Hernán Toro: Escritor y profesor jubilado de la Universidad del Valle; magíster en Literatura Hispanoamericana de la Universidad de París VIII. Entre sus publicaciones se encuentran los libros de cuentos: El luto del vecindario (1983), Ajuste de cuentas (1986), A velas abiertas (1990), Las horas cantadas (2003), Ceremonias privadas (2008) y Cenizas en el puente (2014); los libros de investigación: La ilusión informática (1992), Los animales sólo viven el presente (1997) y El reportaje: un género estallado (2003).
Ejerció como decano de la Facultad de Artes Integradas de la Universidad del Valle en dos ocasiones y fue profesor titular de la Escuela de Comunicación Social desde 1983 hasta su jubilación, en 2013. Ha sido honrado por la Facultad de Humanidades como Egresado Destacado. La Universidad del Valle lo condecoró como Profesor Distinguido y como Profesor Emérito.
Elvis
Presley, Astor Piazzolla, Rabelais, García Márquez, Borges, José Alfredo
Jiménez: todos aceptan la fecha oficial de la muerte de estos grandes
personajes. Menos el autor de Las muertes apócrifas, Hernán Toro, creador de
otro autor —Sacramento Heredero—, quien crea una nueva fecha de la desaparición
de estos personajes y narra los acontecimientos que ocurrieron entre las fechas
del falso fallecimiento oficial y de su verdadera muerte secreta. Estamos ante
un libro de cuentos de una gran maestría, inscrito en la línea de la gran
literatura.
(El
siguiente cuento pertenece al libro “Las muertes apócrifas”, de Hernán Toro)
JORGE
LUIS BORGES
Buenos
Aires, Argentina, 24 de agosto de 1899 ¿Ginebra, Suiza, 14 de junio de 1986?
Por
Sacramento Heredero (A Carlos Jiménez Moreno)
Cuando
Jorge Luis Borges, ya clínicamente afectado por los avances de su cáncer
hepático, le confesó a su mujer, María Kodama, (según ella reveló años más
tarde en una entrevista dada a la revista romana Tutti i poeti si sono reuniti
24, luglio-agosto, 1999) que quería irse de Buenos Aires a morir en Ginebra,
Suiza, porque no soportaba la idea de que su muerte se convirtiera en un
"espectáculo nacional", el gran poeta argentino sabía que esa idea
era esencialmente falsa. No porque creyera que ese "espectáculo" no
pudiera ocurrir en su país natal ni porque estuviera convencido de que morir en
Suiza podía preservarlo del morbo público o mediático, sino porque siempre
había tenido la sospecha de que era inmortal. No moriría, creía. Su célebre
poema titulado "Fundación mítica de Buenos Aires" (que termina con
los versos "A mí se me hace cuento que empezó Buenos Aires: / La juzgo tan
eterna como el agua y el aire.") fue escrito pensándose en clave de
auto-referencia a través de la astucia poética "Buenos Aires".
Pruebas del mismo orden podrían multiplicarse con muchísimos otros poemas (Al
azar: Insomnio": "Creo esta noche en la terrible inmortalidad; /
ningún hombre ha muerto en el tiempo, ninguna mujer, ningún muerto, / porque
esta inevitable realidad de fierro y de barro tiene que atravesar la indiferencia
de cuanto estén dormidos o muertos / aunque se oculten en la corrupción y en
los siglos / y condenarlos a vigilia espantosa."; "España":
"España / madre de ríos y de espadas y de multiplicadas generaciones, /
incesante y fatal"; "Un soldado de Lee": "Lo ha alcanzado
una bala en la ribera / de una clara corriente cuyo nombre / ignora. Cae de
boca. (Es verdadera / la historia y más de un hombre fue aquel hombre)",
en los que Borges alude a las ramificaciones sin fin hacia el pasado y hacia el
futuro de los tiempos humanos, como otros en los que los ecos del choque de las
espadas de sus antepasados Suárez, Borges y Acevedo resuenan en su presente. Se
trató, en estos versos de "Fundación mítica de Buenos Aires", de una
trasposición originada en su reconocida timidez, que lo ha obligado a
enmascararse en sus poemas detrás de crípticas figuras retóricas diversas. No
moriría, pues, en Ginebra, el 14 de junio de 1986, como dice la biografía
oficial; de hecho, sigue vivo hoy, abril de 2017, en
la ciudad celta llamada Nortumbria, cuyo nombre y gestas ha celebrado en
algunos de sus poemas. (1)
Tiene
hoy, pues, 118 años de edad, y nada permite pensar que morirá. Para entender
esta actitud frente a la muerte (o frente a la vida, depende), hay que saber
que Borges jamás pensó el problema de la eternidad como una abstracción, tal
como corresponde al rigor de todo pensamiento filosófico y como él mismo lo
aplica metodológicamente en sus ensayos sobre otros temas, sino como un asunto
personal. Desde niño, sin verlo entonces de manera clara, presintió que sus
vértigos en torno a la idea de inmortalidad tenían que ver más con él como
persona que con una entidad abstracta. La inmortalidad era él. ("Yo era
chico, yo no sabía entonces de muerte, yo era inmortal'', afirma en el poema
"Isidoro Acevedo"). Es importante subrayar el verbo
"presentir" pues, en Borges, la intuición, el presentimiento, la
conjetura son dimensiones de la inteligencia humana que enriquecen la relación
de los hombres con el universo más que la razón. Sentir, para Borges, es más
importante que pensar. Nunca se ha opuesto a la racionalidad ni al pensamiento
científico y positivista, pero no podría haberse constituido en el humanista
que es si no hubiera privilegiado sin ambages esas otras formas irracionales de
apropiarse del mundo. ¿Podría alguien afirmar lo contrario después de leer,
digamos, "Tlón, Uqbar, Orbis Tertius" o "Las ruinas
circulares"? En su extraviado ensayo sobre Heráclito, que hace parte del
libro Inquisiciones, publicado en 1925, Borges es explícito en torno a la
inquietante percepción de su inmortalidad: "Algunas veces he sido el río
cambiante, otras el puente que no cesa. Prisionero en su aparente quietud de
piedra, el puente avanza hacia lo otro. Temo que todos los ríos, puente,
Borges—sobreviviremos al infamante tiempo", dice en un apartado de este
ensayo; "Las nubes reflejadas en la superficie variable del río son otras
formas de la eternidad. Yo soy las nubes, soy el río", afirma en otro. De
esa percepción manifestada en Inquisiciones, rechazada luego por él mismo dada
su artificiosa elaboración ("Se le nota la falsedad; es propio de la
vanidad pretender ser río, ser las nubes"), subsistieron vagos vestigios
dispersos en los poemas "El reloj de arena", "Artepoética"
y "A quien está leyéndome", pertenecientes a su obra El otro, el
mismo. [Conviene explicar esto que acaba de ser dicho pues, como se sabe,
Borges renegó de este libro (Inquisiciones), y ordenó a su editor en español,
Losada, la destrucción, antes de que circularan, de todos los volúmenes
impresos. (2)
Los
ejemplares fueron quemados, en efecto, salvo uno que, por automatismo
administrativo, la editorial había alcanzado a enviar a la Biblioteca del
Congreso de los Estados Unidos, institución que ha aspirado siempre a conservar
la totalidad de los libros publicados (y cuya pretensión de infinitud sirvió de
inspiración a Borges para su cuento "La biblioteca de Babel"). A ese
ejemplar único en el mundo es una verdadera reliquia más que un incunable, cuyo
tránsito hacia la eternidad de Washington no pudo ser detenido, tuvo acceso,
gracias a una artimaña típicamente latinoamericana, el poeta colombiano Harold
Alvarado Tenorio (Buga, 1945), (hoy monje trapense en un monasterio aislado de
los Pyrenées Atlantiques, en Francia), quien, respaldado en su momento por su
credencial de profesor de literatura del Marymount Manhattan College de New
York, llegó a esta joya intocable de archivo y subrepticiamente alcanzó a
fotografiar unas 20 páginas, en las cuales figura el ensayo sobre Heráclito]. (3)
De manera pues que Borges estaba persuadido de la falsedad de su idea. Pero
fingió creer en ella por razones personales, relacionadas con el hartazgo que
sentía por los medios intelectuales y políticos de Buenos Aires, ensoberbecidos
por la suficiencia y el narcisismo. Le molestaba sobre todo el ritual mediático
que se desplegaba cada mes de octubre con las expectativas en torno a la
probabilidad de que le otorgaran el Nobel. Un día había zanjado drásticamente
como para que no lo siguieran hostigando: "Vivo en el sur, ¿no? Mis
preocupaciones no son nórdicas". Y en otra: "Los premios no llegan de
Suecia". Pequeños puyazos irónicos que lo distanciaron cada vez más de la
consagración de la Academia sueca. Corre, pues, el año 1986, en sus primeros
meses. La salud de Jorge Luis Borges decrece, aunque sus síntomas más evidentes
(sudoración fría, palpitaciones, irascibilidad, pérdida de apetito) son
atribuidos equivocadamente a la altísima humedad y a las abrasadoras
temperaturas de aquel ardiente verano porteño, particularmente riguroso. Cuando
sufre un primer desvanecimiento, María Kodama lo lleva de urgencia al médico.
Tratándose de semejante personaje, los mecanismos burocráticos hospitalarios,
por lo general lentos, se aceleran y dan rápidamente el diagnóstico: cáncer hepático.
Su enfermedad tiene un desarrollo incipiente, lo cual augura un tratamiento
esperanzador. Borges, que puede ser ciego, pero (alimentando la paradoja de su
propia leyenda) sigue siendo un gran lector, lee todo lo que llega a sus manos
para enterarse de la naturaleza de su mal. Su conclusión es inevitable y
previsible: estadísticamente, los pacientes que sufren esta enfermedad fallecen
en un lapso relativamente corto a partir de su detección. Cuando llega a esta
especie de revelación fulgurante, Borges sonríe pues siempre ha dicho que
espera la muerte "con impaciencia". Pero confiesa a María Kodama
(según la misma entrevista citada arriba) que, en el fondo, cree que no morirá.
Y agrega: "Por más agresivo que sea el cáncer", para suavizar el
carácter absoluto de su afirmación. Pero el ambiente de Buenos Aires lo agobia.
Para comenzar, Santa María de los Buenos Ayres ya no es Montevideo, ciudad cuya
parsimonia él ama, y el tráfago de la vida cotidiana le es insoportable. Su
barrio, Palermo, se ha llenado de tiendas de moda, de gente, de boliches, de
automóviles, de voces. No se trata tampoco del ambiente climático, aunque nota
que la regulación automática de su temperatura corporal ha perdido capacidad de
ajuste con el entorno, y la humedad y el calor lo abruman. El ambiente que lo
oprime es el político y el intelectual.
Los peronistas, que siempre lo han
tenido entre ceja y ceja (no olvida que el teniente Juan Domingo Perón, al
acceder por primera vez al poder, en 1946, lo trasladó de su cargo de bibliotecario,
sólo con el fin de humillarlo, a cumplir las funciones de "Inspector de
mercados de aves de corral") y los nuevos intelectuales ("Unos
pitucos que equivocaron su destino: en realidad, buscan la fama") lo
detestan. Siempre lo han detestado, y aprovechan de manera oportunista su
debilidad física para atacarlo con todo tipo de bajezas. Cuando su salud se ha
deteriorado aún más, piensa que la mejor manera de enfrentarlos es el
desprecio. Ninguno de aquellos politicastros y de esos falsos intelectuales merece
siquiera sus réplicas. No los va a dignificar con su controversia. Entonces,
Borges y María Kodama se deciden: parten a comienzos de abril de 1986 de Buenos
Aires bajo un gran sigilo en dirección a Ginebra, en un viaje rutinario en
barcaza desde la población de Tigre, República Argentina, margen derecha del
tumultuoso Río de la Plata, hasta Colonia del Sacramento, república Oriental
del Uruguay, margen izquierda, con destino intermedio en Montevideo, en donde
tomaron un vuelo intrincado de múltiples escalas que los llevó hasta su destino
final, la ordenada y pulcra ciudad de Ginebra.
Borges ama a Ginebra. Allí había vivido por varios años con su familia
cuando apenas comenzaba su adolescencia; junto a su hermana Norah había hecho
sus estudios medios en el Collége Jean Calvin; allí aprendió el francés, su
tercera lengua materna (su castellano era el que leía en la biblioteca de su
padre, en su barrio, Palermo; su inglés, el que hablaba con su madre); en ese
país, de alguna manera, se inició en la práctica del sueño como principio
creativo.
Dado a la soledad, las pocas semanas en Suiza, lejos de la
vocinglería cacofónica de Buenos Aires, le permitieron entregarse de lleno a la
lectura, que siempre ha valorado más que la escritura. (Su muy citada frase,
tomada de "El lector" —Elogio de la sombra--: "Que otros se
jacten de las páginas que han escrito; / yo me enorgullezco de las que he
leído", es mucho más que una boutade: refleja una opción estética). En su
nueva etapa en Suiza, Borges se da a releer a Calvin, sobre todo L'Institution
de la religion chretienne, libro que lo había marcado tanto en su primera
permanencia en Ginebra, interesado ahora en lo que juzgaba "las leves
desviaciones del destino que inauguraron un nuevo universo". Se refiere,
por supuesto, a la Reforma Protestante, de la que Calvin fuera figura de proa.
La lectura del gran reformador protestante le hace olvidar a Buenos Aires y sus
inequidades, y mucho de su sufrimiento físico. Paralelamente sigue de manera
estricta el tratamiento recomendado por su oncólogo de Buenos Aires. En verdad,
lo hace por rutina, muy mecánicamente. Parece un ejercicio que no agrega ni
quita nada a su relación con la vida. Tras las agotadoras jornadas terapéuticas,
pasa horas enteras sentado en una banca pública al borde del lago Lehman
olfateando con placer animal la pureza del aire y encantado por la magia del
golpete o de las aguas contra la ribera. Durante cerca de un mes, María Kodama,
en pleno acuerdo con su esposo, prepara el plan: de forma simultánea y discreta
establece contactos con agencias inmobiliarias y clínicas de Nortumbria, y
compra un lote en el cementerio de Plainpalais, en Ginebra. Las gestiones con
Nortumbria fueron eficientes: muy rápidamente consiguió en alquiler una casa en
el sector histórico de esa ciudad, donde a Borges le agradaría codearse con el
bravo pasado de los guerreros celtas, que le recordaban tanto a los bravos
cuchilleros de su país, y una clínica en la que adelantaría bajo control
profesional el tratamiento de su cáncer de hígado. Con el lote en Plainpalais,
el camposanto de Ginebra, Borges y María Kodama realizaron en estricto rigor
una vulgar operación de propiedad raíz: compraron un lote de tres por dos
metros de superficie en ese cementerio y lo usaron de conformidad con las leyes
de ese país. Está claro que quien compra un terreno así en un lugar como éste
da a entender que lo destinará para sepultar en él un cuerpo, pero la ley suiza
no especifica inequívocamente que deba ser así. Según la legislación de este
extraño país, un lote, donde quiera que se encuentre, puede ser usado por sus
propietarios para los fines que requiera, siempre y cuando éstos no infrinjan
las normas vigentes. Al colocar sobre la superficie de ese terreno una piedra
grabada con unas figuras celtas y unas palabras (sin importar su sentido), los
propietarios habían ejercido su derecho ciudadano a darle uso al lote según su
voluntad. Nada les obligaba a enterrar en él un cuerpo humano, ni a informar a
las autoridades que allí no habían sepultado a nadie. Borges y María Kodama
sabían, desde luego, que el público hispanoamericano inferiría que bajo la
tierra donde se erguía la piedra debía reposar el cuerpo de Borges.
Pero esa
era justamente la astucia. Las repercusiones de su fallecimiento,
desencadenadas intencionalmente por María Kodama apenas un mes después de la
fecha de su supuesta muerte, salieron de y llegaron a Suiza retroalimentadas
por todo el furor del morbo de Buenos Aires, pero las autoridades de ese país
europeo se alzaron de hombros: no tenían ninguna información oficial que
mencionara la muerte de una persona con tal nombre. Y con razón: María Kodama
no declaró la muerte de Borges por el simple motivo de que no aconteció. Mientras tanto, Borges y María Kodama se
habían desplazado a Inglaterra con la tranquilidad de contar con un mes de
gracia durante el cual nada trascendería de la ilusoria muerte de Borges en
Ginebra. Muchas veces habían viajado al Reino Unido, pero en esta ocasión,
conscientes de que se estaban jugando una carta arriesgada, lo hicieron de
incógnito en trenes nocturnos llenos de estudiantes desplatados a través de
Alemania y Holanda. Es cierto: viajaban en vagones de primera clase, y tenían
el aspecto y los modales aristocráticos de una pareja adinerada, muy cercana su
imagen a la de personajes de una novela de Agatha Christie. En La Haya tomaron un
barco de rudos obreros holandeses trabajadores en las minas carboníferas de
Newcastle y desembarcaron en Edimburgo, Escocia, al noreste de Inglaterra. Casi
de inmediato se desplazaron a Nortumbria arropados en el callado anonimato.
Nortumbria era un lugar clave en el imaginario de Borges y útil para sus planes
de recuperación física. Durante el tiempo en que había permanecido en el Reino
Unido aprendiendo las lenguas eslavas había conocido la mitología que había
dado vida a esta ciudad y la había integrado al entramado de su poesía. Era la
ciudad letrada, una especie de Atenas celta. El rey Beowulf hacía parte de su
galería privada de héroes derrotados. En su memoria inagotable se habían
grabado para siempre las sagas de los grandes gobernantes del reino de
Nortumbria, unos a otros aniquilados por la violencia de la espada y
desangrados por la ambición de su propia sangre. Era una mitología en la que
Borges escuchaba ecos simétricos a la mitología de los puñales de sus
compadritos argentinos.
Pero también
esta ciudad contaba con una clínica de primera reputación dedicada al
tratamiento de pacientes con cáncer. Todo había sido cuidadosamente estudiado
por Borges y María Kodama. En
Nortumbria, una ciudad hoy en día todavía enfrascada en el comercio minero,
acaso alguien haya escuchado que exista un continente llamado América del sur,
pero es seguro que nadie tiene ni la menor idea de que exista un país llamado
Argentina y mucho menos una ciudad que lleve por nombre Buenos Aires. Todavía
menos habrá en Nortumbria quién sepa que en tal ciudad de tal país, ambos
inexistentes, de ese continente improbable haya un escritor llamado Jorge Luis
Borges. Borges tenía la garantía hermética del anonimato. El paciente que
ingresa a esta clínica el día 15 de mayo de 1986 es un hombre viejo cuyo nombre
no alcanzan a pronunciar ni de manera remotamente correcta los miembros del
personal médico, de hermosos ojos grises nublados por la ceguera, con una
actitud muy atenta en torno a todo lo que ocurre a su alrededor. Habla un
inglés arcaico e inteligente, y construye sus frases con fineza de pensador.
Les sorprende que les diga como todo comentario a las primeras preguntas
protocolarias de ingreso clínico: "Ojalá la luz se cierre" (en inglés
antiguo), pues no deja de parecerles paradójico que esa frase provenga de la
boca de un ciego y contradictorio con una persona que justamente ha ido a ese
centro de salud para luchar contra la muerte. Cuando las apenas someras
repercusiones de la muerte de Borges en Ginebra aparecen publicadas en
brevísimas notas en los periódicos de Londres, ediciones que María Kodama
compra sin mucha regularidad en los kioskos de Nortumbria, ambos se encuentran
confortablemente instalados en la aún bella ciudad que un día fue cuna de los
grandes
poetas
medievales celtas y britanos y centro turbulento del encuentro de enfrentadas y
sangrientas culturas nórdicas. No le prestan mucha atención a estas notas
periodísticas, pero se imaginan con cierto desdén el revuelo que esa
información ha podido causar en Buenos Aires. Gobernantes, políticos,
intelectuales, el abanico completo de personas que lo habían hostilizado y
perseguido por décadas debían estar rasgándose en público las vestiduras
lamentando la desaparición de quien debían llamar, sin sonrojarse, "uno de
los grandes escritores de la historia de la República Argentina".
Celebraron no encontrarse en aquella ciudad, y apreciaron mucho más, por
contraste, la calma y la soledad que habían encontrado en Nortumbria. Por una
semana se negaron a comprar los diarios londinenses, y cuando se asomaron de
nuevo al abismo de sus páginas, el tema de la muerte de Borges había
desaparecido por completo. Se sintieron satisfechos. "El olvido da sus
primeros pasos. El olvido es justo", concluyó Borges. Por fin podría
Borges, protegido por el escudo de su muerte, dedicarse de lleno a la lectura,
única actividad que le interesaba. Inverosímilmente, Borges recupera la salud.
No lo hace hasta el punto de considerarse plenamente sanado, pero dispone de
fuerzas para movilizarse y de entusiasmo para asumir su vida cotidiana. Da
largas caminatas por la ciudad del brazo de María Kodama, asiste a conciertos
de música celta y visita las librerías; el contacto con los libros le produce
una especie de escalofrío saludable y mágico. No tiene la menor preocupación de
ser reconocido por alguien: ha enflaquecido, su cabello se ha vuelto más ralo,
de alguna manera se ha encogido. Por lo demás, sería difícil que reconocieran
caminando por las calles de Nortumbria, semejante ciudad cuya existencia nadie
conoce, el fantasma de una persona fallecida. María Kodama ha cambiado por
completo de aspecto físico y de estilo vestimentario, y sus ojos rasgados, que
denunciarían su identidad (o al menos sus rasgos étnicos distintivos), están
siempre cubiertos por unas gafas oscuras. En Nortumbria nadie escruta el rostro
de los otros. Borges, claro está, volvió sobre las páginas de la literatura celta.
Releyó deslumbrado un ejemplar de la gesta de Beowulf, que antaño le había
servido para escribir uno de sus poemas entrañables. Su memoria, que había
sobrevivido indemne a los estragos del tiempo, recordaba con precisión
sorprendente los grandes pasajes de esta historia fundadora, leídos por primera
vez tantos años atrás.
Pero Borges diversificaba sus lecturas. Recorrió de
nuevo parte de su propia obra, y le pareció que sólo un Borges ingenuo pudo
haber escrito, buscando la fidelidad oral, palabras como "ciudá'',
"qué vacha, che", "corrasé". Se burló de la débil
argumentación, muy local y pretensiosa, que atribuye a lo que en algún momento
llamó "las argucias del doctor Américo Castro". Renovó su
satisfacción por los pocos poemas que lo justificarían en alguna memoria humana
y en los cuales "querría sobrevivir": "Poema conjetural",
"Poema de los dones", "El Golem, "Límites". Poco
pensaba en sus cuentos, salvo en "Emma Sunz" (quizás, se decía, porque
habla de judíos, un pueblo que siempre le ha seducido), aunque evocaba con
insistencia, sin explicarse por qué, aquel episodio de un cuento cuyo título no
lograba recordar en donde un personaje es atropellado por un coche que "lo
venía persiguiendo desde la eternidad". Del mismo modo, le parecía que el
inicio de "Las ruinas circulares" estaba bien logrado: "Nadie lo
vio desembarrar en la unánime noche". "Como metáfora de las tinieblas
no está mal, pensaba, él, que algo sabía de la noche y de la oscuridad. Le
pareció, visto todo retroactivamente, que había abusado en su "extensa e
innecesaria obra"del término "abominable". Releyó sin apremios
en su idioma original a sus autores en lengua inglesa favoritos: George Bernard
Show, Herbert George Wells, Gilbert Keith Chesterton, Oscar Wilde, Robert Louis
Stevenson, Thomas de Quincey. Se refirmó en lo que en algún momento dijo de
este último: "A nadie debo tantas horas de felicidad personal”. Le
concedió una tarde al primer capítulo de Ulises (y se deleitó con la expresión
"el gordo y rollizo Buck Mulligan") y otra a Finnegan's wake, y
sonrió con complicidad hacia el recuerdo de James Joyce. Su vida, le parecía,
había alcanzado una especie de plenitud. Así pasa sus días Jorge Francisco
Isidoro Luis Borges Acevedo desde hace más de veinte años en Nortumbria. No obstante,
su sospecha de eternidad, sigue impaciente esperando que, a pesar de todo, le
llegue la muerte.
EPÍLOGO
Vuelvo en mis pesquisas al breve período
ginebrino anterior a su estancia en Nortumbria, y, a propósito de la piedra
fúnebre en el cementerio de Plainpalais, leo en wikipedia: "La lápida,
realizada por el escultor argentino Eduardo Longato, es de una piedra blanca y
áspera. En lo alto de su cara anterior se lee Jorge Luis Borges y, debajo, «And
ne forhtedon na», junto a un grabado circular con siete guerreros, una pequeña
cruz de Gales y los años "1899/1986". La inscripción «And ne
forhtedon na», en anglosajón, se traduce como «Y que no temieran». La cara
posterior de la lápida contiene la frase Hann tekr sverthit Gram ok leggr í
methal theira bert, que se corresponde al capítulo veintisiete de la Saga
Volsunga (saga noruega del siglo xiii), y se traduce como «Él tomó la espada,
Gram, y la colocó entre ellos desenvainada». Estos dos mismos versos los
utilizó también Borges como epígrafe de su Cuento Ulrica, incluido en El libro
de arena, único relato de amor del autor y cuyo protagonista se llama Javier
Otálora. Bajo esta segunda inscripción aparece el grabado de una nave vikinga,
y bajo ésta una tercera inscripción: «De Ulrica a Javier Otárola», lo que
permite interpretar esta última inscripción como una dedicatoria de María
Kodama a Jorge Luis Borges. Me enternece saber que éste es el único cuento de
amor de Jorge Luis Borges.
N.B
Los colombianos, tan sensibles siempre a la
imagen que de nosotros se forman los extranjeros, hemos vivido orgullosísimos
de que la mejor definición de nuestra idiosincrasia haya sido formulada por
Jorge Luis Borges:
"Nos presentaron. Le dije que era profesor en la Universidad de los Andes en Bogotá. Aclaré que era colombiano. Me preguntó de un modo pensativo: ¿Qué es ser colombiano? —No sé -le respondí-. Es un acto de fe."
Este
diálogo es sostenido en el cuento "Ulrica" por Javier Otálora,
profesor de literatura de la Universidad de Los Andes, en Bogotá, y Ulrica, una
mujer que acaba de conocer en la ciudad de York. Que ambos nombres -Ulrica y
Javier Otálora— hayan sido grabados por Borges y María Kodama en la lápida
mortuoria del eterno cementerio de Plainpalais nos asegura, a los colombianos,
una cierta perennidad de la que nos ufanamos con justicia.
Cali, 26 de febrero de 2016
2 Esta incineración de Inquisiciones explica
la aparición, muchos años después (1952), de Otras Inquisiciones. Dicho sea de
paso, nadie, que yo sepa, ha explorado el carácter especular de las dos últimas
cifras de las fechas de publicación de estas dos obras: 1925 (Inquisiciones) y
1952 (Otras inquisiciones). Borges, cabalístico, ha debido entretejer en esas
dos fechas una cifra del universo.
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