Alphonse Daudet
Nacido
en Nimes (1840-1897) cursó sus estudios secundarios en Lyon. Fue secretario del
Duque de Morny, personaje influyente del segundo Imperio. La súbita muerte del
Duque de Morny (1865) fue el detonante que influyó de manera decisiva en la
vida de Alphonse. Desde ese momento Daudet se consagró por entero a la
escritura; no solo ejerció como cronista del periódico Le Figaro, sino que se
dedicó también a la novela y la narración.
en 1872 escribió
Tartarín de Tarascón, que fue su personaje
LA
PARTIDA DE BILLAR
Alphonse
Daudet
Como
combaten desde hace dos días y han pasado la noche con el petate al hombro bajo
una lluvia torrencial, los soldados están extenuados. Sin embargo, hace ya tres
mortales horas que se les tiene aquí pudriéndose, con el arma a los pies, en
los charcos de las carreteras, en el barro de los campos inundados.
Abatidos
por la fatiga, por las noches pasadas, por los uniformes empapados, se aprietan
unos contra otros para calentarse y sostenerse. Algunos duermen de pie,
apoyados en el petate del vecino, y la lasitud, las privaciones se ven mejor en
esos rostros distendidos, abandonados en el sueño. La lluvia…, el barro…, sin
fuego…, sin sopa…, el cielo bajo y oscuro…, el enemigo que se presiente
alrededor… ¡Qué lúgubre es todo!
¿Qué
hacen ahí? ¿Qué ocurre?
Los
cañones, con la boca dirigida hacia el bosque, parecen acechar algo. Las
ametralladoras emboscadas miran fijamente al horizonte. Todo parece listo para
un ataque. Pero ¿por qué no se ataca? ¿Qué esperan?
Esperan
órdenes, y el cuartel general no las envía.
Sin
embargo, el cuartel general no está lejos. Está en ese hermoso castillo de
estilo Luis XIII, cuyos rojos ladrillos, lavados por la lluvia, brillan en la
ladera entre los macizos. Verdadera morada principesca, muy digna de ostentar
la enseña de un mariscal de Francia. Detrás de una gran una zanja y de una
rampa de piedra que los separan de la carretera, los céspedes suben hasta la
escalinata, densos y verdes, bordeados de jarrones floridos. Del otro lado, del
lado íntimo de la casa, los viales abren boquetes luminosos, el estanque, donde
nadan los cisnes se extiende como un espejo; y bajo el tejado en forma de
pagoda de una inmensa pajarera, lanzando gritos agudos entre el follaje, los
pavos reales, los faisanes dorados baten las alas y hacen la rueda. Aunque los
dueños se han marchado, no se percibe el abandono, el gran «¡Sálvese quien
pueda!» de la guerra.
La
bandera del jefe del ejército ha preservado hasta las más menudas florecillas
del césped, y resulta algo emocionante encontrar, tan cerca del campo de
batalla, esta calma opulenta que procede del orden de las cosas, de la correcta
alineación de los macizos, de la silenciosa profundidad de las avenidas.
La
lluvia, que amontona tan desagradable barro en las carreteras y produce tan
profundas rodadas, aquí no es más que un aguacero elegante, aristocrático, que
aviva el rojo de los ladrillos, el verde de los céspedes y da lustre a las
hojas de los naranjos y a las plumas blancas de los cisnes. Todo reluce, todo
es apacible. Realmente, de no ser por la bandera que ondea en lo alto del
tejado, de no ser por los dos soldados de guardia ante la verja, nadie creería
estar en un cuartel general. Los caballos descansan en las cuadras. Por aquí y
por allá se ven algunos asistentes y ordenanzas, en ropa de faena merodeando
cerca de las cocinas, o algún jardinero en pantalón rojo pasando tranquilamente
su rastrillo por la arena de los patios.
El
comedor, cuyas ventanas dan a la escalinata, permite ver una mesa a medio
quitar, botellas abiertas, vasos sucios y vacíos, descoloridos sobre el mantel
arrugado, es decir, el final de un banquete cuando los comensales se han
marchado. En la habitación de al lado se oyen ruidos de voces, risas, bolas de
billar que ruedan, vasos que chocan. El mariscal está jugando su partida y he
aquí por qué el ejército espera órdenes. Cuando el mariscal ha empezado su
partida, ya puede hundirse el cielo, nada en el mundo podrá impedir que la
termine.
¡El
billar! Ésta es la debilidad del gran militar.
Ahí
está, serio como en una batalla, vestido de gala, con el pecho cubierto de
condecoraciones, con la mirada brillante, los pómulos encendidos en la
animación de la comida, del juego y los ponches. Sus ayudantes de campo lo
rodean solícitos, respetuosos, pasmándose de admiración tras cada una de sus
jugadas. Cuando el mariscal hace un punto, todos se precipitan hacia el
marcador; cuando el mariscal tiene sed, todos quieren prepararle el ponche. Se
oye el roce de charreteras y penachos, el tintineo de cruces y cordones que se
entrechocan. Al ver todas sus graciosas sonrisas, sus finas reverencias de
cortesanos, tantos bordados, tantos uniformes nuevos, en esta lujosa sala con
zócalos de roble, abierta sobre parques, sobre patios de honor, vienen a la
memoria los otoños de Compiègne, y el espíritu olvida la visión de los sucios
capotes que se pudren allá, a lo largo de los caminos, formando grupos tan
sombríos, bajo la lluvia.
El
contrincante del mariscal es un joven capitán de Estado Mayor, muy ceñido,
rizado, enguantado que es de primera clase en el billar y capaz de vencer a
todos los mariscales de la tierra, pero sabe mantenerse a una respetuosa
distancia de su jefe, y se esmera en no ganar, pero también en no perder con
demasiada facilidad. Es lo que se dice un oficial de porvenir…
¡Atención,
joven! ¡compórtese bien! El mariscal tiene quince puntos; usted, diez. Hay que
llevar el juego del mismo modo hasta el final y habrá usted hecho más por el
ascenso que si estuviese usted fuera con los otros, bajo los torrentes de agua
que anegan el horizonte, ensuciándose su bonito uniforme, empañándose el oro de
sus cordones, esperando esas órdenes que no llegan. Es una partida verdaderamente
interesante. Las bolas corren, se rozan, entrecruzan sus colores. Las bandas
devuelven bien; el tapete se calienta… De repente, la llama de un cañonazo
cruza el cielo… Un ruido sordo hace temblar los cristales. Todo el mundo se
estremece; se miran con inquietud. El mariscal es el único que no ha visto ni
oído nada: inclinado sobre el billar, está combinando un magnífico efecto de
retroceso. ¡Los retrocesos son su fuerte!
Pero
he ahí un nuevo resplandor y después otro… Los cañonazos se suceden, se precipitan.
Los ayudantes de campo corren a las ventanas. ¿Será que atacan los prusianos?
-¡Pues que ataquen! -dice el general dando
tiza-. Le toca jugar, capitán.
El
Estado Mayor se estremece de admiración. Turena, dormido sobre una cureña, no
era nada al lado de este mariscal, tan sereno delante del billar en el momento
de la acción… Entre tanto, los cañonazos aumentan. A las sacudidas del cañón se
mezcla el tableteo de las ametralladoras y el redoble de las descargas de
pelotón. Una humareda rojiza, negra en los bordes, sube hasta lo último de los
céspedes. Todo el fondo del parque está encendido. Los pavos reales, los
faisanes, asustados, chillan en la pajarera; los caballos árabes, al oler la
pólvora, se encabritan en el fondo de las cuadras. El cuartel general comienza
a inquietarse. Partes y más partes. Los correos llegan a rienda suelta
preguntando por el mariscal. Pero el mariscal es inabordable. Ya les decía yo
que no dejaría su partida por nada ni por nadie.
-Usted juega, capitán.
Pero
el capitán se distrae. ¡Eso pasa por ser joven! Ahí está, pierde la cabeza y
olvida su juego, y hace, carambola tras carambola, dos series que casi le dan
la victoria. Esta vez, el mariscal se ha puesto furioso. La sorpresa y la
indignación se reflejan en su masculino semblante. Precisamente en este momento
un caballo llega a galope tendido y cae reventado en el patio. Un ayudante,
cubierto de barro, fuerza la consigna, sube la escalinata de un salto…
«¡Mariscal! ¡Mariscal!» ¡Hay que ver cómo lo reciben! Resoplando de cólera,
rojo como un gallo, el mariscal se asoma a una ventana, con el taco en la mano.
-¿Qué pasa? ¿Qué ocurre? ¿Dónde están los
centinelas?
-Pero, mariscal…
-Basta… Dentro de un rato… ¡Que esperen
mis órdenes! ¡Pardiez!
Y
la ventana se cierra violentamente. ¡Que esperen sus órdenes!
¡Eso
es lo que hacen los pobres! El viento les arroja la lluvia y la metralla en
pleno rostro. Batallones enteros son aplastados mientras otros permanecen con
el arma al brazo sin poder comprender la causa de su pasividad. No pueden hacer
nada, esperan órdenes… Y, como para morir no hay necesidad de órdenes, los
hombres caen por cientos detrás de los zarzales, en las trincheras, frente del
gran castillo silencioso… Y ya caídos, la metralla los destroza aún, y por sus
abiertas heridas mana en silencio la generosa sangre de Francia… Arriba la sala
de billar se caldea; el mariscal ha vuelto a recobrar ventaja, pero el joven
capitán se defiende como un león.
¡Diecisiete!
¡Dieciocho! ¡Diecinueve!
Apenas
hay tiempo para anotar los puntos. El ruido de la batalla se aproxima. Sólo le
falta una jugada al mariscal. Algunos obuses caen en el parque. Uno estalla
sobre el estanque. El espejo se quiebra; un cisne nada, despavorido, en un
remolino de plumas ensangrentadas. Es el último disparo…
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