y otras herramientas ya lo habían sacado;
ahora ya aflojaban el escritorio, que estaba fijo al suelo, en el cual había
hecho sus deberes cuando era estudiante de comercio, alumno del instituto e
incluso alumno de la escuela primaria. Ante esto no le quedaba ni un momento
para comprobar las buenas intenciones que tenían las dos mujeres, y cuya
existencia, por cierto, casi había olvidado, porque de puro agotamiento
trabajaban en silencio y solamente se oían las sordas pisadas de sus pies.
Y así salió de repente
—las mujeres estaban en ese momento en la habitación contigua, apoyadas en el
escritorio para tomar aliento—, cambió cuatro veces la dirección de su marcha,
no sabía a ciencia cierta qué era lo que debía salvar primero, cuando vio en la
pared ya vacía, llamándole la atención, el cuadro de la mujer envuelta en
pieles. Se arrastró apresuradamente hacia arriba y se apretó contra el cuadro,
cuyo cristal lo sujetaba y le aliviaba el ardor de su vientre. Al menos este
cuadro, que Gregorio tapaba ahora por completo, seguro que no se lo llevaba
nadie. Volvió la cabeza hacia la puerta del cuarto de estar para observar a las
mujeres cuando volviesen.
No se habían permitido
una larga tregua y ya volvían; Greta había rodeado a su madre con el brazo y
casi la llevaba en volandas.
—¿Qué
nos llevamos ahora? —dijo Greta, y miró a su alrededor. Entonces sus miradas se
cruzaron con las de Gregorio, que estaba en la pared. Seguramente sólo a causa
de la presencia de la madre conservó su serenidad, inclinó su rostro hacia la
madre, para impedir que ella mirase a su alrededor, y dijo temblando y
aturdida:
—Ven,
¿nos volvemos un momento al cuarto de estar?
Gregorio veía claramente
la intención de Greta, quería llevar a la madre a un lugar seguro y luego
echarle de la pared. Bueno, ¡que lo intentase! Él permanecería sobre su cuadro
y no renunciaría a él. Prefería saltarle a Greta a la cara.
Pero justamente las
palabras de Greta inquietaron a la madre, quien se echó a un lado y vio la
gigantesca mancha pardusca sobre el papel pintado de flores y, antes de darse
realmente cuenta de que aquello que veía era Gregorio, gritó con voz ronca y
estridente:
—¡Ay
Dios mío, ay Dios mío! —y con los brazos extendidos cayó sobre el canapé, como
si renunciase a todo, y se quedó allí inmóvil.
—¡Cuidado,
Gregorio! —gritó la hermana levantando el puño y con una mirada penetrante.
Desde la transformación eran estas las primeras palabras que le dirigía
directamente. Corrió a la habitación contigua para buscar alguna esencia con la
que pudiese despertar a su madre de su inconsciencia; Gregorio también quería
ayudar —había tiempo más que suficiente para salvar el cuadro—, pero estaba
pegado al cristal y tuvo que desprenderse con fuerza, luego corrió también a la
habitación de al lado como si pudiera dar a la hermana algún consejo, como en
otros tiempos, pero tuvo que quedarse detrás de ella sin hacer nada; cuando
Greta volvía entre diversos frascos, se asustó al darse la vuelta y un frasco
se cayó al suelo y se rompió y un trozo de cristal hirió a Gregorio en la cara;
una medicina corrosiva se derramó sobre él. Sin detenerse más tiempo, Greta
cogió todos los frascos que podía llevar y corrió con ellos hacia donde estaba
la madre; cerró la puerta con el pie. Gregorio estaba ahora aislado de la
madre, que quizá estaba a punto de morir por su culpa; no debía abrir la
habitación, no quería echar a la hermana que tenía que permanecer con la madre;
ahora no tenía otra cosa que hacer que esperar; y, afligido por los
remordimientos y la preocupación, comenzó a arrastrarse, se arrastró por todas
partes: paredes, muebles y techos, y finalmente, en su desesperación, cuando ya
la habitación empezaba a dar vueltas a su alrededor, se desplomó en medio de la
gran mesa.
Pasó un momento, Gregorio
yacía allí extenuado, a su alrededor todo estaba tranquilo, quizá esto era una
buena señal. Entonces sonó el timbre. La chica estaba, naturalmente, encerrada
en su cocina y Greta tenía que ir a abrir. El padre había llegado.
—¿Qué
ha ocurrido? —fueron sus primeras palabras.
El aspecto de Greta lo
revelaba todo. Greta contestó con voz ahogada, sin duda apretaba su rostro
contra el pecho del padre:
—Madre
se quedó inconsciente, pero ya está mejor. Gregorio ha escapado.
—Ya
me lo esperaba —dijo el padre—, se los he dicho una y otra vez, pero ustedes,
las mujeres, nunca hacen caso.
Gregorio se dio cuenta de
que el padre había interpretado mal la escueta información de Greta y
sospechaba que Gregorio había hecho uso de algún acto violento. Por eso ahora
tenía que intentar apaciguar al padre, porque para darle explicaciones no tenía
ni el tiempo ni la posibilidad. Así pues, Gregorio se precipitó hacia la puerta
de su habitación y se apretó contra ella para que el padre, ya desde el momento
en que entrase en el vestíbulo, viese que Gregorio tenía la más sana intención
de regresar inmediatamente a su habitación, y que no era necesario hacerle
retroceder, sino que sólo hacía falta abrir la puerta e inmediatamente
desaparecería. Pero el padre no estaba en situación de advertir tales
sutilezas.
—¡Ah!
—gritó al entrar, en un tono como si al mismo tiempo estuviese furioso y
contento. Gregorio retiró la cabeza de la puerta y la levantó hacia el padre.
Nunca se hubiese imaginado así al padre, tal y como estaba allí; bien es verdad
que, en los últimos tiempos, puesta su atención en arrastrarse por todas
partes, había perdido la ocasión de preocuparse como antes de los asuntos que
ocurrían en el resto de la casa, y tenía realmente que haber estado preparado
para encontrar las circunstancias cambiadas. Aun así, aun así. ¿Era este
todavía el padre? ¿El mismo hombre que yacía sepultado en la cama, cuando, en
otros tiempos, Gregorio salía en viaje de negocios? ¿El mismo hombre que, la
tarde en que volvía, le recibía en bata sentado en su sillón, y que no estaba
en condiciones de levantarse, sino que, como señal de alegría, sólo levantaba
los brazos hacia él? ¿El mismo hombre que, durante los poco frecuentes paseos
en común, un par de domingos al año o en las festividades más importantes, se
abría paso hacia delante entre Gregorio y la madre, que ya de por sí andaban
despacio, aún más despacio que ellos, envuelto en su viejo abrigo, siempre
apoyando con cuidado el bastón, y que, cuando quería decir algo, casi siempre
se quedaba parado y congregaba a sus acompañantes a su alrededor? Pero ahora
estaba muy derecho, vestido con un rígido uniforme azul con botones, como los
que llevan las ordenanzas de los bancos; por encima del cuello alto y tieso de
la chaqueta sobresalía su gran papada; por debajo de las pobladas cejas se
abría paso la mirada, despierta y atenta, de unos ojos negros. El cabello
blanco, en otro tiempo desgreñado, estaba ahora ordenado en un peinado a raya
brillante y exacto. Arrojó su gorra, en la que había bordado un monograma
dorado, probablemente el de un banco, sobre el canapé a través de la habitación
formando un arco, y se dirigió hacia Gregorio con el rostro enconado, las
puntas de la larga chaqueta del uniforme echadas hacia atrás, y las manos en
los bolsillos del pantalón. Probablemente ni él mismo sabía lo que iba a hacer,
sin embargo, levantaba los pies a una altura desusada y Gregorio se asombró del
tamaño enorme de las suelas de sus botas. Pero Gregorio no permanecía parado,
ya sabía desde el primer día de su nueva vida que el padre, con respecto a él,
sólo consideraba oportuna la mayor rigidez. Y así corría delante del padre, se
paraba si el padre se paraba, y se apresuraba a seguir hacia delante con sólo
que el padre se moviese. Así recorrieron varias veces la habitación sin que
ocurriese nada decisivo y sin que ello hubiese tenido el aspecto de una
persecución, como consecuencia de la lentitud de su recorrido. Por eso Gregorio
permaneció de momento sobre el suelo, especialmente porque temía que el padre
considerase una especial maldad por su parte la huida a las paredes o al techo.
Por otra parte, Gregorio tuvo que confesarse a sí mismo que no soportaría por
mucho tiempo estas carreras, porque mientras el padre daba un paso, él tenía
que realizar un sinnúmero de movimientos. Ya comenzaba a sentir ahogos, bien es
verdad que tampoco anteriormente había tenido unos pulmones dignos de
confianza. Mientras se tambaleaba con la intención de reunir todas sus fuerzas
para la carrera, apenas tenía los ojos abiertos; en su embotamiento no pensaba
en otra posibilidad de salvación que la de correr; y ya casi había olvidado que
las paredes estaban a su disposición, bien es verdad que éstas estaban
obstruidas por muelles llenos de esquinas y picos. En ese momento algo, lanzado
sin fuerza, cayó junto a él, y echó a rodar por delante de él. Era una manzana;
inmediatamente siguió otra; Gregorio se quedó inmóvil del susto; seguir
corriendo era inútil, porque el padre había decidido bombardearle. Con la fruta
procedente del frutero que estaba sobre el aparador se había llenado los
bolsillos y lanzaba manzana tras manzana sin apuntar con exactitud, de momento.
Estas pequeñas manzanas rojas rodaban por el suelo como electrificadas y
chocaban unas con otras. Una manzana lanzada sin fuerza rozó la espalda de
Gregorio, pero resbaló sin causarle daños. Sin embargo, otra que la siguió
inmediatamente, se incrustó en la espalda de Gregorio; éste quería continuar
arrastrándose, como si el increíble y sorprendente dolor pudiese aliviarse al
cambiar de sitio; pero estaba como clavado y se estiraba, totalmente
desconcertado.
Sólo al mirar por última
vez alcanzó a ver cómo la puerta de su habitación se abría de par en par y por
delante de la hermana, que chillaba, salía corriendo la madre en enaguas, puesto
que la hermana la había desnudado para proporcionarle aire mientras permanecía
inconsciente; vio también cómo, a continuación, la madre corría hacia el padre
y, en el camino, perdía una tras otra sus enaguas desatadas, y cómo tropezando
con ellas, caía sobre el padre, y abrazándole, unida estrechamente a él —ya
empezaba a fallarle la vista a Gregorio—, le suplicaba, cruzando las manos por
detrás de su nuca, que perdonase la vida de Gregorio.
III
La grave herida de
Gregorio, cuyos dolores soportó más de un mes —la manzana permaneció empotrada
en la carne como recuerdo visible, ya que nadie se atrevía a retirarla—,
pareció recordar, incluso al padre, que Gregorio, a pesar de su triste y
repugnante forma actual, era un miembro de la familia, a quien no podía
tratarse como a un enemigo, sino frente al cual el deber familiar era
aguantarse la repugnancia y resignarse, nada más que resignarse.
Y si Gregorio ahora, por
culpa de su herida, probablemente había perdido agilidad para siempre, y por lo
pronto necesitaba para cruzar su habitación como un viejo inválido largos
minutos —no se podía ni pensar en arrastrarse por las alturas—, sin embargo, en
compensación por este empeoramiento de su estado, recibió, en su opinión, una
reparación más que suficiente: hacia el anochecer se abría la puerta del cuarto
de estar, la cual solía observar fijamente ya desde dos horas antes, de forma
que, tumbado en la oscuridad de su habitación, sin ser visto desde el comedor,
podía ver a toda la familia en la mesa iluminada y podía escuchar sus
conversaciones, en cierto modo con el consentimiento general, es decir, de una
forma completamente distinta a como había sido hasta ahora.
Naturalmente, ya no se
trataba de las animadas conversaciones de antaño, en las que Gregorio, desde la
habitación de su hotel, siempre había pensado con cierta nostalgia cuando,
cansado, tenía que meterse en la cama húmeda. La mayoría de las veces
transcurría el tiempo en silencio. El padre no tardaba en dormirse en la silla
después de la cena, y la madre y la hermana se recomendaban mutuamente
silencio; la madre, inclinada muy por debajo de la luz, cosía ropa fina para un
comercio de moda; la hermana, que había aceptado un trabajo como dependienta,
estudiaba por la noche estenografía y francés, para conseguir, quizá más tarde,
un puesto mejor. A veces el padre se despertaba y, como si no supiera que había
dormido, decía a la madre: «¡Cuánto coses hoy también!», e inmediatamente
volvía a dormirse mientras la madre y la hermana se sonreían mutuamente.
Por una especie de
obstinación, el padre se negaba a quitarse el uniforme mientras estaba en casa;
y mientras la bata colgaba inútilmente de la percha, dormitaba el padre en su
asiento, completamente vestido, como si siempre estuviese preparado para el
servicio e incluso en casa esperase también la voz de su superior. Como
consecuencia, el uniforme, que no era nuevo ya en un principio, empezó a
ensuciarse a pesar del cuidado de la madre y de la hermana. Gregorio se pasaba
con frecuencia tardes enteras mirando esta brillante ropa, completamente
manchada, con sus botones dorados siempre limpios, con la que el anciano dormía
muy incómodo y, sin embargo, tranquilo.
En cuanto el reloj daba
las diez, la madre intentaba despertar al padre en voz baja y convencerle para
que se fuese a la cama, porque éste no era un sueño auténtico y el padre tenía
necesidad de él, porque tenía que empezar a trabajar a las seis de la mañana.
Pero con la obstinación que se había apoderado de él desde que se había
convertido en ordenanza, insistía en quedarse más tiempo a la mesa, a pesar de
que, normalmente, se quedaba dormido y, además, sólo con grandes esfuerzos
podía convencérsele de que cambiase la silla por la cama. Ya podían la madre y
la hermana insistir con pequeñas amonestaciones, durante un cuarto de hora daba
cabezadas lentamente, mantenía los ojos cerrados y no se levantaba. La madre le
tiraba del brazo, diciéndole al oído palabras cariñosas, la hermana abandonaba
su trabajo para ayudar a la madre, pero esto no tenía efecto sobre el padre. Se
hundía más profundamente en su silla. Sólo cuando las mujeres lo cogían por
debajo de los hombros, abría los ojos, miraba alternativamente a la madre y a
la hermana, y solía decir: «¡Qué vida ésta! ¡Ésta es la tranquilidad de mis
últimos días!», y apoyado sobre las dos mujeres se levantaba pesadamente, como
si él mismo fuese su más pesada carga, se dejaba llevar por ellas hasta la
puerta, allí les hacía una señal de que no las necesitaba, y continuaba solo,
mientras que la madre y la hermana dejaban apresuradamente su costura y su
pluma para correr tras el padre y continuar ayudándolo.
¿Quién en esta familia,
agotada por el trabajo y rendida de cansancio, iba a tener más tiempo del
necesario para ocuparse de Gregorio? El presupuesto familiar se reducía cada
vez más, la criada acabó por ser despedida. Una asistenta gigantesca y huesuda,
con el pelo blanco y desgreñado, venía por la mañana y por la noche, y hacía el
trabajo más pesado; todo lo demás lo hacía la madre, además de su mucha
costura.
Ocurrió incluso el caso
de que varias joyas de la familia, que la madre y la hermana habían lucido
entusiasmadas en reuniones y fiestas, hubieron de ser vendidas, según se enteró
Gregorio por la noche por la conversación acerca del precio conseguido. Pero el
mayor motivo de queja era que no se podía dejar esta casa, que resultaba
demasiado grande en las circunstancias presentes, ya que no sabían cómo se
podía trasladar a Gregorio. Pero Gregorio comprendía que no era sólo la
consideración hacia él lo que impedía un traslado, porque se le hubiera podido
transportar fácilmente en un cajón apropiado con un par de agujeros para el
aire; lo que, en primer lugar, impedía a la familia un cambio de casa era, aún
más, la desesperación total y la idea de que habían sido azotados por una
desgracia como no había igual en todo su círculo de parientes y amigos. Todo lo
que el mundo exige de la gente pobre lo cumplían ellos hasta la saciedad: el
padre iba a buscar el desayuno para el pequeño empleado de banco, la madre se
sacrificaba por la ropa de gente extraña, la hermana, a la orden de los
clientes, corría de un lado para otro detrás del mostrador, pero las fuerzas de
la familia ya no daban para más. La herida de la espalda comenzaba otra vez a
dolerle a Gregorio como recién hecha cuando la madre y la hermana, después de
haber llevado al padre a la cama, regresaban, dejaban a un lado el trabajo, se
acercaban una a otra, sentándose muy juntas. Entonces la madre, señalando hacia
la habitación de Gregorio, decía: «Cierra la puerta, Greta», y cuando Gregorio
se encontraba de nuevo en la oscuridad, fuera las mujeres confundían sus
lágrimas o simplemente miraban fijamente a la mesa sin llorar.
Gregorio pasaba las
noches y los días casi sin dormir. A veces pensaba que la próxima vez que se
abriese la puerta él se haría cargo de los asuntos de la familia como antes; en
su mente aparecieron de nuevo, después de mucho tiempo, el jefe y el encargado;
los dependientes y los aprendices; el mozo de los recados, tan corto de luces;
dos, tres amigos de otros almacenes; una camarera de un hotel de provincias; un
recuerdo amado y fugaz: una cajera de una tienda de sombreros a quien había
hecho la corte seriamente, pero con demasiada lentitud; todos ellos aparecían
mezclados con gente extraña o ya olvidada, pero en lugar de ayudarle a él y a
su familia, todos ellos eran inaccesibles, y Gregorio se sentía aliviado cuando
desaparecían. Pero después ya no estaba de humor para preocuparse por su
familia, solamente sentía rabia por el mal cuidado de que era objeto y, a pesar
de que no podía imaginarse algo que le hiciese sentir apetito, hacía planes
sobre cómo podría llegar a la despensa para tomar de allí lo que quisiese,
incluso aunque no tuviese hambre alguna. Sin pensar más en qué es lo que podría
gustar a Gregorio, la hermana, por la mañana y al mediodía, antes de marcharse
a la tienda, empujaba apresuradamente con el pie cualquier comida en la
habitación de Gregorio, para después recogerla por la noche con el palo de la
escoba, tanto si la comida había sido probada como si —y éste era el caso más
frecuente— ni siquiera hubiera sido tocada. Recoger la habitación, cosa que
ahora hacía siempre por la noche, no podía hacerse más deprisa. Franjas de
suciedad se extendían por las paredes, por todas partes había ovillos de polvo
y suciedad.
Al principio, cuando
llegaba la hermana, Gregorio se colocaba en el rincón más significativamente
sucio para, en cierto modo, hacerle reproches mediante esta posición. Pero
seguramente hubiese podido permanecer allí semanas enteras sin que la hermana
hubiese mejorado su actitud por ello; ella veía la suciedad lo mismo que él,
pero se había decidido a dejarla allí. Al mismo tiempo, con una susceptibilidad
completamente nueva en ella y que, en general, se había apoderado de toda la
familia, ponía especial atención en el hecho de que se reservase solamente a
ella el cuidado de la habitación de Gregorio. En una ocasión la madre había
sometido la habitación de Gregorio a una gran limpieza, que había logrado
solamente después de utilizar varios cubos de agua —la humedad, sin embargo,
también molestaba a Gregorio, que yacía extendido, amargado e inmóvil sobre el
canapé—, pero el castigo de la madre no se hizo esperar, porque apenas había
notado la hermana por la tarde el cambio en la habitación de Gregorio, cuando,
herida en lo más profundo de sus sentimientos, corrió al cuarto de estar y, a
pesar de que la madre suplicaba con las manos levantadas, rompió en un mar de
lágrimas, que los padres —el padre se despertó sobresaltado en su silla—, al
principio, observaban asombrados y sin poder hacer nada, hasta que, también
ellos, comenzaron a sentirse conmovidos. El padre, a su derecha, reprochaba a
la madre que no hubiese dejado al cuidado de la hermana la limpieza de la
habitación de Gregorio; a su izquierda, decía a gritos a la hermana que nunca
más volvería a limpiar la habitación de Gregorio. Mientras que la madre
intentaba llevar al dormitorio al padre, que no podía más de irritación, la
hermana, sacudida por los sollozos, golpeaba la mesa con sus pequeños puños, y
Gregorio silbaba de pura rabia porque a nadie se le ocurría cerrar la puerta
para ahorrarle este espectáculo y este ruido.
Pero incluso si la
hermana, agotada por su trabajo, estaba ya harta de cuidar de Gregorio como
antes, tampoco la madre tenía que sustituirla y no era necesario que Gregorio
hubiese sido abandonado, porque para eso estaba la asistenta. Esa vieja viuda,
que en su larga vida debía haber superado lo peor con ayuda de su fuerte
constitución, no sentía repugnancia alguna por Gregorio. Sin sentir verdadera
curiosidad, una vez había abierto por casualidad la puerta de la habitación de
Gregorio y, al verle, se quedó parada, asombrada con los brazos cruzados,
mientras éste, sorprendido y a pesar de que nadie le perseguía, comenzó a
correr de un lado a otro.
Desde entonces no perdía
la oportunidad de abrir un poco la puerta por la mañana y por la tarde para
echar un vistazo a la habitación de Gregorio. Al principio le llamaba hacia
ella con palabras que, probablemente, consideraba amables, como: «¡Ven aquí,
viejo escarabajo pelotero!» o «¡Miren al viejo escarabajo pelotero!» Gregorio
no contestaba nada a tales llamadas, sino que permanecía inmóvil en su sitio,
como si la puerta no hubiese sido abierta. ¡Si se le hubiese ordenado a esa
asistenta que limpiase diariamente la habitación en lugar de dejar que le
molestase inútilmente a su antojo! Una vez, por la mañana temprano —una intensa
lluvia golpeaba los cristales, quizá como signo de la primavera que ya se
acercaba— cuando la asistenta empezó otra vez con sus improperios, Gregorio se
enfureció tanto que se dio la vuelta hacia ella como para atacarla, pero de
forma lenta y débil. Sin embargo, la asistenta, en vez de asustarse, alzó
simplemente una silla, que se encontraba cerca de la puerta, y, tal como
permanecía allí, con la boca completamente abierta, estaba clara su intención
de cerrar la boca sólo cuando la silla que tenía en la mano acabase en la
espalda de Gregorio.
—¿Conque
no seguimos adelante? —preguntó, al ver que Gregorio se daba de nuevo la
vuelta, y volvió a colocar la silla tranquilamente en el rincón.
Gregorio ya no comía casi
nada. Sólo si pasaba por casualidad al lado de la comida tomaba un bocado para
jugar con él en la boca, lo mantenía allí horas y horas y, la mayoría de las
veces acababa por escupirlo. Al principio pensó que lo que le impedía comer era
la tristeza por el estado de su habitación, pero precisamente con los cambios
de la habitación se reconcilió muy pronto. Se habían acostumbrado a meter en
esta habitación cosas que no podían colocar en otro sitio, y ahora había muchas
cosas de éstas, porque una de las habitaciones de la casa había sido alquilada
a tres huéspedes. Estos señores tan severos —los tres tenían barba, según pudo
comprobar Gregorio por una rendija de la puerta— ponían especial atención en el
orden, no sólo ya de su habitación, sino de toda la casa, puesto que se habían
instalado aquí, y especialmente en el orden de la cocina. No soportaban trastos
inútiles ni mucho menos sucios. Además, habían traído una gran parte de sus
propios muebles. Por ese motivo sobraban muchas cosas que no se podían vender
ni tampoco se querían tirar. Todas estas cosas acababan en la habitación de
Gregorio. Lo mismo ocurrió con el cubo de la ceniza y el cubo de la basura de
la cocina. La asistenta, que siempre tenía mucha prisa, arrojaba simplemente en
la habitación de Gregorio todo lo que, de momento, no servía; por suerte,
Gregorio sólo veía, la mayoría de las veces, el objeto correspondiente y la
mano que lo sujetaba. La asistenta tenía, quizá, la intención de recoger de
nuevo las cosas cuando hubiese tiempo y oportunidad, o quizá tirarlas todas de
una vez, pero lo cierto es que todas se quedaban tiradas en el mismo lugar en
que habían caído al arrojarlas, a no ser que Gregorio se moviese por entre los
trastos y los pusiese en movimiento, al principio obligado a ello porque no
había sitio libre para arrastrarse, pero más tarde con creciente satisfacción,
a pesar de que después de tales paseos acababa mortalmente agotado y triste, y
durante horas permanecía inmóvil.
Como los huéspedes a
veces tomaban la cena en el cuarto de estar, la puerta permanecía algunas
noches cerrada, pero Gregorio renunciaba gustoso a abrirla, incluso algunas
noches en las que había estado abierta no se había aprovechado de ello, sino
que, sin que la familia lo notase, se había tumbado en el rincón más oscuro de
la habitación. Pero en una ocasión la asistenta había dejado un poco abierta la
puerta que daba al cuarto de estar y se quedó abierta incluso cuando los
huéspedes llegaron y se dio la luz. Se sentaban a la mesa en los mismos sitios
en que antes habían comido el padre, la madre y Gregorio, desdoblaban las
servilletas y tomaban en la mano cuchillo y tenedor. Al momento aparecía por la
puerta la madre con una fuente de carne, y poco después lo hacía la hermana con
una fuente llena de patatas. La comida humeaba. Los huéspedes se inclinaban
sobre las fuentes que había ante ellos como si quisiesen examinarlas antes de
comer, y, efectivamente, el señor que estaba sentado en medio y que parecía ser
el que más autoridad tenía de los tres, cortaba un trozo de carne en la misma
fuente con el fin de comprobar si estaba lo suficientemente tierna, o quizá
tenía que ser devuelta a la cocina. La prueba le satisfacía, la madre y la
hermana, que habían observado todo con impaciencia, comenzaban a sonreír
respirando profundamente.
La familia comía en la
cocina. A pesar de ello, el padre, antes de entrar en ésta, entraba en la
habitación y con una sola reverencia y la gorra en la mano, daba una vuelta a
la mesa. Los huéspedes se levantaban y murmuraban algo para el cuello de su
camisa. Cuando ya estaban solos, comían casi en absoluto silencio. A Gregorio
le parecía extraño el hecho de que, de todos los variados ruidos de la comida,
una y otra vez se escuchasen los dientes al masticar, como si con ello
quisieran mostrarle a Gregorio que para comer se necesitan los dientes y que,
aun con las más hermosas mandíbulas, sin dientes no se podía conseguir nada.
—Pero
si yo no tengo apetito —se decía Gregorio preocupado—, pero me apetecen estas
cosas. ¡Cómo comen los huéspedes y yo me muero!
Precisamente aquella
noche —Gregorio no se acordaba de haberlo oído en todo el tiempo— se escuchó el
violín. Los huéspedes ya habían terminado de cenar, el de en medio había sacado
un periódico, les había dado una hoja a cada uno de los otros dos, y los tres
fumaban y leían echados hacia atrás. Cuando el violín comenzó a sonar
escucharon con atención, se levantaron y, de puntillas, fueron hacia la puerta
del vestíbulo, en la que permanecieron quietos de pie, apretados unos junto a
otros. Desde la cocina se les debió oír, porque el padre gritó:
—¿Les
molesta a los señores la música? Inmediatamente puede dejar de tocarse.
—Al
contrario —dijo el señor de en medio—. ¿No desearía la señorita entrar con
nosotros y tocar aquí en la habitación, donde es mucho más cómodo y agradable?
—Naturalmente
—exclamó el padre, como si el violinista fuese él mismo.
Los señores regresaron a
la habitación y esperaron. Pronto llegó el padre con el atril, la madre con la
partitura y la hermana con el violín. La hermana preparó con tranquilidad todo
lo necesario para tocar. Los padres, que nunca antes habían alquilado
habitaciones, y por ello exageraban la amabilidad con los huéspedes, no se
atrevían a sentarse en sus propias sillas; el padre se apoyó en la puerta, con
la mano derecha colocada entre dos botones de la librea abrochada; a la madre
le fue ofrecida una silla por uno de los señores y, como la dejó en el lugar en
el que, por casualidad, la había colocado el señor, permanecía sentada en un
rincón apartado.
La hermana empezó a
tocar; el padre y la madre, cada uno desde su lugar, seguían con atención los
movimientos de sus manos; Gregorio, atraído por la música, había avanzado un
poco hacia delante y ya tenía la cabeza en el cuarto de estar. Ya apenas se
extrañaba de que en los últimos tiempos no tenía consideración con los demás;
antes estaba orgulloso de tener esa consideración y, precisamente ahora,
hubiese tenido mayor motivo para esconderse, porque, como consecuencia del
polvo que reinaba en su habitación, y que volaba por todas partes al menor
movimiento, él mismo estaba también lleno de polvo. Sobre su espalda y sus
costados arrastraba consigo por todas partes hilos, pelos, restos de comida...
Su indiferencia hacia todo era demasiado grande como para tumbarse sobre su
espalda y restregarse contra la alfombra, tal como hacía antes varias veces al
día. Y, a pesar de este estado, no sentía vergüenza alguna de avanzar por el
suelo impecable del comedor.
Por otra parte, nadie le
prestaba atención. La familia estaba completamente absorta en la música del
violín; por el contrario, los huéspedes, que, al principio, con las manos en
los bolsillos, se habían colocado demasiado cerca detrás del atril de la
hermana, de forma que podrían haber leído la partitura, lo cual sin duda tenía
que estorbar a la hermana, hablando a media voz, con las cabezas inclinadas, se
retiraron pronto hacia la ventana, donde permanecieron observados por el padre
con preocupación. Realmente daba a todas luces la impresión de que habían sido
decepcionados en su suposición de escuchar una pieza bella o divertida al
violín, de que estaban hartos de la función y sólo permitían que se les
molestase por amabilidad. Especialmente la forma en que echaban a lo alto el
humo de los cigarrillos por la boca y por la nariz denotaba gran nerviosismo.
Y, sin embargo, la hermana tocaba tan bien... Su rostro estaba inclinado hacia
un lado, atenta y tristemente seguían sus ojos las notas del pentagrama.
Gregorio avanzó un poco más y mantenía la cabeza pegada al suelo para, quizá,
poder encontrar sus miradas. ¿Es que era ya una bestia a la que le emocionaba
la música?
Le parecía como si se le
mostrase el camino hacia el desconocido y anhelado alimento. Estaba decidido a
acercarse hasta la hermana, tirarle de la falda y darle así a entender que ella
podía entrar con su violín en su habitación porque nadie podía recompensar su
música como él quería hacerlo. No quería dejarla salir nunca de su habitación,
al menos mientras él viviese; su horrible forma le sería útil por primera vez;
quería estar a la vez en todas las puertas de su habitación y tirarse a los que
le atacasen; pero la hermana no debía quedarse con él por la fuerza, sino por
su propia voluntad; debería sentarse junto a él sobre el canapé, inclinar el
oído hacía él, y él deseaba confiarle que había tenido la firme intención de
enviarla al conservatorio y que si la desgracia no se hubiese cruzado en su
camino la Navidad pasada —probablemente la Navidad ya había pasado— se lo
hubiese dicho a todos sin preocuparse de réplica alguna. Después de esta
confesión, la hermana estallaría en lágrimas de emoción y Gregorio se
levantaría hasta su hombro y le daría un beso en el cuello, que, desde que iba
a la tienda, llevaba siempre al aire sin cintas ni adornos.
—¡Señor
Samsa! —gritó el señor de en medio al padre y señaló, sin decir una palabra
más, con el índice hacia Gregorio, que avanzaba lentamente. El violín
enmudeció. En un principio el huésped de en medio sonrió a sus amigos moviendo
la cabeza y, a continuación, miró hacia Gregorio. El padre, en lugar de echar a
Gregorio, consideró más necesario, ante todo, tranquilizar a los huéspedes, a
pesar de que ellos no estaban nerviosos en absoluto y Gregorio parecía
distraerles más que el violín. Se precipitó hacia ellos e intentó, con los
brazos abiertos, empujarles a su habitación y, al mismo tiempo, evitar con su
cuerpo que pudiesen ver a Gregorio. Ciertamente se enfadaron un poco, no se
sabía ya si por el comportamiento del padre, o porque ahora se empezaban a dar
cuenta de que, sin saberlo, habían tenido un vecino como Gregorio. Exigían al
padre explicaciones, levantaban los brazos, se tiraban intranquilos de la barba
y, muy lentamente, retrocedían hacia su habitación.
Entre tanto, la hermana
había superado el desconcierto en que había caído después de interrumpir su
música de una forma tan repentina, había reaccionado de pronto, después de que
durante unos momentos había sostenido en las manos caídas con indolencia el
violín y el arco, y había seguido mirando la partitura como si todavía tocase,
había colocado el instrumento en el regazo de la madre, que todavía seguía
sentada en su silla con dificultades para respirar y agitando violentamente los
pulmones, y había corrido hacia la habitación de al lado, a la que los
huéspedes se acercaban cada vez más deprisa ante la insistencia del padre. Se
veía cómo, gracias a las diestras manos de la hermana, las mantas y almohadas
de las camas volaban hacia lo alto y se ordenaban. Antes de que los señores
hubiesen llegado a la habitación, había terminado de hacer las camas y se había
escabullido hacia fuera. El padre parecía estar hasta tal punto dominado por su
obstinación, que olvidó todo el respeto que, ciertamente, debía a sus
huéspedes. Sólo les empujaba y les empujaba hasta que, ante la puerta de la
habitación, el señor de en medio dio una patada atronadora contra el suelo y
así detuvo al padre.
—Participo
a ustedes —dijo, levantando la mano y buscando con sus miradas también a la
madre y a la hermana— que, teniendo en cuenta las repugnantes circunstancias
que reinan en esta casa y en esta familia —en este punto escupió decididamente
sobre el suelo—, en este preciso instante dejo la habitación. Por los días que
he vivido aquí no pagaré, naturalmente, lo más mínimo: por el contrario, me
pensaré si no procedo contra ustedes con algunas reclamaciones muy fáciles,
créanme, de justificar.
Calló y miró hacia
delante como si esperase algo. En efecto, sus dos amigos intervinieron
inmediatamente con las siguientes palabras:
—También
nosotros dejamos en este momento la habitación.
A continuación, agarró el
picaporte y cerró la puerta de un portazo. El padre se tambaleaba tanteando con
las manos en dirección a su silla y se dejó caer en ella. Parecía como si se
preparase para su acostumbrada siestecita nocturna, pero la profunda
inclinación de su cabeza, abatida como si nada la sostuviese, mostraba que de
ninguna manera dormía. Gregorio yacía todo el tiempo en silencio en el mismo
sitio en que le habían descubierto los huéspedes. La decepción por el fracaso
de sus planes, pero quizá también la debilidad causada por el hambre que
pasaba, le impedían moverse. Temía con cierto fundamento que dentro de unos
momentos se desencadenase sobre él una tormenta general, y esperaba. Ni
siquiera se sobresaltó con el ruido del violín que, por entre los temblorosos
dedos de la madre, se cayó de su regazo y produjo un sonido retumbante.
—Queridos
padres —dijo la hermana y, como introducción, dio un golpe sobre la mesa—, esto
no puede seguir así. Si ustedes no se dan cuenta, yo sí me doy. No quiero, ante
esta bestia, pronunciar el nombre de mi hermano, y por eso solamente digo:
tenemos que intentar quitárnoslo de encima. Hemos hecho todo lo humanamente
posible por cuidarlo y aceptarlo; creo que nadie puede hacernos el menor
reproche.
—Tienes
razón una y mil veces —dijo el padre para sus adentros. La madre, que aún no tenía
aire suficiente, comenzó a toser sordamente sobre la mano que tenía ante la
boca, con una expresión de enajenación en los ojos.
La hermana corrió hacia
la madre y le sujetó la frente. El padre parecía estar enfrascado en
determinados pensamientos; gracias a las palabras de la hermana, se había
sentado más derecho, jugueteaba con su gorra por entre los platos, que desde la
cena de los huéspedes seguían en la mesa, y miraba de vez en cuando a Gregorio,
que permanecía en silencio.
—Tenemos
que intentar quitárnoslo de encima —dijo entonces la hermana, dirigiéndose sólo
al padre, porque la madre, con su tos, no oía nada—. Los va a matar a los dos,
ya lo veo venir. Cuando hay que trabajar tan duramente como lo hacemos nosotros
no se puede, además, soportar en casa este tormento sin fin. Yo tampoco puedo
más— y rompió a llorar de una forma tan violenta, que sus lágrimas caían sobre
el rostro de la madre, la cual las secaba mecánicamente con las manos.
—Pero
hija —dijo el padre compasivo y con sorprendente comprensión—. ¡Qué podemos
hacer!
Pero la hermana sólo se
encogió de hombros como signo de la perplejidad que, mientras lloraba, se había
apoderado de ella, en contraste con su seguridad anterior.
—Sí
él nos entendiese... —dijo el padre en tono medio interrogante.
La hermana, en su llanto,
movió violentamente la mano como señal de que no se podía ni pensar en ello.
—Sí
él nos entendiese... —repitió el padre, y cerrando los ojos hizo suya la
convicción de la hermana acerca de la imposibilidad de ello—, entonces sería
posible llegar a un acuerdo con él, pero así...
—Tiene
que irse —exclamó la hermana—, es la única posibilidad, padre. Sólo tienes que
desechar la idea de que se trata de Gregorio. El haberlo creído durante tanto
tiempo ha sido nuestra auténtica desgracia, pero ¿cómo es posible que sea
Gregorio? Si fuese Gregorio hubiese comprendido hace tiempo que una convivencia
entre personas y semejante animal no es posible, y se hubiese marchado por su
propia voluntad: ya no tendríamos un hermano, pero podríamos continuar viviendo
y conservaríamos su recuerdo con honor. Pero esta bestia nos persigue, echa a
los huéspedes, quiere, evidentemente, adueñarse de toda la casa y dejar que
pasemos la noche en la calle. ¡Mira, padre —gritó de repente—, ya empieza otra
vez!
Y con un miedo
completamente incomprensible para Gregorio, la hermana abandonó incluso a la
madre, se arrojó literalmente de su silla, como si prefiriese sacrificar a la
madre antes de permanecer cerca de Gregorio, y se precipitó detrás del padre
que, principalmente irritado por su comportamiento, se puso también en pie y
levantó los brazos a media altura por delante de la hermana para protegerla.
Pero Gregorio no
pretendía, ni por lo más remoto, asustar a nadie, ni mucho menos a la hermana.
Solamente había empezado a darse la vuelta para volver a su habitación y esto
llamaba la atención, ya que, como consecuencia de su estado enfermizo, para dar
tan difíciles vueltas tenía que ayudarse con la cabeza, que levantaba una y
otra vez y que golpeaba contra el suelo. Se detuvo y miró a su alrededor; su
buena intención pareció ser entendida; sólo había sido un susto momentáneo,
ahora todos lo miraban tristes y en silencio. La madre yacía en su silla con
las piernas extendidas y apretadas una contra otra, los ojos casi se le
cerraban de puro agotamiento. El padre y la hermana estaban sentados uno junto
a otro, y la hermana había colocado su brazo alrededor del cuello del padre.
«Quizá pueda darme la
vuelta ahora», pensó Gregorio, y empezó de nuevo su actividad. No podía
contener los resuellos por el esfuerzo y de vez en cuando tenía que descansar.
Por lo demás, nadie le apremiaba, se le dejaba hacer lo que quisiera. Cuando
hubo dado la vuelta del todo comenzó enseguida a retroceder todo recto... Se
asombró de la gran distancia que le separaba de su habitación y no comprendía
cómo, con su debilidad, hacía un momento había recorrido el mismo camino sin
notarlo. Concentrándose constantemente en avanzar con rapidez, apenas se dio
cuenta de que ni una palabra, ni una exclamación de su familia le molestaba.
Cuando ya estaba en la puerta volvió la cabeza, no por completo, porque notaba
que el cuello se le ponía rígido, pero sí vio aún que tras de él nada había
cambiado, sólo la hermana se había levantado. Su última mirada acarició a la
madre que, por fin, se había quedado profundamente dormida. Apenas entró en su
habitación se cerró la puerta y echaron la llave.
Gregorio se asustó tanto
del repentino ruido producido detrás de él, que las patitas se le doblaron. Era
la hermana quien se había apresurado tanto. Había permanecido en pie allí y
había esperado, con ligereza había saltado hacia delante, Gregorio ni siquiera
la había oído venir, y gritó un «¡Por fin!» a los padres mientras echaba la
llave.
«¿Y
ahora?», se preguntó Gregorio, y miró a su alrededor en la oscuridad.
Pronto descubrió que ya
no se podía mover. No se extrañó por ello, más bien le parecía antinatural que,
hasta ahora, hubiera podido moverse con estas patitas. Por lo demás, se sentía
relativamente a gusto. Bien es verdad que le dolía todo el cuerpo, pero le
parecía como si los dolores se hiciesen más y más débiles y, al final,
desapareciesen por completo. Apenas sentía ya la manzana podrida de su espalda
y la infección que producía a su alrededor, cubiertas ambas por un suave polvo.
Pensaba en su familia con cariño y emoción, su opinión de que tenía que
desaparecer era, si cabe, aún más decidida que la de su hermana. En este estado
de apacible y letárgica meditación permaneció hasta que el reloj de la torre
dio las tres de la madrugada. Vivió todavía el comienzo del amanecer detrás de
los cristales. A continuación, contra su voluntad, su cabeza se desplomó sobre
el suelo y sus orificios nasales exhalaron el último suspiro.
Cuando, por la mañana
temprano, llegó la asistenta —de pura fuerza y prisa daba tales portazos que,
aunque repetidas veces se le había pedido que procurase evitarlo, desde el
momento de su llegada era ya imposible concebir el sueño en toda la casa— en su
acostumbrada y breve visita a Gregorio nada le llamó al principio la atención.
Pensaba que estaba allí tumbado tan inmóvil a propósito y se hacía el ofendido,
le creía capaz de tener todo el entendimiento posible. Como tenía por
casualidad la larga escoba en la mano, intentó con ella hacer cosquillas a
Gregorio desde la puerta. Al no conseguir nada con ello, se enfadó, y pinchó a
Gregorio ligeramente, y sólo cuando, sin que él opusiese resistencia, le había
movido de su sitio, le prestó atención. Cuando se dio cuenta de las verdaderas
circunstancias abrió mucho los ojos, silbó para sus adentros, pero no se
entretuvo mucho tiempo, sino que abrió de par en par las puertas del dormitorio
y exclamó en voz alta hacia la oscuridad.
—¡Fíjense,
ha reventado, ahí está, ha reventado del todo!
El matrimonio Samsa estaba
sentado en la cama e intentaba sobreponerse del susto de la asistenta antes de
llegar a comprender su aviso. Pero después, el señor y la señora Samsa, cada
uno por su lado, se bajaron rápidamente de la cama. El señor Samsa se echó la
colcha por los hombros, la señora Samsa apareció en camisón, así entraron en la
habitación de Gregorio. Entre tanto, también se había abierto la puerta del
cuarto de estar, en donde dormía Greta desde la llegada de los huéspedes;
estaba completamente vestida, como si no hubiese dormido, su rostro pálido
parecía probarlo.
—¿Muerto?
—dijo la señora Samsa, y levantó los ojos con gesto interrogante hacia la
asistenta a pesar de que ella misma podía comprobarlo e incluso podía darse
cuenta de ello sin necesidad de comprobarlo.
—Digo,
¡ya lo creo! —dijo la asistenta y, como prueba, empujó el cadáver de Gregorio
con la escoba un buen trecho hacia un lado. La señora Samsa hizo un movimiento
como si quisiera detener la escoba, pero no lo hizo.
—Bueno
—dijo el señor Samsa—, ahora podemos dar gracias a Dios —se santiguó y las tres
mujeres siguieron su ejemplo.
Greta, que no apartaba
los ojos del cadáver, dijo:
—Miren
qué flaco estaba, ya hacía mucho tiempo que no comía nada. Las comidas salían
tal como entraban.
Efectivamente, el cuerpo
de Gregorio estaba completamente plano y seco, sólo se daban realmente cuenta
de ello ahora que ya no le levantaban sus patitas, y ninguna otra cosa distraía
la mirada.
—Greta,
ven un momento a nuestra habitación —dijo la señora Samsa con una sonrisa
melancólica, y Greta fue al dormitorio detrás de los padres, no sin volver la
mirada hacia el cadáver. La asistenta cerró la puerta y abrió del todo la
ventana. A pesar de lo temprano de la mañana ya había una cierta tibieza
mezclada con el aire fresco. Ya era finales de marzo.
Los tres huéspedes
salieron de su habitación y miraron asombrados a su alrededor en busca de su
desayuno; se habían olvidado de ellos:
—¿Dónde
está el desayuno? —preguntó de mal humor el señor de en medio a la asistenta,
pero ésta se colocó el dedo en la boca e hizo a los señores, apresurada y
silenciosamente, señales con la mano para que fuesen a la habitación de
Gregorio. Así pues, fueron y permanecieron en pie, con las manos en los
bolsillos de sus chaquetas algo gastadas, alrededor del cadáver, en la
habitación de Gregorio ya totalmente iluminada.
Entonces se abrió la
puerta del dormitorio y el señor Samsa apareció vestido con su librea, de un
brazo su mujer y del otro su hija. Todos estaban un poco llorosos; a veces
Greta apoyaba su rostro en el brazo del padre.
—Salgan
ustedes de mi casa inmediatamente —dijo el señor Samsa, y señaló la puerta sin
soltar a las mujeres.
—¿Qué
quiere usted decir? —dijo el señor de en medio algo aturdido, y sonrió con
cierta hipocresía. Los otros dos tenían las manos en la espalda y se las
frotaban constantemente una contra otra, como si esperasen con alegría una gran
pelea que tenía que resultarles favorable.
—Quiero
decir exactamente lo que digo —contestó el señor Samsa, dirigiéndose con sus acompañantes
hacia el huésped. Al principio éste se quedó allí en silencio y miró hacia el
suelo, como si las cosas se dispusiesen en un nuevo orden en su cabeza.
—Pues
entonces nos vamos —dijo después, y levantó los ojos hacia el señor Samsa como
si, en un repentino ataque de humildad, le pidiese incluso permiso para tomar
esta decisión.
El señor Samsa solamente
asintió brevemente varias veces con los ojos muy abiertos. A continuación, el
huésped se dirigió, en efecto, a grandes pasos hacia el vestíbulo; sus dos
amigos llevaban ya un rato escuchando con las manos completamente tranquilas y
ahora daban verdaderos brincos tras de él, como si tuviesen miedo de que el
señor Samsa entrase antes que ellos en el vestíbulo e impidiese el contacto con
su guía. Ya en el vestíbulo, los tres cogieron sus sombreros del perchero,
sacaron sus bastones de la bastonera, hicieron una reverencia en silencio y
salieron de la casa. Con una desconfianza completamente infundada, como se
demostraría después, el señor Samsa salió con las dos mujeres al rellano;
apoyados sobre la barandilla veían cómo los tres, lenta pero constantemente,
bajaban la larga escalera, en cada piso desaparecían tras un determinado recodo
y volvían a aparecer a los pocos instantes. Cuanto más abajo estaban tanto más
interés perdía la familia Samsa por ellos, y cuando un oficial carnicero, con
la carga en la cabeza en una posición orgullosa, se les acercó de frente y
luego, cruzándose con ellos, siguió subiendo, el señor Samsa abandonó la
barandilla con las dos mujeres y todos regresaron aliviados a su casa.
Decidieron utilizar aquel
día para descansar e ir de paseo; no solamente se habían ganado esta pausa en
el trabajo, sino que, incluso, la necesitaban a toda costa. Así pues, se
sentaron a la mesa y escribieron tres justificantes: el señor Samsa a su
dirección, la señora Samsa al señor que le daba trabajo, y Greta al dueño de la
tienda. Mientras escribían entró la asistenta para decir que ya se marchaba
porque había terminado su trabajo de por la mañana. Los tres que escribían
solamente asintieron al principio sin levantar la vista; cuando la asistenta no
daba señales de retirarse levantaron la vista enfadados.
—¿Qué
pasa? —preguntó el señor Samsa.
La asistenta permanecía
de pie junto a la puerta, como si quisiera participar a la familia un gran
éxito, pero que sólo lo haría cuando la interrogaran con todo detalle. La
pequeña pluma de avestruz colocada casi derecha sobre su sombrero, que, desde
que estaba a su servicio, incomodaba al señor Samsa, se balanceaba suavemente
en todas las direcciones.
—¿Qué
es lo que quiere usted? —preguntó la señora Samsa que era, de todos, la que más
respetaba la asistenta.
—Bueno—
contestó la asistenta, y no podía seguir hablando de puro sonreír amablemente—,
no tienen que preocuparse de cómo deshacerse de la cosa esa de al lado. Ya está
todo arreglado.
La señora Samsa y Greta
se inclinaron de nuevo sobre sus cartas, como si quisieran continuar
escribiendo; el señor Samsa, que se dio cuenta de que la asistenta quería
empezar a contarlo todo con todo detalle, lo rechazó decididamente con la mano
extendida. Como no podía contar nada, recordó la gran prisa que tenía, gritó
visiblemente ofendida: «¡Adiós a todos!», se dio la vuelta con rabia y abandonó
la casa con un portazo tremendo.
—Esta
noche la despido— dijo el señor Samsa, pero no recibió una respuesta ni de su
mujer ni de su hija, porque la asistenta parecía haber turbado la tranquilidad
apenas recién conseguida. Se levantaron, fueron hacia la ventana y
permanecieron allí abrazadas. El señor Samsa se dio la vuelta en su silla hacia
ellas y las observó en silencio un momento, luego las llamó:
—Vamos,
vengan. Olviden de una vez las cosas pasadas y tengan un poco de consideración
conmigo.
Las mujeres lo
obedecieron enseguida, corrieron hacia él, lo acariciaron y terminaron
rápidamente sus cartas. Después, los tres abandonaron la casa juntos, cosa que
no habían hecho desde hacía meses, y se marcharon al campo, fuera de la ciudad,
en el tranvía. El vehículo en el que estaban sentados solos estaba totalmente
iluminado por el cálido sol. Recostados cómodamente en sus asientos, hablaron
de las perspectivas para el futuro y llegaron a la conclusión de que, vistas
las cosas más de cerca, no eran malas en absoluto, porque los tres trabajos, a este
respecto todavía no se habían preguntado realmente unos a otros, eran sumamente
buenos y, especialmente, muy prometedores para el futuro. Pero la gran mejoría
inmediata de la situación tenía que producirse, naturalmente, con más facilidad
con un cambio de casa; ahora querían cambiarse a una más pequeña y barata, pero
mejor ubicada y, sobre todo, más práctica que la actual, que había sido
escogida por Gregorio.
Mientras hablaban así, al
señor y a la señora Samsa se les ocurrió casi al mismo tiempo, al ver a su hija
cada vez más animada, que en los últimos tiempos, a pesar de las calamidades
que habían hecho palidecer sus mejillas, se había convertido en una joven
lozana y hermosa. Tornándose cada vez más silenciosos y entendiéndose casi
inconscientemente con las miradas, pensaban que ya llegaba el momento de
buscarle un buen marido, y para ellos fue como una confirmación de sus nuevos
sueños y buenas intenciones cuando, al final de su viaje, fue la hija quien se
levantó primero y estiró su cuerpo joven.
Franz Kafka
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