Emilia Pardo Bazán (La
Coruña, 16
de septiembre de 1851-Madrid, 12
de mayo de 1921), condesa de Pardo Bazán, fue una noble y aristócrata novelista, periodista, ensayista, crítica Literaria, poeta, dramaturga, traductora, editora, catedrática y conferenciante española introductora del naturalismo en España. Fue una precursora en sus ideas acerca de los derechos de las mujeres
y el feminismo. Reivindicó la instrucción de las mujeres como algo fundamental
y dedicó una parte importante de su actuación pública a defenderlo. Entre su
obra literaria una de las más conocidas es la novela Los Pazos de Ulloa (1886)
EL
ENCAJE ROTO
Emilia
Pardo Bazán
Convidada
a la boda de Micaelita Aránguiz con Bernardo de Meneses, y no habiendo podido
asistir, grande fue mi sorpresa cuando supe al día siguiente -la ceremonia
debía verificarse a las diez de la noche en casa de la novia- que ésta, al pie
mismo del altar, al preguntarle el obispo de San Juan de Acre si recibía a
Bernardo por esposo, soltó un «no» claro y enérgico; y como reiterada con
extrañeza la pregunta, se repitiese la negativa, el novio, después de arrostrar
un cuarto de hora la situación más ridícula del mundo, tuvo que retirarse,
deshaciéndose la reunión y el enlace a la vez.
No
son inauditos casos tales, y solemos leerlos en los periódicos; pero ocurren
entre gente de clase humilde, de muy modesto estado, en esferas donde las
conveniencias sociales no embarazan la manifestación franca y espontánea del
sentimiento y de la voluntad.
Lo
peculiar de la escena provocada por Micaelita era el medio ambiente en que se
desarrolló. Parecíame ver el cuadro, y no podía consolarme de no haberlo
contemplado por mis propios ojos. Figurábame el salón atestado, la escogida
concurrencia, las señoras vestidas de seda y terciopelo, con collares de
pedrería; al brazo la mantilla blanca para tocársela en el momento de la
ceremonia; los hombres, con resplandecientes placas o luciendo veneras de
órdenes militares en el delantero del frac; la madre de la novia, ricamente
prendida, atareada, solícita, de grupo en grupo, recibiendo felicitaciones; las
hermanitas, conmovidas, muy monas, de rosa la mayor, de azul la menor,
ostentando los brazaletes de turquesas, regalo del cuñado futuro; el obispo que
ha de bendecir la boda, alternando grave y afablemente, sonriendo, dignándose
soltar chanzas urbanas o discretos elogios, mientras allá, en el fondo, se
adivina el misterio del oratorio revestido de flores, una inundación de rosas
blancas, desde el suelo hasta la cupulilla, donde convergen radios de rosas y
de lilas como la nieve, sobre rama verde, artísticamente dispuesta, y en el
altar, la efigie de la Virgen protectora de la aristocrática mansión,
semioculta por una cortina de azahar, el contenido de un departamento lleno de
azahar que envió de Valencia el riquísimo propietario Aránguiz, tío y padrino
de la novia, que no vino en persona por viejo y achacoso -detalles que corren
de boca en boca, calculándose la magnífica herencia que corresponderá a
Micaelita, una esperanza más de ventura para el matrimonio, el cual irá a
Valencia a pasar su luna de miel-. En un grupo de hombres me representaba al
novio algo nervioso, ligeramente pálido, mordiéndose el bigote sin querer, inclinando
la cabeza para contestar a las delicadas bromas y a las frases halagüeñas que
le dirigen...
Y,
por último, veía aparecer en el marco de la puerta que da a las habitaciones
interiores una especie de aparición, la novia, cuyas facciones apenas se divisan
bajo la nubecilla del tul, y que pasa haciendo crujir la seda de su traje,
mientras en su pelo brilla, como sembrado de rocío, la roca antigua del aderezo
nupcial... Y ya la ceremonia se organiza, la pareja avanza conducida con los
padrinos, la cándida figura se arrodilla al lado de la esbelta y airosa del
novio... Apíñase en primer término la familia, buscando buen sitio para ver
amigos y curiosos, y entre el silencio y la respetuosa atención de los
circunstantes.... el obispo formula una interrogación, a la cual responde un
«no» seco como un disparo, rotundo como una bala. Y -siempre con la
imaginación- notaba el movimiento del novio, que se revuelve herido; el ímpetu
de la madre, que se lanza para proteger y amparar a su hija; la insistencia del
obispo, forma de su asombro; el estremecimiento del concurso; el ansia de la
pregunta transmitida en un segundo: «¿Qué pasa? ¿Qué hay? ¿La novia se ha
puesto mala? ¿Que dice «no»? Imposible... Pero ¿es seguro? ¡Qué episodio!... «
Todo
esto, dentro de la vida social, constituye un terrible drama. Y en el caso de
Micaelita, al par que drama, fue logogrifo. Nunca llegó a saberse de cierto la
causa de la súbita negativa.
Micaelita
se limitaba a decir que había cambiado de opinión y que era bien libre y dueña
de volverse atrás, aunque fuese al pie del ara, mientras el «sí» no hubiese
partido de sus labios. Los íntimos de la casa se devanaban los sesos, emitiendo
suposiciones inverosímiles. Lo indudable era que todos vieron, hasta el momento
fatal, a los novios satisfechos y amarteladísimos; y las amiguitas que entraron
a admirar a la novia engalanada, minutos antes del escandalo, referían que
estaba loca de contento y tan ilusionada y satisfecha, que no se cambiaría por
nadie. Datos eran éstos para oscurecer más el extraño enigma que por largo
tiempo dio pábulo a la murmuración, irritada con el misterio y dispuesta a
explicarlo desfavorablemente.
A
los tres años -cuando ya casi nadie iba acordándose del sucedido de las bodas
de Micaelita-, me la encontré en un balneario de moda donde su madre tomaba las
aguas. No hay cosa que facilite las relaciones como la vida de balneario, y la
señorita de Aránguiz se hizo tan íntima mía, que una tarde paseando hacia la
iglesia, me reveló su secreto, afirmando que me permite divulgarlo, en la
seguridad de que explicación tan sencilla no será creída por nadie.
-Fue la cosa más tonta... De puro
tonta no quise decirla; la gente siempre atribuye los sucesos a causas
profundas y trascendentales, sin reparar en que a veces nuestro destino lo
fijan las niñerías, las «pequeñeces» más pequeñas... Pero son pequeñeces que
significan algo, y para ciertas personas significan demasiado. Verá usted lo
que pasó: y no concibo que no se enterase nadie, porque el caso ocurrió allí
mismo, delante de todos; solo que no se fijaron porque fue, realmente, un decir
Jesús.
Ya
sabe usted que mi boda con Bernardo de Meneses parecía reunir todas las
condiciones y garantías de felicidad. Además, confieso que mi novio me gustaba
mucho, más que ningún hombre de los que conocía y conozco; creo que estaba
enamorada de él. Lo único que sentía era no poder estudiar su carácter; algunas
personas le juzgaban violento; pero yo le veía siempre cortés, deferente,
blando como un guante. Y recelaba que adoptase apariencias destinadas a
engañarme y a encubrir una fiera y avinagrada condición. Maldecía yo mil veces
la sujeción de la mujer soltera, para la cual es imposible seguir los pasos a
su novio, ahondar en la realidad y obtener informes leales, sinceros hasta la
crudeza -los únicos que me tranquilizarían-. Intenté someter a varias pruebas a
Bernardo, y salió bien de ellas; su conducta fue tan correcta, que llegué a
creer que podía fiarle sin temor alguno mi porvenir y mi dicha.
Llegó
el día de la boda. A pesar de la natural emoción, al vestirme el traje blanco
reparé una vez más en el soberbio volante de encaje que lo adornaba, y era el
regalo de mi novio. Había pertenecido a su familia aquel viejo Alençón
auténtico, de una tercia de ancho -una maravilla-, de un dibujo exquisito,
perfectamente conservado, digno del escaparate de un museo. Bernardo me lo
había regalado encareciendo su valor, lo cual llegó a impacientarme, pues por
mucho que el encaje valiese, mi futuro debía suponer que era poco para mí.
En
aquel momento solemne, al verlo realzado por el denso raso del vestido, me
pareció que la delicadísima labor significaba una promesa de ventura y que su
tejido, tan frágil y a la vez tan resistente, prendía en sutiles mallas dos
corazones. Este sueño me fascinaba cuando eché a andar hacia el salón, en cuya
puerta me esperaba mi novio. Al precipitarme para saludarle llena de alegría
por última vez, antes de pertenecerle en alma y cuerpo, el encaje se enganchó
en un hierro de la puerta, con tan mala suerte, que al quererme soltar oí el
ruido peculiar del desgarrón y pude ver que un jirón del magnífico adorno
colgaba sobre la falda. Solo que también vi otra cosa: la cara de Bernardo,
contraída y desfigurada por el enojo más vivo; sus pupilas chispeantes, su boca
entreabierta ya para proferir la reconvención y la injuria... No llegó a tanto
porque se encontró rodeado de gente; pero en aquel instante fugaz se alzó un
telón y detrás apareció desnuda un alma.
Debí
de inmutarme; por fortuna, el tul de mi velo me cubría el rostro. En mi interior
algo crujía y se despedazaba, y el júbilo con que atravesé el umbral del salón
se cambió en horror profundo. Bernardo se me aparecía siempre con aquella
expresión de ira, dureza y menosprecio que acababa de sorprender en su rostro;
esta convicción se apoderó de mí, y con ella vino otra: la de que no podía, la
de que no quería entregarme a tal hombre, ni entonces, ni jamás... Y, sin
embargo, fui acercándome al altar, me arrodillé, escuché las exhortaciones del
obispo... Pero cuando me preguntaron, la verdad me saltó a los labios,
impetuosa, terrible... Aquel «no» brotaba sin proponérmelo; me lo decía a mí
propia.... ¡para que lo oyesen todos!
-¿Y por qué no declaró usted el
verdadero motivo, cuando tantos comentarios se hicieron?
-Lo repito: por su misma
sencillez... No se hubiesen convencido jamás. Lo natural y vulgar es lo que no
se admite. Preferí dejar creer que había razones de esas que llaman serias...
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