El cazador de patos_Andor Gabor

Andor Gabor: Andor Gabor ( Ujnep , 17 de enero de 1884 - Budapest , 21 de enero de 1953 ) fue un escritor húngaro . 
Ecléctico y lejos de las modas literarias, fue un periodista activo y contribuyó a la difusión en Hungría de la poesía de Bertolt Brecht y Heinrich Heine. 
Sus artículos, desde panfletos hasta sátiras, se recogen en cinco publicaciones, incluidas Halottak arcai y Bank Utca. En 1933 se mudó a Moscú, donde dirigió la revista literaria Új Hang . 
Durante la Segunda Guerra Mundial compuso poemas patrióticos acalorados. Solo en 1945 regresó a Hungría y dirigió el semanario satírico Ludas Matyi hasta su muerte. Cuentista de vastos recursos.


EL CAZADOR DE PATOS
En el parque inglés el hombre infeliz mira cómo nadan los patos alrededor de la minúscula isla, en la que vive el propietario del pabellón, el cual, ensarta en un bastón pequeños aros y se los alcanza a una empleada, que los ofrece al público a razón de veinte centavos el par. Los patos se deslizan por el agua como si fuesen de verdad. Mejor todavía, pues no necesitan ni mover las patas, a pesar de lo cual sus cuerpos de hojalata realizan los mismos ágiles movimientos que los de carne y hueso. Da gusto mirarlos, y mucho más tratar de acertarles en el cuello con los aros. Hay un macho, sobre todo, que es divertidísimo.
El hombre infeliz lo contempla. Le agrada sobremanera, pero no se atreve a decir nada, porque al lado de él está su mujer, gorda, como una oca y grosera como un elefante.
            —¡Bueno, estúpido —le dice la mujer—: ya veo que te conformas con abrir la boca! Los otros hombres se llevan los patos, mientras nosotros hemos de resignarnos a escuchar cómo graznan.
            —Como chillan —corrige prudentemente el marido—. Los que graznan son los gansos. Los patos chillan.
            —¿Qué andas chillando tú, majadero? —grazna la mujer gorda—, los demás compran aretes, los lanzan sobre el cuello de los patos y ganan el apetitoso asado de idem...y tú... bueno, tú...¡Gran cosa hice yo casándome contigo!...
Debo aclarar, aun cuando ello no sea necesario, que todo cuanto la mujer afirma carece de fundamento. Los demás compran docenas y docenas de aros, es cierto, pero ni siquiera consiguen rozar con ellos a los patos.
            —A mí —aventura el hombre infeliz— me agradaría probar...
            —¡Claro! —vocifera la mujer—. Para tirar tres pesos al agua.
            —¡Oh, no! —balbucea el marido—. Solo cobran veinte centavos por dos.
            —¿Por dos patos?
            —No, por dos aros.
Aquello hace montar en cólera a la mujer. Saca de su bolso veinte centavos, y dirigiéndose a la empleada, dice en voz bien alta, para que lo oiga todo el mundo.
—A ver, señorita: dele dos aros a este estúpido. ¡No se conforma con haber dilapidado en el juego toda mi dote; ahora se le ha ocurrido tirar sobre los patos los zapatos de su pobre hijito!
El hombre infeliz, sin replicar, toma los dos aros. La mujer agrega:
—Perfectamente. Ahora lanzarás esos dos artefactos y te quedarás sin dinero. Luego, yo tendré que ir a lavar pisos o ropa para satisfacer tus caprichos.
El marido calla y espera. Tiene el aro agarrado y, atento a lanzarlo, aguarda a que el macho se ponga a tiro.
—¿Y ahora que haces? —pregunta la mujer.
—Apunto —contesta serenamente el hombre.
—¡Ja, ja, ja! —ríe estrepitosamente la mujer—. ¡Fíjense lo que hace! ¡Apunta! En vez de arrojar los aros, que están ya perdidos, se entretiene en hacerme perder la paciencia.
Sin decir nada, el marido lanza el cerco de mimbre al macho, que en ese momento pasa ante él.
—Bueno —dice la mujer—. Me daré vuelta. No me gusta contemplar a un asno tratando de cazar un pato.
El aro surca el aire y va a caer exactamente sobre el cuello del pato, hasta cuyo estómago se desliza.
La mujer, en tanto, comenta, siempre de espalda:
—¡Por fin! Derrochaste ya los veinte centavos ¿no?
—No —contesta humildemente él—. Todavía no he tirado más que un aro.
—Qué cayó a un kilómetro del pato, ¿no es eso?
—No. Cayó en su cuello. Ahí me traen el pato.
—¿Qué pato?
—El que gané.
La mujer guarda silencio. Efectivamente, traen el pato. El macho, al que le han sacado el aro del pescuezo, nada ahora otra vez ante el hombre, que vuelve a apuntarle con el aro que le queda.
—¡Escucha, imbécil! —advierte la mujer—. Supongo que no alentarás la pretensión de que el bicho ese se venga a meter de nuevo dentro del aro. Por una vez ha sido todavía más idiota que tú; pero no tientes a Dios tratado de repetir...
El hombre, en silencio, tira el aro y ensarta otra vez el pato por el cuello.
—Aquí tiene los dos patos, señora —dice la empleada, entregándoselos.
—¡Ahí tienes los patos, borrico! ¿No oyes? ¿O es que quieres que me los cuelgue de las orejas como si fueran pendientes? —exclama la mujer.
—Se pueden cambiar por plata —insinúa tímidamente el marido—. Dan tres pesos por ellos...
—¿Eh? —grita ella—. ¡Tres pesos por dos patos! Tú, claro está, tendrás la idea de que dos patos como estos valen tres pesos. Como te quedas roncando tranquilamente mientras yo recorro el mercado... Pero, animal, ¿crees por ventura que estos patos los he robado?
—No los has robado —responde el hombre—. Los has ganado.
—¿Y por eso no valen nada? ¿Porque he sido viva y he logrado sacarle a ese avaro dos patos en un minuto debo dejárselos ahora por tres pesos, para que encima se ría de mí?
—Los llevaremos a casa...
—¡Muy bonito!¡Ahora nos vamos a pasear por las calles de Pest con los dos patos a cuestas, para hacer el ridículo delante de todo el mundo!...
—Los llevaré yo, querida...
—¡Uff, que hombre, que calamidad de hombre! —exclama la mujer, empezando a caminar.
Él la sigue, con pato en cada mano. Ya cruzando el parque, la mujer hace señas a un cochero. El rostro del marido se ilumina. Irán en coche a casa. Pero en ese momento ella ordena:
—Yo voy a alquilar el coche. Total, con esos bichos he economizado el gasto de dos o tres días. Tú vete a pie, con los patos. ¡Pero mucho cuidado con ellos, porque si les pasa algo ajustaremos cuentas luego!...
Sube al coche y da al cochero las señas de su domicilio, que está a cuarenta cuadras de allí. Ya en marcha el vehículo, grita a su marido:
—Que no se te ocurra ir por el túnel de Buda. Toda tu vida no vale los diez centavos que hay que pagar para cruzarlo.
En seguida, el coche desaparece.
El hombre infeliz recorre, con los patos a cuestas, el parque de Pest, la avenida Andrassy y la calle Furdo. A llegar al centro del puente colgante, contempla, melancólico, el Danubio, que corre por abajo; desata las patas de los patos para que puedan nadar y se arroja al agua con ellos.
Por tres veces vuelve a la superficie, y dirigiéndose a los animalitos, que nadan contentos en torno a él, les dice, cariñoso:
—¡Vivid, vivid, patitos!
Luego torna a sumergirse, traga una gran bocanada del agua azul del Danubio, y desaparece para siempre.


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