Ecléctico y lejos de las
modas literarias, fue un periodista activo y contribuyó a la difusión en
Hungría de la poesía de Bertolt Brecht y Heinrich Heine.
Sus artículos, desde
panfletos hasta sátiras, se recogen en cinco publicaciones, incluidas Halottak
arcai y Bank Utca. En 1933 se mudó a Moscú, donde dirigió la revista literaria
Új Hang .
Durante la Segunda Guerra Mundial compuso poemas patrióticos
acalorados. Solo en 1945 regresó a Hungría y dirigió el semanario satírico
Ludas Matyi hasta su muerte. Cuentista de vastos recursos.
EL CAZADOR DE PATOS
En el parque inglés el
hombre infeliz mira cómo nadan los patos alrededor de la minúscula isla, en la
que vive el propietario del pabellón, el cual, ensarta en un bastón pequeños
aros y se los alcanza a una empleada, que los ofrece al público a razón de
veinte centavos el par. Los patos se deslizan por el agua como si fuesen de
verdad. Mejor todavía, pues no necesitan ni mover las patas, a pesar de lo cual
sus cuerpos de hojalata realizan los mismos ágiles movimientos que los de carne
y hueso. Da gusto mirarlos, y mucho más tratar de acertarles en el cuello con
los aros. Hay un macho, sobre todo, que es divertidísimo.
El hombre infeliz lo
contempla. Le agrada sobremanera, pero no se atreve a decir nada, porque al
lado de él está su mujer, gorda, como una oca y grosera como un elefante.
—¡Bueno, estúpido —le dice la mujer—: ya veo que te conformas
con abrir la boca! Los otros hombres se llevan los patos, mientras nosotros
hemos de resignarnos a escuchar cómo graznan.
—Como chillan —corrige prudentemente el marido—. Los que
graznan son los gansos. Los patos chillan.
—¿Qué andas chillando tú, majadero? —grazna la mujer
gorda—, los demás compran aretes, los lanzan sobre el cuello de los patos y
ganan el apetitoso asado de idem...y tú... bueno, tú...¡Gran cosa hice yo casándome
contigo!...
Debo aclarar, aun cuando ello
no sea necesario, que todo cuanto la mujer afirma carece de fundamento. Los demás
compran docenas y docenas de aros, es cierto, pero ni siquiera consiguen rozar con
ellos a los patos.
—A mí —aventura el hombre infeliz— me agradaría probar...
—¡Claro! —vocifera la mujer—. Para tirar tres pesos al
agua.
—¡Oh, no! —balbucea el marido—. Solo cobran veinte centavos
por dos.
—¿Por dos patos?
—No, por dos aros.
Aquello hace montar en cólera
a la mujer. Saca de su bolso veinte centavos, y dirigiéndose a la empleada,
dice en voz bien alta, para que lo oiga todo el mundo.
—A
ver, señorita: dele dos aros a este estúpido. ¡No se conforma con haber
dilapidado en el juego toda mi dote; ahora se le ha ocurrido tirar sobre los
patos los zapatos de su pobre hijito!
El
hombre infeliz, sin replicar, toma los dos aros. La mujer agrega:
—Perfectamente.
Ahora lanzarás esos dos artefactos y te quedarás sin dinero. Luego, yo tendré
que ir a lavar pisos o ropa para satisfacer tus caprichos.
El
marido calla y espera. Tiene el aro agarrado y, atento a lanzarlo, aguarda a
que el macho se ponga a tiro.
—¿Y
ahora que haces? —pregunta la mujer.
—Apunto
—contesta serenamente el hombre.
—¡Ja,
ja, ja! —ríe estrepitosamente la mujer—. ¡Fíjense lo que hace! ¡Apunta! En vez
de arrojar los aros, que están ya perdidos, se entretiene en hacerme perder la
paciencia.
Sin
decir nada, el marido lanza el cerco de mimbre al macho, que en ese momento
pasa ante él.
—Bueno
—dice la mujer—. Me daré vuelta. No me gusta contemplar a un asno tratando de
cazar un pato.
El
aro surca el aire y va a caer exactamente sobre el cuello del pato, hasta cuyo
estómago se desliza.
La
mujer, en tanto, comenta, siempre de espalda:
—¡Por
fin! Derrochaste ya los veinte centavos ¿no?
—No
—contesta humildemente él—. Todavía no he tirado más que un aro.
—Qué
cayó a un kilómetro del pato, ¿no es eso?
—No.
Cayó en su cuello. Ahí me traen el pato.
—¿Qué
pato?
—El
que gané.
La
mujer guarda silencio. Efectivamente, traen el pato. El macho, al que le han
sacado el aro del pescuezo, nada ahora otra vez ante el hombre, que vuelve a
apuntarle con el aro que le queda.
—¡Escucha,
imbécil! —advierte la mujer—. Supongo que no alentarás la pretensión de que el
bicho ese se venga a meter de nuevo dentro del aro. Por una vez ha sido todavía
más idiota que tú; pero no tientes a Dios tratado de repetir...
El
hombre, en silencio, tira el aro y ensarta otra vez el pato por el cuello.
—Aquí
tiene los dos patos, señora —dice la empleada, entregándoselos.
—¡Ahí
tienes los patos, borrico! ¿No oyes? ¿O es que quieres que me los cuelgue de
las orejas como si fueran pendientes? —exclama la mujer.
—Se
pueden cambiar por plata —insinúa tímidamente el marido—. Dan tres pesos por
ellos...
—¿Eh?
—grita ella—. ¡Tres pesos por dos patos! Tú, claro está, tendrás la idea de que
dos patos como estos valen tres pesos. Como te quedas roncando tranquilamente
mientras yo recorro el mercado... Pero, animal, ¿crees por ventura que estos
patos los he robado?
—No
los has robado —responde el hombre—. Los has ganado.
—¿Y
por eso no valen nada? ¿Porque he sido viva y he logrado sacarle a ese avaro
dos patos en un minuto debo dejárselos ahora por tres pesos, para que encima se
ría de mí?
—Los
llevaremos a casa...
—¡Muy
bonito!¡Ahora nos vamos a pasear por las calles de Pest con los dos patos a
cuestas, para hacer el ridículo delante de todo el mundo!...
—Los
llevaré yo, querida...
—¡Uff,
que hombre, que calamidad de hombre! —exclama la mujer, empezando a caminar.
Él
la sigue, con pato en cada mano. Ya cruzando el parque, la mujer hace señas a
un cochero. El rostro del marido se ilumina. Irán en coche a casa. Pero en ese
momento ella ordena:
—Yo
voy a alquilar el coche. Total, con esos bichos he economizado el gasto de dos
o tres días. Tú vete a pie, con los patos. ¡Pero mucho cuidado con ellos,
porque si les pasa algo ajustaremos cuentas luego!...
Sube
al coche y da al cochero las señas de su domicilio, que está a cuarenta cuadras
de allí. Ya en marcha el vehículo, grita a su marido:
—Que
no se te ocurra ir por el túnel de Buda. Toda tu vida no vale los diez centavos
que hay que pagar para cruzarlo.
En
seguida, el coche desaparece.
El
hombre infeliz recorre, con los patos a cuestas, el parque de Pest, la avenida
Andrassy y la calle Furdo. A llegar al centro del puente colgante, contempla,
melancólico, el Danubio, que corre por abajo; desata las patas de los patos
para que puedan nadar y se arroja al agua con ellos.
Por
tres veces vuelve a la superficie, y dirigiéndose a los animalitos, que nadan
contentos en torno a él, les dice, cariñoso:
—¡Vivid,
vivid, patitos!
Luego
torna a sumergirse, traga una gran bocanada del agua azul del Danubio, y
desaparece para siempre.
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