EL AUTOR Y SU ÉPOCA
JUAN BOSCH es el autor de este importantísimo y controversial cuento, escrito en
el exilio, en 1960, “La mancha indeleble”. Juan Bosch nació en la ciudad de La
Vega el 30 de junio de 1909 y falleció el 1ro. de noviembre del 2001 en Santo
Domingo. Bosch es uno de los más destacados cuentistas latinoamericanos,
escribiendo varias obras de distintos géneros, como ensayos de análisis
sociológicos, novela, y más que nada sus cuentos que le han merecido el crédito
de ser uno de los mejores cuentistas de América. Además se ha destacado como un
político de alta sensibilidad, fundando dos de las más importantes
organizaciones políticas de la República Dominicana, y por medio de las cuales
llegó a ser Presidente de la República.
Todos los que habían cruzado la puerta antes que yo
habían entregado sus cabezas, y yo las veía colocadas en una larga hilera de
vitrinas que estaban adosadas a la pared de enfrente. Seguramente en esas
vitrinas no entraba aire contaminado, pues las cabezas se conservaban en forma
admirable, casi como si estuvieran vivas, aunque les faltaba el flujo de la
sangre bajo la piel. Debo confesar que el espectáculo me produjo un miedo
súbito e intenso. Durante cierto tiempo me sentí paralizado por el terror. Pero
era el caso que aún incapacitado para pensar y para actuar, yo estaba allí: había
pasado el umbral y tenía que entregar mi cabeza. Nadie podría evitarme esa
macabra experiencia.
La situación era en verdad aterradora. Parecía que
no había distancia entre la vida que había dejado atrás, del otro lado de la
puerta, y la que iba a iniciar en ese momento. Físicamente, la distancia sería
de tres metros, tal vez de cuatro.
Sin embargo lo que veía indicaba que la separación
entre lo que fui y lo que sería no podía medirse en términos humanos.
-Entregue
su cabeza -dijo una voz suave.
-¿La
mía? -pregunté, con tanto miedo que a duras penas me oía a mí mismo.
-Claro
-¿Cuál va a ser?
A pesar de que no era autoritaria, la voz llenaba
todo el salón y resonaba entre las paredes, que se cubrían con lujosos tapices.
Yo no podía saber de dónde salía. Tenía la impresión de que todo lo que veía
estaba hablando a un tiempo: el piso de mármol negro y blanco, la alfombra roja
que iba de la escalinata a la gran mesa del recibidor, y la alfombra similar
que cruzaba a todo lo largo por el centro; las grandes columnas de mayólica,
las cornisas de cubos dorados, las dos enormes lámparas colgantes de cristal de
Bohemia. Sólo sabía a ciencia cierta que ninguna de las innumerables cabezas de
las vitrinas había emitido el menor sonido.
Tal vez con el deseo inconsciente de ganar tiempo,
pregunté.
-¿Y
cómo me la quito?
-Sujétela
fuertemente con las dos manos, apoyando los pulgares en las curvas de la
quijada; tire hacia arriba y verá con qué facilidad sale. Colóquela después
sobre la mesa.
Si se hubiera tratado de una pesadilla me habría
explicado la orden y mi situación. Pero no era una pesadilla. Eso estaba
sucediéndome en pleno estado de lucidez, mientras me hallaba de pie y solitario
en medio de un lujoso salón. No se veía una silla, y como temblaba de arriba
abajo debido al frío mortal que se había desatado en mis venas, necesitaba
sentarme o agarrarme de algo. Al fin apoyé las dos manos en la mesa.
-¿No
ha oído o no ha comprendido? -dijo la voz.
Ya dije que la voz no era autoritaria sino suave.
Tal vez por eso me parecía tan terrible. Resulta aterrador oír la orden de
quitarse la cabeza dicha con tono normal, más bien tranquilo. Estaba seguro de
que el dueño de esa voz había repetido la orden tantas veces que ya no le daba
la menor importancia a lo que decía.
Al fin logré hablar.
-Sí,
he oído y he comprendido -dije-. Pero no puedo despojarme de mi cabeza así como
así. Deme algún tiempo para pensarlo. Comprenda que ella está llena de mis
ideas, de mis recuerdos. Es el resumen de mi propia vida. Además, si me quedo
sin ella, ¿con qué voy a pensar?
La parrafada no me salió de golpe. Me ahogaba. Dos
veces tuve que parar para tomar aire. Callé, y me pareció que la voz emitía un
ligero gruñido, como de risa burlona.
-Aquí
no tiene que pensar. Pensaremos por usted. En cuanto a sus recuerdos, no va a
necesitarlos más: va a empezar una nueva vida.
-¿Vida
sin relación conmigo mismo, si mis ideas, sin emociones propias? -pregunté.
Instintivamente miré hacia la puerta por donde
había entrado. Estaba cerrada. Volví los ojos a los dos extremos del gran
salón. Había también puertas en esos extremos, pero ninguna estaba abierta.
El espacio era largo y de techo alto, lo cual me
hizo sentirme tan desamparado como un niño perdido en una gran ciudad. No había
la menor señal de vida. Sólo yo me hallaba en ese salón imponente.
Peor aún: estábamos la voz y yo. Pero la voz no era
humana, no podía relacionarse con un ser de carne y hueso. Me hallaba bajo la
impresión de que miles de ojos malignos, también sin vida, estaban mirándome
desde las paredes, y de que millones de seres minúsculos e invisibles acechaban
mi pensamiento.
-Por
favor, no nos haga perder tiempo, que hay otros en turno -dijo la voz.
No es fácil explicar lo que esas palabras
significaron para mí. Sentí que alguien iba a entrar, que ya no estaría más
tiempo solo, y volví la cara hacia la puerta. No me había equivocado; una mano
sujetaba el borde de la gran hoja de madera brillante y la empujaba hacia
adentro, y un pie se posaba en el umbral. Por la abertura de la puerta se
advertía que afuera había poca luz. Sin duda era la hora indecisa entre el día
que muere y la que todavía no ha cerrado.
En medio de mi terror actué como un autómata. Me
lancé impetuosamente hacia la puerta, empujé al que entraba y salté a la calle.
Me di cuenta de que alguna gente se alarmó al verme correr; tal vez pensaron
que había robado o había sido sorprendido en el momento de robar. Comprendía
que llevaba el rostro pálido y los ojos desorbitados, y de haber habido por
allí un policía, me hubiera perseguido. De todas maneras, no me importaba. Mi
necesidad de huir era imperiosa, y huía como loco.
Durante una semana no me atreví a salir de casa.
Oía día y noche la voz y veía en todas partes los millares de ojos sin vida y
los centenares de cabezas sin cuerpo. Pero en la octava noche, aliviado de mi
miedo, me arriesgué a ir a la esquina, a un cafetucho de mala muerte, visitado
siempre por gente extraña. Al lado de la mesa que ocupé había otra vacía. A
poco, dos hombres se sentaron en ella. Uno tenía los ojos sombríos; me miró con
intensidad y luego dijo al otro:
-Ese
fue el que huyó después que estaba…
Yo tomaba en ese momento una taza de café. Me
temblaron las manos con tanta violencia que un poco de la bebida se me derramó
en la camisa.
Mi mal es que no tengo otra camisa ni manera de
adquirir una nueva. Mientras me esfuerzo en hacer desaparecer la mancha oigo
sin cesar las últimas palabras del hombre de los ojos sombríos:
-Después
que ya estaba inscrito.
El miedo me hace sudar frío. Y yo sé que no podré
librarme de este miedo; que lo sentiré ante cualquier desconocido. Pues en
verdad ignoro si los dos hombres eran miembros o eran enemigos del Partido.
Ahora estoy en casa, tratando de lavar la camisa.
Para el caso, he usado jabón, cepillo y un producto químico especial que hallé
en el baño. La mancha no se va. Está ahí, indeleble. Al contrario, me parece
que a cada esfuerzo por borrarla se destaca más.
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