Ray Bradbury (Waukegan, 22 de agosto de 1920-Los Ángeles, 5 de junio de 2012)
Fue un escritor estadounidense de misterio del género fantástico, terror y ciencia ficción. Principalmente conocido por su obra Crónicas marcianas (1950) y la novela distópica Fahrenheit 451 (1953).
Escribió cuentos y novelas de diversos géneros, desde el policial hasta el realista y costumbrista, pero se le conoce como un escritor clásico de la ciencia ficción por Crónicas marcianas (1950) que cuenta sobre los seis primeros viajes hacia Marte y su posterior colonización.
También trabajó como argumentista y guionista en numerosas películas y series de televisión, entre las que cabe destacar su colaboración con John Huston en la adaptación de Moby Dick para la película homónima que este dirigió en 1956. Además escribió poemas y ensayos.
Existe un asteroide llamado (9766) Bradbury en su honor.También trabajó como argumentista y guionista en numerosas películas y series de televisión, entre las que cabe destacar su colaboración con John Huston en la adaptación de Moby Dick para la película homónima que este dirigió en 1956. Además escribió poemas y ensayos.
“Deberíamos
enseñar a escribir y leer desde el parvulario hasta el primer grado, de tal
modo que cuando el chico llegara a los ocho años ya supiera saber leer y
escribir correctamente. No se puede enseñar por ordenador. Algunos dicen que
sí, pero yo pienso que no se puede. Si la televisión, Internet, el ordenador,
llegan más tarde a las vidas de los chicos, habrá una generación sólida y
fuerte. Esto depende de los maestros, como de los padres depende controlar que
se lleve adelante ese proceso. Estamos creando una generación de chicos
estúpidos. Y esta situación no puede solucionarla el ordenador personal,
Internet o la televisión; esto sólo puede cambiarlo un aula con lectura y
escritura intensas”.
R.B.
VENDRÁN LLUVIAS SUAVES, un cuento de Ray
Bradbury
Estados Unidos, 1920
La voz del reloj
cantó en la sala: tictac, las siete, hora de levantarse, hora de levantarse,
las siete, como si temiera que nadie se levantase. La casa estaba desierta. El
reloj continuó sonando, repitiendo y repitiendo llamadas en el vacío. Las siete
y nueve, hora del desayuno, ¡las siete y nueve!
En la cocina el
horno del desayuno emitió un siseante suspiro, y de su tibio interior brotaron
ocho tostadas perfectamente doradas, ocho huevos fritos, dieciséis lonjas de
jamón, dos tazas de café y dos vasos de leche fresca.
—Hoy
es cuatro de agosto de dos mil veintiséis —dijo una voz desde el techo de la
cocina— en la ciudad de Allendale, California —Repitió tres veces la fecha,
como para que nadie la olvidara—. Hoy es el cumpleaños del señor Featherstone.
Hoy es el aniversario de la boda de Tilita. Hoy puede pagarse la póliza del
seguro y también las cuentas de agua, gas y electricidad.
En algún sitio de
las paredes, sonó el clic de los relevadores, y las cintas magnetofónicas se
deslizaron bajo ojos eléctricos.
—Las
ocho y uno, tictac, las ocho y uno, a la escuela, al trabajo, rápido, rápido,
¡las ocho y uno!
Pero las puertas
no golpearon, las alfombras no recibieron las suaves pisadas de los tacones de
goma. Llovía fuera. En la puerta de la calle, la caja del tiempo cantó en voz
baja: “Lluvia, lluvia, aléjate… zapatones, impermeables, hoy.”. Y la lluvia
resonó golpeteando la casa vacía. Afuera, el garaje tocó unas campanillas,
levantó la puerta, y descubrió un coche con el motor en marcha. Después de una
larga espera, la puerta descendió otra vez.
A las ocho y media
los huevos estaban resecos y las tostadas duras como piedras. Un brazo de
aluminio los echó en el vertedero, donde un torbellino de agua caliente los
arrastró a una garganta de metal que después de digerirlos los llevó al océano
distante.
Los platos sucios
cayeron en una máquina de lavar y emergieron secos y relucientes.
“Las nueve y
cuarto”, cantó el reloj, “la hora de la limpieza”.
De las guaridas de
los muros, salieron disparados los ratones mecánicos. Las habitaciones se
poblaron de animalitos de limpieza, todos goma y metal. Tropezaron con las
sillas moviendo en círculos los abigotados patines, frotando las alfombras y
aspirando delicadamente el polvo oculto. Luego, como invasores misteriosos,
volvieron de sopetón a las cuevas. Los rosados ojos eléctricos se apagaron. La
casa estaba limpia.
Las diez. El sol
asomó por detrás de la lluvia. La casa se alzaba en una ciudad de escombros y
cenizas. Era la única que quedaba en pie. De noche, la ciudad en ruinas emitía
un resplandor radiactivo que podía verse desde kilómetros a la redonda.
Las diez y cuarto.
Los surtidores del jardín giraron en fuentes doradas llenando el aire de la
mañana con rocíos de luz. El agua golpeó las ventanas de vidrio y descendió por
las paredes carbonizadas del oeste, donde un fuego había quitado la pintura
blanca. La fachada del oeste era negra, salvo en cinco sitios. Aquí la silueta
pintada de blanco de un hombre que regaba el césped. Allí, como en una fotografía,
una mujer agachada recogía unas flores. Un poco más lejos —las imágenes
grabadas en la madera en un instante titánico—, un niño con las manos
levantadas; más arriba, la imagen de una pelota en el aire, y frente al niño,
una niña, con las manos en alto, preparada para atrapar una pelota que nunca
acabó de caer. Quedaban esas cinco manchas de pintura: el hombre, la mujer, los
niños, la pelota. El resto era una fina capa de carbón. La lluvia suave de los
surtidores cubrió el jardín con una luz en cascadas.
Hasta este día,
qué bien había guardado la casa su propia paz. Con qué cuidado había
preguntado: “¿Quién está ahí? ¿Cuál es el santo y seña?”, y como los zorros
solitarios y los gatos plañideros no le respondieron, había cerrado
herméticamente persianas y puertas, con unas precauciones de solterona que
bordeaban la paranoia mecánica.
Cualquier sonido
la estremecía. Si un gorrión rozaba los vidrios, la persiana chasqueaba y el
pájaro huía, sobresaltado. No, ni siquiera un pájaro podía tocar la casa.
La casa era un
altar con diez mil acólitos, grandes, pequeños, serviciales, atentos, en coros.
Pero los dioses habían desaparecido y los ritos continuaban insensatos e
inútiles.
El mediodía.
Un perro aulló,
temblando, en el porche.
La puerta de calle
reconoció la voz del perro y se abrió. El perro, en otro tiempo grande y gordo,
ahora huesudo y cubierto de llagas, entró y se movió por la casa dejando
huellas de lodo. Detrás de él zumbaron unos ratones irritados, irritados por
tener que limpiar el lodo, irritados por la molestia.
Pues ni el
fragmento de una hoja se escurría por debajo de la puerta sin que los paneles
de los muros se abrieran y los ratones de cobre salieran como rayos. El polvo,
el pelo o el papel ofensivos, hechos trizas por unas diminutas mandíbulas de
acero, desaparecían en las guaridas. De allí unos tubos los llevaban al sótano,
y eran arrojados a la boca siseante de un incinerador que aguardaba en un
rincón oscuro como un Baal maligno.
El perro corrió
escaleras arriba y aulló histéricamente, ante todas las puertas, hasta que al
fin comprendió, como ya comprendía la casa, que allí no había más que silencio.
Olfateó el aire y
arañó la puerta de la cocina. Detrás de la puerta el horno preparaba unos
pancakes que llenaban la casa con un aroma de jarabe de arce. El perro, tendido
ante la puerta, olfateaba con los ojos encendidos y el hocico espumoso. De
pronto, echó a correr locamente en círculos, mordiéndose la cola, y cayó
muerto. Durante una hora estuvo tendido en la sala.
Las dos, cantó una
voz.
Los regimientos de
ratones advirtieron al fin el olor casi imperceptible de la descomposición, y
salieron murmurando suavemente como hojas grises arrastradas por un viento
eléctrico.
Las dos y cuarto.
El perro había
desaparecido.
En el sótano, el
incinerador se iluminó de pronto y un remolino de chispas subió por la
chimenea.
Las dos y treinta
y cinco.
Unas mesas de
bridge surgieron de las paredes del patio. Los naipes revolotearon sobre el
tapete en una lluvia de figuras. En un banco de roble aparecieron martinis y
sándwiches de tomate, lechuga y huevo. Sonó una música.
Pero en las mesas
silenciosas nadie tocaba las cartas.
A las cuatro, las
mesas se plegaron como grandes mariposas y volvieron a los muros.
Las cuatro y
media.
Las paredes del
cuarto de los niños resplandecieron de pronto.
Aparecieron
animales: jirafas amarillas, leones azules, antílopes rosados, panteras lilas
que retozaban en una sustancia de cristal. Las paredes eran de vidrio y
mostraban colores y escenas de fantasía. Unas películas ocultas pasaban por
unos piñones bien aceitados y animaban las paredes. El piso del cuarto imitaba
un ondulante campo de cereales. Por él corrían escarabajos de aluminio y
grillos de hierro, y en el aire caluroso y tranquilo unas mariposas de gasa
rosada revoloteaban sobre un punzante aroma de huellas animales. Había un
zumbido como de abejas amarillas dentro de fuelles oscuros, y el perezoso
ronroneo de un león. Y había un galope de okapis y el murmullo de una fresca
lluvia selvática que caía como otros casos, sobre el pasto almidonado por el
viento.
De pronto las
paredes se disolvieron en llanuras de hierbas abrasadas, kilómetro tras
kilómetro, y en un cielo interminable y cálido. Los animales se retiraron a las
malezas y los manantiales.
Era la hora de los
niños.
Las cinco. La bañera
se llenó de agua clara y caliente.
Las seis, las
siete, las ocho. Los platos aparecieron y desaparecieron, como manipulados por
un mago, y en la biblioteca se oyó un clic. En la mesita de metal, frente al
hogar donde ardía animadamente el fuego, brotó un cigarro humeante, con media
pulgada de ceniza blanda y gris.
Las nueve. En las
camas se encendieron los ocultos circuitos eléctricos, pues las noches eran
frescas aquí.
Las nueve y cinco.
Una voz habló desde el techo de la biblioteca.
—Señora
McClellan, ¿qué poema le gustaría escuchar esta noche?
La casa estaba en
silencio.
—Ya
que no indica lo que prefiere —dijo la voz al fin—, elegiré un poema
cualquiera.
Una suave música
se alzó como fondo de la voz.
—Sara
Teasdale. Su autor favorito, me parece…
Vendrán
lluvias suaves y olores de tierra,
y
golondrinas que girarán con brillante sonido;
y
ranas que cantarán de noche en los estanques
y
ciruelos de tembloroso blanco
y
petirrojos que vestirán plumas de fuego
y
silbarán en los alambres de las cercas;
y
nadie sabrá nada de la guerra,
a
nadie le interesara que haya terminado.
A
nadie le importará, ni a los pájaros ni a los árboles,
si
la humanidad se destruye totalmente;
y
la misma primavera, al despertarse al alba,
apenas
sabrá que hemos desaparecido.
El fuego ardió en
el hogar de piedra y el cigarro cayó en el cenicero: un inmóvil montículo de
ceniza. Las sillas vacías se enfrentaban entre las paredes silenciosas, y
sonaba la música.
A las diez la casa
empezó a morir.
Soplaba el viento.
La rama desprendida de un árbol entró por la ventana de la cocina.
La botella de
solvente se hizo trizas y se derramó sobre el horno. En un instante las llamas
envolvieron el cuarto.
—
¡Fuego! – gritó una voz.
Las luces se
encendieron, las bombas vomitaron agua desde los techos. Pero el solvente se
extendió sobre el linóleo por debajo de la puerta de la cocina, lamiendo,
devorando, mientras las voces repetían a coro:
—
¡Fuego, fuego, fuego!
La casa trató de
salvarse. Las puertas se cerraron herméticamente, pero el calor había roto las
ventanas y el viento entró y avivó el fuego.
La casa cedió
terreno cuando el fuego avanzó con una facilidad llameante de cuarto en cuarto
en diez millones de chispas furiosas y subió por la escalera. Las escurridizas
ratas de agua chillaban desde las paredes, disparaban agua y corrían a buscar
más. Y los surtidores de las paredes lanzaban chorros de lluvia mecánica.
Pero era demasiado
tarde. En alguna parte, suspirando, una bomba se encogió y se detuvo. La lluvia
dejó de caer. La reserva del tanque de agua que durante muchos días tranquilos
había llenado bañeras y había limpiado platos estaba agotada.
El fuego crepitó
escaleras arriba. En las habitaciones altas se nutrió de Picassos y de
Matisses, como de golosinas, asando y consumiendo las carnes aceitosas y
encrespando tiernamente los lienzos en negras virutas.
Después el fuego
se tendió en las camas, se asomó a las ventanas y cambió el color de las
cortinas.
De pronto,
refuerzos.
De los
escotillones del desván salieron unas ciegas caras de robot y de las bocas de
grifo brotó un líquido verde.
El fuego
retrocedió como un elefante que ha tropezado con una serpiente muerta. Y fueron
veinte serpientes las que se deslizaron por el suelo, matando el fuego con una
venenosa, clara y fría espuma verde.
Pero el fuego era
inteligente y mandó llamas fuera de la casa, y entrando en el desván llegó
hasta las bombas. ¡Una explosión! El cerebro del desván, el director de las
bombas, se deshizo sobre las vigas en esquirlas de bronce.
El fuego entró en
todos los armarios y palpó las ropas que colgaban allí.
La casa se
estremeció, hueso de roble sobre hueso, y el esqueleto desnudo se retorció en
las llamas, revelando los alambres, los nervios, como si un cirujano hubiera
arrancado la piel para que las venas y los capilares rojos se estremecieran en
el aire abrasador. ¡Socorro, socorro! ¡Fuego! ¡Corred, corred! El calor rompió
los espejos como hielos invernales, tempranos y quebradizos. Y las voces
gimieron: fuego, fuego, corred, corred, como una trágica canción infantil; una
docena de voces, altas y bajas, como voces de niños que agonizaban en un
bosque, solos, solos. Y las voces fueron apagándose, mientras las envolturas de
los alambres estallaban como castañas calientes. Una, dos, tres, cuatro, cinco
voces murieron.
En el cuarto de
los niños ardió la selva. Los leones azules rugieron, las jirafas moradas
escaparon dando saltos. Las panteras corrieron en círculos, cambiando de color,
y diez millones de animales huyeron ante el fuego y desaparecieron en un lejano
río humeante…
Murieron otras
diez voces. Y en el último instante, bajo el alud de fuego, otros coros
indiferentes anunciaron la hora, tocaron música, segaron el césped con una
segadora automática, o movieron frenéticamente un paraguas, dentro y fuera de
la casa, ante la puerta que se cerraba y se abría con violencia. Ocurrieron mil
cosas, como cuando en una relojería todos los relojes dan locamente la hora,
uno tras otro, en una escena de maniática confusión, aunque con cierta unidad;
cantando y chillando los últimos ratones de limpieza se lanzaron valientemente
fuera de la casa ¡arrastrando las horribles cenizas!
Y en la llameante
biblioteca una voz leyó un poema tras otro con una sublime despreocupación,
hasta que se quemaron todos los carretes de película, hasta que todos los
alambres se retorcieron y se destruyeron todos los circuitos.
El fuego hizo
estallar la casa y la dejó caer, extendiendo unas faldas de chispas y de humo.
En la cocina, un
poco antes de la lluvia de fuego y madera, el horno preparó unos desayunos de
proporciones psicopáticas: diez docenas de huevos, seis hogazas de tostadas,
veinte docenas de lonjas de jamón, que fueron devoradas por el fuego y
encendieron otra vez el horno, que siseó histéricamente.
El derrumbe.
El altillo se
derrumbó sobre la cocina y la sala. La sala cayó al sótano, el sótano al
subsótano. La congeladora, el sillón, las cintas grabadoras, los circuitos y
las camas se amontonaron muy abajo como un desordenado túmulo de huesos.
Humo y silencio.
Una gran cantidad de humo.
La aurora asomó
débilmente por el este. Entre las ruinas se levantaba sólo una pared. Dentro de
la pared una última voz repetía y repetía, una y otra vez, mientras el sol se
elevaba sobre el montón de escombros humeantes:
—Hoy
es cinco de agosto de dos mil veintiséis hoy es cinco de agosto de dos mil
veintiséis, hoy es…
Martians
Chronicles (1950). Crónicas marcianas, Traducción: Francisco Abelenda, Buenos
Aires, Minotauro, 1955, págs. 119-123
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