La inauguración_Carlos Liscano





Carlos Liscano Fleitas (Montevideo, 1949) es un escritor, dramaturgo y periodista uruguayo. Fue preso político durante 13 años (1972-1985), período en el cual comenzó a escribir. Tras ser liberado, al fin de la dictadura cívico militar uruguaya (1973 y 1985), viajó a Suecia, país en el que residió hasta junio de 1996, en que volvió a su país. Desde entonces vive en Montevideo. En Suecia trabajó como limpiador en un hospital psiquiátrico, profesor de español y de matemáticas, y como traductor del sueco al español. Desde allí comenzó a editar sus primeros trabajos de narrativa y poesía. Publicó narrativa, teatro, poesía, un ensayo periodístico sobre el caso argentino Gelman una entrevista al presidente Tabaré Vázquez. Fue director de la Biblioteca Nacional de Uruguay entre marzo de 2010 y abril de 2015.


LA INAUGURACIÓN

Se sabe que la vida es una mierda, en cualquiera de sus variantes. Lo que ocurre es que uno se distrae y cree que es posible otro camino. No lo es, no lo es, y por más que uno se lo repita, al rato vuelve a distraerse, vuelve a vivir.

Yo estaba tirado en la plaza, a la sombra, y no tenía vino ni tabaco ni ganas de salir a buscar un alma caritativa que me diera para comprarme. De pronto pasó un avión anunciando que se inauguraba un supermercado y que cuando se abrieran las puertas el primer cliente recibiría diez mil pesos.
La noticia me llenó de energías. Estábamos en enero y el supermercado se inauguraba el 18 de marzo. A nadie se le iba a ocurrir ponerse en la puerta dos meses antes. Si yo iba enseguida y me instalaba tenía que ser cosa hecha, los diez mil eran míos, sin discusión, sin argumentos. Llegaba, esperaba hasta el 18 de marzo, y diez mil limpitos al bolso. Fue un exceso de optimismo, como si uno no supiera lo que es la gente. Pero no fue el único exceso, tuve otros, y otros. Excesivo a cada rato. Uno no tiene arreglo.

Dejé mi sitio bajo el árbol y me fui al supermercado. Un matrimonio de viejos ya estaba instalado en la puerta. Me puse en la cola. Enseguida llegaron dos hombres y una mujer. Al rato éramos una multitud. El ser humano tiene esas cosas, siempre dispuesto a la lucha, a dar la vida por sobrevivir. Matar o morir, pero nunca la indiferencia con uno mismo.
Le pregunté a los viejos si hacía mucho que habían llegado. Media hora, me dijeron. Estúpidos. Todavía sonreían. Bien, la cosa era esperar. Faltaban dos meses, el matrimonio no iba a aguantar tanto tiempo y yo quedaría primero, el number one que se llenaría los bolsillos de diez mil pesos. Fue el segundo exceso de optimismo. Los viejitos eran unos perros de pelea. Habían agarrado la presa y no iban a soltarla por las buenas. Pero en aquel momento yo no lo sabía, aunque recuerdo que se me pasó por la cabeza: estos viejos son duros, no van a aflojar. Pero lo deseché enseguida, estaban débiles, se cansarían. Ya me encargaría yo de que los viejitos se fueran y me dejaran el sitio mucho antes del 18 de marzo.
Era un único premio y se lo llevaría el primero, pero todos esperábamos que los de delante desertaran hasta quedar uno en primer lugar. Yo tenía a los viejitos, muy pulcros y educados como únicos contrincantes. El viejo era profesor jubilado, la vieja había sido maestra. Se los notaba débiles, y algo enfermos, pero eran unos leones defendiendo el puesto, en especial la vieja, leona y bruja.

A los dos días éramos centenares en la cola. En los alrededores se instalaron puestos de comidas y bebidas, se vendían gorros para el sol, venían curiosos a mirarnos, periodistas. Los domingos las familias llegaban en auto y se daban un paseo con los niños, hacían comentarios, se reían. Siempre alguno nuevo se ponía en la cola, algún infeliz lleno de optimismo. De pronto otros se levantaban y se iban. A los últimos se les agrandaban las esperanzas. Un día me entrevistó la televisión. Dije mi opinión: estaba dispuesto a dar la lucha hasta el final, hasta el último segundo, hasta la última gota de sangre. ¿Los viejos? No eran rivales para mí. Ya se enteraría el mundo de lo que yo era capaz de aguantar.
Bueno, la gente iba y venía. A mí no me decía nada que llegaran o se fueran. Mi única preocupación en la vida era que en la punta las posiciones seguían incambiadas, los viejos en primer lugar, firmes, tozudos, y en segundo lugar yo, luchando por mantener la posición y tratando de que los estúpidos se fueran.

El 18 de marzo el gerente del supermercado salió a la puerta y ante las cámaras de televisión leyó un comunicado en el que se anunciaba que, por razones ajenas a la voluntad de la empresa, la inauguración ocurriría una semana más tarde. Hubo exclamaciones de protesta, intentos de sublevación. Aquello era poco serio, una estafa. Enseguida el gerente dijo que, para compensar, la empresa entregaría comida y bebida a los que estábamos en la cola, unos cinco mil en ese momento. Agregó que también darían un colchón a cada uno. La cola volvió a crecer: se agregaron decenas de vagos, locos, borrachos, viejos jubilados de no se sabía dónde; aparecieron como langostas. Era un asco.
A mí la suspensión de la inauguración, bien mirado, no me perjudicaba. Si se hubiera inaugurado en la fecha prevista, los viejos me habrían ganado. La suspensión me daba esperanzas. El matrimonio, sobre todo el vejete, no iba a resistir. Yo había venido arrinconándolos todo lo que podía, haciéndoles la vida imposible, pero eran de un aguante admirable para la edad que tenían. Ahora, con una semana más, debía conseguir que se fueran y me dejaran el puesto.
Ni hablar. Muchos desertaron en aquella semana y se llevaron los colchones, pero los viejos estaban como clavados en el sitio. Llegado el 25 de marzo, que era el día anunciado por el gerente, los viejos no habían aflojado ni un centímetro. El gerente apareció otra vez en la puerta y leyó un comunicado similar al anterior. La empresa, por razones técnicas, se veía obligada a postergar la inauguración. Ahora no fijaban fecha. Se anunciaría oportunamente por la prensa.
Desertaron las clases semi intelectuales, luego las clases medias, luego los drogadictos, por último, los borrachos. El resto siguió al firme. Colchón y comida a cambio de quedarse en el sitio: una delicia jamás vista. Me renacieron las esperanzas. Así, sin tiempo definido, tenía que ganar yo, los viejos no aguantarían, de ningún modo, estaban podridísimos, ya tendrían que haber muerto hacía veinte años.
Después hubo otros aplazamientos, la empresa se fundió o alguien se robó la plata. Rodearon el supermercado de guardianes. Los guardianes empezaron a robarse todo lo que había, hacían negocios en la cola, vendían cigarrillos, vino, marihuana.

Hace unos años el viejo murió. Ahora estoy enfermo de los pulmones. No he dejado la cola, la vieja me cuida. Ya no creo que le gane a la bruja: es inderrotable. Lo único bueno que han tenido estos años es que comí aquí, en el lugar, sin necesidad de andar pidiendo por esas calles de Dios, donde tanto hijo de puta hace su cosecha.

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