Roberto Emilio Godofredo Arlt (Buenos Aires, 26 de abril de 1900- Buenos Aires 26 de julio de 1942) novelista, cuentista, periodista, dramaturgo e inventor argentino.
En sus relatos se describen con naturalismo y humor las bajezas y grandezas de personajes inmersos en ambientes indolentes. De este modo retrata la Argentina de los recién llegados que intentan insertarse en un medio regido por la desigualdad y la opresión. Escribió cuentos que han entrado a la historia de la literatura, como El jorobadito, Luna roja y Noche terrible. Por su manera de escribir directa y alejada de la estética modernista se le describió como «descuidado», lo cual contrasta con la fuerza fundadora que representó en la literatura argentina del siglo XX.
EL CRIMEN CASI
PERFECTO
Roberto
Arlt
La coartada de los
tres hermanos de la suicida fue verificada. Ellos no habían mentido. El mayor,
Juan, permaneció desde las cinco de la tarde hasta las doce de la noche (la
señora Stevens se suicidó entre las siete y las diez de la noche) detenido en
una comisaría por su participación imprudente en un accidente de tránsito. El
segundo hermano, Esteban, se encontraba en el pueblo de Lister desde las seis
de la tarde de aquel día hasta las nueve del siguiente, y, en cuanto al
tercero, el doctor Pablo, no se había apartado ni un momento del laboratorio de
análisis de leche de la Erpa Cía., donde
estaba adjunto a la sección de dosificación de mantecas en las cremas.
Lo más curioso del caso es que aquel día los tres
hermanos almorzaron con la suicida para festejar su cumpleaños, y ella, a su
vez, en ningún momento dejó de traslucir su intención funesta. Comieron todos
alegremente; luego, a las dos de la tarde, los hombres se retiraron.
Sus declaraciones
coincidían en un todo con las de la antigua doméstica que servía hacía muchos
años a la señora Stevens. Esta mujer, que dormía afuera del departamento, a las
siete de la tarde se retiró a su casa. La última orden que recibió de la señora
Stevens fue que le enviara por el portero un diario de la tarde. La criada se marchó; a las siete y diez el
portero le entregó a la señora Stevens el diario pedido y el proceso de acción que ésta siguió
antes de matarse se presume lógicamente así: la propietaria revisó las adiciones
en las libretas donde llevaba anotadas las entradas y salidas de su
contabilidad doméstica, porque las libretas se encontraban sobre la mesa del
comedor con algunos gastos del día subrayados; luego se sirvió un vaso de agua
con whisky, y en esta mezcla arrojó aproximadamente medio gramo de cianuro de
potasio. A continuación, se puso a leer el diario, bebió el veneno, y al
sentirse morir trató de ponerse de pie y cayó sobre la alfombra. El periódico
fue hallado entre sus dedos tremendamente contraídos.
Tal era la primera
hipótesis que se desprendía del conjunto de cosas ordenadas pacíficamente en el
interior del departamento, pero, como se puede apreciar, este proceso de
suicidio está cargado de absurdos psicológicos. Ninguno de los funcionarios que
intervinimos en la investigación podíamos aceptar congruentemente que la señora
Stevens se hubiese suicidado.
Sin embargo,
únicamente la Stevens podía haber echado el cianuro en el vaso. El whisky no
contenía veneno. El agua que se agregó al whisky también era pura. Podía
presumirse que el veneno había sido depositado en el fondo o las paredes de la
copa, pero el vaso utilizado por la suicida había sido retirado de un anaquel
donde se hallaba una docena de vasos del mismo estilo; de manera que el
presunto asesino no podía saber si la Stevens iba a utilizar éste o aquél. La
oficina policial de química nos informó que ninguno de los vasos contenía
veneno adherido a sus paredes.
El asunto no era fácil. Las primeras pruebas,
pruebas mecánicas como las llamaba yo, nos inclinaban a aceptar que la viuda se
había quitado la vida por su propia mano, pero la evidencia de que ella estaba
distraída leyendo un periódico cuando la sorprendió la muerte transformaba en
disparatada la prueba mecánica del suicidio.
Tal era la
situación técnica del caso cuando yo fui designado por mis superiores para
continuar ocupándome de él. En cuanto a los informes de nuestro gabinete de
análisis, no cabían dudas. Únicamente en el vaso, donde la señora Stevens había
bebido, se encontró raba veneno. El agua y el whisky de las botellas eran
completamente inofensivos. Por otra parte, la declaración del portero era
terminante; nadie había visitado a la señora Stevens después que él le alcanzó
el periódico; de manera que si yo, después de algunas investigaciones
superficiales, hubiera cerrado el sumario informando de un suicidio comprobado,
mis superiores no hubiesen podido objetar palabra. Sin embargo, para mí cerrar
el sumario significaba confesarme fracasado. La señora Stevens había sido asesinada,
y había un indicio que lo comprobaba: ¿dónde se hallaba el envase que contenía
el veneno antes de que ella lo arrojara en su bebida?
Por más que nosotros revisáramos el
departamento, no nos fue posible descubrir la caja, el sobre o el frasco que contuvo
el tóxico. Aquel indicio resultaba extraordinariamente sugestivo. Además, había
otro: los hermanos de la muerta eran tres bribones.
Los tres, en menos de diez años, habían
despilfarrado los bienes que heredaron de sus padres. Actualmente sus medios de
vida no eran del todo satisfactorios.
Juan trabajaba
como ayudante de un procurador especializado en divorcios. Su conducta resultó
más de una vez sospechosa y lindante con la presunción de un chantaje. Esteban
era corredor de seguros y había asegurado a su hermana en una gruesa suma a su
favor; en cuanto a Pablo, trabajaba de veterinario, pero estaba descalificado
por la Justicia e inhabilitado para ejercer su profesión, convicto de haber
dopado caballos. Para no morirse de hambre ingresó en la industria lechera, se
ocupaba de los análisis.
Tales eran los
hermanos de la señora Stevens. En cuanto a ésta, había enviudado tres veces. El
día del “suicidio” cumplió 68 años; pero era una mujer extraordinariamente
conservada, gruesa, robusta, enérgica, con el cabello totalmente renegrido.
Podía aspirar a casarse una cuarta vez y manejaba su casa alegremente y con
puño duro. Aficionada a los placeres de la mesa, su despensa estaba provista de
vinos y comestibles, y no cabe duda de que sin aquel “accidente” la viuda
hubiera vivido cien años. Suponer que una mujer de ese carácter era capaz de
suicidarse, es desconocer la naturaleza humana. Su muerte beneficiaba a cada
uno de los tres hermanos con doscientos treinta mil pesos.
La criada de la muerta era una mujer casi
estúpida, y utilizada por aquélla en las labores groseras de la casa. Ahora
estaba prácticamente aterrorizada al verse engranada en un procedimiento
judicial.
El cadáver fue
descubierto por el portero y la sirvienta a las siete de la mañana, hora en que
ésta, no pudiendo abrir la puerta porque las hojas estaban aseguradas por
dentro con cadenas de acero, llamó en su auxilio al encargado de la casa. A las
once de la mañana, como creo haber dicho anteriormente, estaban en nuestro
poder los informes del laboratorio de análisis, a las tres de la tarde
abandonaba yo la habitación donde quedaba detenida la sirvienta, con una idea
brincando en mi imaginación: ¿y si alguien había entrado en el departamento de
la viuda rompiendo un vidrio de la ventana y colocando otro después que volcó
el veneno en el vaso? Era una fantasía de novela policial, pero convenía
verificar la hipótesis.
Salí decepcionado del departamento. Mi
conjetura era absolutamente disparatada: la masilla solidificada no revelaba
mudanza alguna. Eché a caminar sin
prisa. El “suicidio” de la señora Stevens me preocupaba (diré una enormidad) no
policialmente, sino deportivamente. Yo estaba en presencia de un asesino
sagacísimo, posiblemente uno de los tres hermanos que había utilizado un recurso
simple y complicado, pero imposible de presumir en la nitidez de aquel
vacío.
Absorbido en mis
cavilaciones, entré en un café, y tan identificado estaba en mis conjeturas,
que yo, que nunca bebo bebidas alcohólicas, automáticamente pedí un whisky.
¿Cuánto tiempo permaneció el whisky servido frente a mis ojos? No lo sé; pero
de pronto mis ojos vieron el vaso de whisky, la garrafa de agua y un plato con
trozos de hielo. Atónito quedé mirando el conjunto aquel. De pronto una idea
alumbró mi curiosidad, llamé al camarero, le pagué la bebida que no había
tomado, subí apresuradamente a un automóvil y me dirigí a la casa de la
sirvienta. Una hipótesis daba grandes saltos en mi cerebro. Entré en la
habitación donde estaba detenida, me senté frente a ella y le dije:
— Míreme bien y fíjese en lo que me va a
contestar: la señora Stevens, ¿tomaba el whisky con hielo o sin hielo?
—Con
hielo, señor.
—¿Dónde
compraba el hielo?
—
No lo compraba, señor. En casa había una heladera pequeña que lo fabricaba en
pancitos. — Y la criada casi iluminada
prosiguió, a pesar de su estupidez. —Ahora que me acuerdo, la
heladera, hasta ayer, que vino el señor Pablo, estaba descompuesta. Él se
encargó de arreglarla en un momento.
Una hora después nos encontrábamos en el departamento
de la suicida con el químico de nuestra oficina de análisis, el técnico retiró
el agua que se encontraba en el depósito congelador de la heladera y varios
pancitos de hielo. El químico inició la operación destinada a revelar la
presencia del tóxico, y a los pocos minutos pudo manifestarnos:
—
El agua está envenenada y los panes de este hielo están fabricados con agua
envenenada.
Nos miramos
jubilosamente. El misterio estaba desentrañado. Ahora era un juego reconstruir
el crimen. El doctor Pablo, al reparar el fusible de la heladera (defecto que
localizó el técnico) arrojó en el depósito congelador una cantidad de cianuro
disuelto. Después, ignorante de lo que aguardaba, la señora Stevens preparó un
whisky; del depósito retiró un pancito de hielo (lo cual explicaba que el plato
con hielo disuelto se encontrara sobre la mesa), el cual, al desleírse en el
alcohol, lo envenenó poderosamente debido a su alta concentración. Sin
imaginarse que la muerte la aguardaba en su vicio, la señora Stevens se puso a
leer el periódico, hasta que, juzgando el whisky suficientemente enfriado,
bebió un sorbo. Los efectos no se hicieron esperar. No quedaba sino ir en busca del veterinario.
Inútilmente lo aguardamos en su casa. Ignoraban dónde se encontraba. Del laboratorio
donde trabajaba nos informaron que llegaría a las diez de la noche.
A las once, yo, mi
superior y el juez nos presentamos en el laboratorio de la Erpa. El doctor
Pablo, en cuanto nos vio comparecer en grupo, levantó el brazo como si quisiera
anatemizar nuestras investigaciones, abrió la boca y se desplomó inerte junto a
la mesa de mármol.
Había muerto de un
síncope. En su armario se encontraba un frasco de veneno. Fue el asesino más
ingenioso que conocí.
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