Ryūnosuke Akutagawa: fue un escritor japonés, perteneciente a la generación neorrealista que surgió a finales de la Primera Guerra Mundial. Sus obras, en su mayoría cuentos cortos, reflejan su interés por la vida del Japón feudal.
Rashomon
Ryunosuke Akutagawa
Era un frío atardecer.
Bajo Rashomon, el sirviente de un samurai esperaba que cesara la lluvia. No
había nadie en el amplio portal. Sólo un grillo se posaba en una gruesa
columna, cuya laca carmesí estaba resquebrajada en algunas partes. Situado
Rashomon en la Avenida Sujaltu, era de suponer que algunas personas, como ciertas
damas con el ichimegasa o nobles con el momiebosh, podrían guarecerse allí;
pero al parecer no había nadie fuera del sirviente. Y era explicable, ya que en
los últimos dos o tres años la ciudad de Kyoto había sufrido una larga serie de
calamidades: terremotos, tifones, incendios y carestías la habían llevado a una
completa desolación. Dicen los antiguos textos que la gente llegó a destruir
las imágenes budistas y otros objetos del culto, y esos trozos de madera,
laqueada y adornada con hojas de oro y plata, se vendían en las calles como
leña. Ante semejante situación, resultaba natural que nadie se ocupara de
restaurar Rashomon. Aprovechando la devastación del edificio, los zorros y
otros animales instalaron sus madrigueras entre las ruinas; por su parte
ladrones y malhechores no lo desdeñaron como refugio, hasta que finalmente se
lo vio convertido en depósito de cadáveres anónimos. Nadie se acercaba por los
alrededores al anochecer, más que nada por su aspecto sombrío y desolado.
En cambio, los cuervos
acudían en bandadas desde los más remotos lugares. Durante el día, volaban en
círculo alrededor de la torre, y en el cielo enrojecido del atardecer sus
siluetas se dispersaban como granos de sésamo antes de caer sobre los cadáveres
abandonados.
Pero ese día no se veía
ningún cuervo, tal vez por ser demasiado tarde. En la escalera de piedra, que
se derrumbaba a trechos y entre cuyas grietas crecía la hierba, podían verse
los blancos excrementos de estas aves. El sirviente vestía un gastado kimono
azul, y sentado en el último de los siete escalones contemplaba distraídamente
la lluvia, mientras concentraba su atención en el grano de la mejilla derecha.
Como decía, el sirviente
estaba esperando que cesara la lluvia; pero de cualquier manera no tenía
ninguna idea precisa de lo que haría después. En circunstancias normales, lo
natural habría sido volver a casa de su amo; pero unos días antes éste lo había
despedido, no obstante, los largos años que había estado a su servicio. El suyo
era uno de los tantos problemas surgidos del precipitado derrumbe de la
prosperidad de Kyoto.
Por eso, quizás, hubiera
sido mejor aclarar: “el sirviente espera en el portal sin saber qué hacer, ya
que no tiene adónde ir”. Es cierto que, por otra parte, el tiempo oscuro y
tormentoso había deprimido notablemente el sentimentalismo de este sirviente de
la época Heian.
Habiendo comenzado a
llover a mediodía, todavía continuaba después del atardecer. Perdido en un mar
de pensamientos incoherentes, buscando algo que le permitiera vivir desde el
día siguiente y la manera de obrar frente a ese inexorable destino que tanto lo
deprimía, el sirviente escuchaba, abstraído, el ruido de la lluvia sobre la
Avenida Sujaku.
La lluvia parecía recoger
su ímpetu desde lejos, para descargarlo estrepitosamente sobre Rashomon, como
envolviéndolo. Alzando la vista, en el cielo oscuro se veía una pesada nube
suspendida en el borde de una teja inclinada.
“Para escapar a esta
maldita suerte -pensó el sirviente- no puedo esperar a elegir un medio, ni
bueno ni malo, pues si empezara a pensar sin duda me moriría de hambre en medio
del camino o en alguna zanja; luego me traerían aquí, a esta torre, dejándome
tirado como a un perro. Pero si no elijo…”
Su pensamiento, tras
mucho rondar la misma idea, había llegado por fin a este punto. Pero ese “si no
elijo…” quedó fijo en su mente. Aparentemente estaba dispuesto a emplear
cualquier medio; pero al decir “si no…” demostró no tener el valor suficiente
para confesarse rotundamente: “no me queda otro remedio que convertirme en
ladrón”.
Lanzó un fuerte estornudo
y se levantó con lentitud. El frío anochecer de Kyoto hacía aflorar el calor
del fuego. El viento, en la penumbra, gemía entre los pilares. El grillo que se
posaba en la gruesa columna había desaparecido.
Con la cabeza metida
entre los hombros paseó la mirada en torno del edificio; luego levantó las
hombreras del kimono azul que llevaba sobre una delgada ropa interior. Se
decidió por fin a pasar la noche en algún lugar que le permitiera guarecerse de
la lluvia y del viento, en donde nadie lo molestara.
El sirviente descubrió
otra escalera ancha, también laqueada, que parecía conducir a la torre. Ahí
arriba nadie lo podría molestar, excepto los muertos. Cuidando de que no se
deslizara su espada de la vaina sujeta a la cintura, el sirviente puso su pie
calzado con sandalias sobre el primer peldaño.
Minutos después, en mitad
de la amplia escalera que conducía a la torre de Rashomon, un hombre acurrucado
como un gato, con la respiración contenida, observaba lo que sucedía más
arriba. La luz procedente de la torre brillaba en la mejilla del hombre; una
mejilla que bajo la corta barba descubría un grano colorado, purulento. El
hombre, es decir el sirviente, había pensado que dentro de la torre sólo
hallaría cadáveres; pero subiendo dos o tres escalones notó que había luz, y
que alguien la movía de un lado a otro. Lo supo cuando vio su reflejo
mortecino, amarillento, oscilando de un modo espectral en el techo cubierto de
telarañas. ¿Qué clase de persona encendería esa luz en Rashomon, en una noche
de lluvia como aquélla?
Silencioso como un
lagarto, el sirviente se arrastró hasta el último peldaño de la empinada
escalera. Con el cuerpo encogido todo lo posible y el cuello estirado, observó
medrosamente el interior de la torre.
Confirmando los rumores,
vio allí algunos cadáveres tirados negligentemente en el suelo. Como la luz de
la llama iluminaba escasamente a su alrededor, no pudo distinguir la cantidad;
únicamente pudo ver algunos cuerpos vestidos y otros desnudos, de hombres y mujeres.
Los hombros, el pecho y otras partes recibían una luz agonizante, que hacía más
densa la sombra en los restantes miembros.
Unos con la boca abierta,
otros con los brazos extendidos, ninguno daba más señales de vida que un muñeco
de barro. Al verlos entregados a ese silencio eterno, el sirviente dudó que
hubiesen vivido alguna vez.
El hedor que despedían
los cuerpos ya descompuestos le hizo llevar rápidamente la mano a la nariz.
Pero un instante después olvidó ese gesto. Una impresión más violenta anuló su
olfato al ver que alguien estaba inclinado sobre los cadáveres.
Era una vieja escuálida,
canosa y con aspecto de mona, vestida con un kimono de tono ciprés. Sosteniendo
con la mano derecha una tea de pino, observaba el rostro de un muerto, que por
su larga cabellera parecía una mujer.
Poseído más por el horror
que por la curiosidad, el sirviente contuvo la respiración por un instante,
sintiendo que se le erizaban los pelos. Mientras observaba aterrado, la vieja
colocó su tea entre dos tablas del piso, y sosteniendo con una mano la cabeza
que había estado mirando, con la otra comenzó a arrancarle el cabello, uno por
uno; parecía desprenderse fácilmente.
A medida que el cabello
se iba desprendiendo, cedía gradualmente el miedo del sirviente; pero al mismo
tiempo se apoderaba de él un incontenible odio hacia esa vieja. Ese odio
-pronto lo comprobó- no iba dirigido sólo contra la vieja, sino contra todo lo
que simbolizase “el mal”, por el que ahora sentía vivísima repugnancia. Si en
ese instante le hubiera sido dado elegir entre morir de hambre o convertirse en
ladrón -el problema que él mismo se había planteado hacía unos instantes- no
habría vacilado en elegir la muerte. El odio y la repugnancia ardían en él tan
vivamente como la tea que la vieja había clavado en el piso.
Él no sabía por qué
aquella vieja robaba cabellos; por consiguiente, no podía juzgar su conducta.
Pero a los ojos del sirviente, despojar de las cabelleras a los muertos de
Rashomon, y en una noche de tormenta como ésa, cobraba toda la apariencia de un
pecado imperdonable. Naturalmente, este nuevo espectáculo le había hecho
olvidar que sólo momentos antes él mismo había pensado hacerse ladrón.
Reunió todas sus fuerzas
en las piernas, y saltó con agilidad desde su escondite; con la mano en su
espada, en una zancada se plantó ante la vieja. Ésta se volvió aterrada, y al
ver al hombre retrocedió bruscamente, tambaleándose.
-¡Adónde vas, vieja
infeliz! -gritó cerrándole el paso, mientras ella intentaba huir pisoteando los
cadáveres.
La suerte estaba echada.
Tras un breve forcejeo el hombre tomó a la vieja por el brazo (de puro hueso y
piel, más bien parecía una pata de gallina), y retorciéndoselo, la arrojó al
suelo con violencia:
-¿Qué estabas haciendo?
Contesta, vieja; si no, hablará esto por mí.
Diciendo esto, el
sirviente la soltó, desenvainó su espada y puso el brillante metal frente a los
ojos de la vieja. Pero ésta guardaba un silencio malicioso, como si fuera muda.
Un temblor histérico agitaba sus manos y respiraba con dificultad, con los ojos
desorbitadas. Al verla así, el sirviente comprendió que la vieja estaba a su
merced. Y al tener conciencia de que una vida estaba librada al azar de su
voluntad, todo el odio que había acumulado se desvaneció, para dar lugar a un
sentimiento de satisfacción y de orgullo; la satisfacción y el orgullo que se
sienten al realizar una acción y obtener la merecida recompensa. Miró el
sirviente a la vieja y suavizando algo la voz, le dijo:
-Escucha. No soy ningún
funcionario imperial. Soy un viajero que pasaba accidentalmente por este lugar.
Por eso no tengo ningún interés en prenderte o en hacer contigo nada en
particular. Lo que quiero es saber qué estabas haciendo aquí hace un momento.
La vieja abrió aún más
los ojos y clavó su mirada en el hombre; una mirada sarcástica, penetrante, con
esos ojos sanguinolentos que suelen tener ciertas aves de rapiña. Luego, como
masticando algo, movió los labios, unos labios tan arrugados que casi se
confundían con la nariz. La punta de la nuez se movió en la garganta huesuda.
De pronto, una voz áspera y jadeante como el graznido de un cuervo llegó a los
oídos del sirviente:
-Yo, sacaba los cabellos…
sacaba los cabellos… para hacer pelucas…
Ante una respuesta tan
simple y mediocre el sirviente se sintió defraudado. La decepción hizo que el
odio y la repugnancia lo invadieran nuevamente, pero ahora acompañados por un
frío desprecio. La vieja pareció adivinar lo que el sirviente sentía en ese
momento y, conservando en la mano los largos cabellos que acababa de arrancar, murmuró
con su voz sorda y ronca:
-Ciertamente, arrancar
los cabellos a los muertos puede parecerle horrible; pero ninguno de éstos
merece ser tratado de mejor modo. Esa mujer, por ejemplo, a quien le saqué
estos hermosos cabellos negros, acostumbraba vender carne de víbora desecada en
la Barraca de los Guardianes, haciéndola pasar nada menos que por pescado. Los
guardianes decían que no conocían pescado más delicioso. No digo que eso
estuviese mal pues de otro modo se hubiera muerto de hambre. ¿Qué otra cosa
podía hacer? De igual modo podría justificar lo que yo hago ahora. No tengo
otro remedio, si quiero seguir viviendo. Si ella llegara a saber lo que le
hago, posiblemente me perdonaría.
Mientras tanto el
sirviente había guardado su espada, y con la mano izquierda apoyada en la
empuñadura, la escuchaba fríamente. La derecha tocaba nerviosamente el grano
purulento de la mejilla. Y en tanto la escuchaba, sintió que le nacía cierto
coraje, el que le faltara momentos antes bajo el portal. Además, ese coraje crecía
en dirección opuesta al sentimiento que lo había dominado en el instante de
sorprender a la vieja. El sirviente no sólo dejó de dudar (entre elegir la
muerte o convertirse en ladrón) sino que en ese momento el tener que morir de
hambre se había convertido para él en una idea absurda, algo por completo ajeno
a su entendimiento.
-¿Estás segura de lo que
dices? -preguntó en tono malicioso y burlón.
De pronto quitó la mano
del grano, avanzó hacia ella y tomándola por el cuello le dijo con rudeza:
-Y bien, no me guardarás
rencor si te robo, ¿verdad? Si no lo hago, también yo me moriré de hambre.
Seguidamente, despojó a
la vieja de sus ropas, y como ella tratara de impedirlo aferrándosele a las
piernas, de un puntapié la arrojó entre los cadáveres. En cinco pasos el
sirviente estuvo en la boca de la escalera; y en un abrir y cerrar de ojos, con
la amarillenta ropa bajo el brazo, descendió los peldaños hacia la profundidad
de la noche.
Un momento después la
vieja, que había estado tendida como un muerto más, se incorporó, desnuda.
Gruñendo y gimiendo, se arrastró hasta la escalera, a la luz de la antorcha que
seguía ardiendo. Asomó la cabeza al oscuro vacío y los cabellos blancos le
cayeron sobre la cara.
Abajo, sólo la noche
negra y muda.
Adónde fue el sirviente,
nadie lo sabe.
No hay comentarios:
Publicar un comentario